Belgrano, los esplendores de la burguesía, 1972 | Revista Panorama


Un día el pueblo de Belgrano soñó con ser capital de la República, pero estaba destinado a desarrollarse dentro de Buenos Aires, lo cual, a veces, puede significar un privilegio castrador. Por lo visto, no fue su caso: arrimándose al río de la Plata por el extremo noreste de la capital, Belgrano acapara hoy las ansiedades de quienes identifican el prestigio con el lugar de residencia y la dicha con el confort: un cuadro bastante común pero de difícil logro. En principio porque Belgrano es caro, tan caro, en todo caso, como lo pretende el status; luego, porque la misma localización del status varía y se desplaza en el término de una década aproximadamente. Es, sin embargo, curioso que Belgrano no sufra esas contaminaciones del capricho: desde hace veinte años recluta en sus calles a un buen sector de la clase media ascendente. El índice de construcción total de Buenos Aires, tomado entre octubre de 1970 y enero de 1971, en lo que concierne a propiedad horizontal, acredita para la elegante barriada el 25 por ciento, nivel por demás elocuente. En la zona residencial el precio del metro cuadrado de tierra puede calcularse en 150 mil pesos viejos, una suma que de ninguna manera alentaría a oportunistas. En las páginas siguientes se explica la razón del boom, haciéndose, además, una breve historia pintoresca del barrio.

A los ojos de un extranjero el barrio de Belgrano —una extensa zona residencial de casi diez kilómetros cuadrados, situados al norte de Buenos Aires— se presenta tal vez como uno de los lugares más hermosos de la capital argentina. Difícilmente puedan retraerse a la amplitud de sus parques, al encanto de sus árboles añosos, al contraste de las viejas casonas de estilo europeo ubicadas junto a exponentes de arquitectura más o menos moderna. Pero hasta los mismos porteños no belgranenses, suelen asombrarse del rumoroso hormiguero humano que transita, los sábados por la mañana, la avenida Cabildo, con sus centenares de negocios y galerías comerciales que amenazan con desplazar a los de Santa Fe y Florida.
Tal vez sean los viejos vecinos, artífices muchos de ellos del nuevo barrio, los menos sorprendidos. Pero nativos y extraños se empeñan, a menudo con encontrados argumentos, en desentrañar el milagro que convirtió las «70 manzanas con 70 casonas» que constituían el Belgrano de hace medio siglo, en la Babel de hoy. Algunos, como el historiador vernáculo Alberto Octavio Córdoba suelen recurrir al pasado. Otros se inclinan por el análisis sociológico y se zambullen en los complicados problemas de la movilidad social.

DE PULPERIA A CAPITAL. A mediados del siglo pasado, en lo que actualmente es la esquina de Pampa y Cabildo, se alzaba la pulpería «La Blanqueada», descanso obligado de carretas y troperos, y el lugar era conocido por «Los alfalfares de Rosas». En el paraje, algo desierto aunque poblado de chacras y adornado con plantaciones de perales y durazneros, se agrupan, según el censo de 1858, cerca de mil personas.
Pero esa fisonomía agreste no tardaría en trasformarse. Fue precisamente un grupo de vecinos de Flores —hoy el más serio competidor de Belgrano— el que propuso a Valentín Alsina, gobernador de Buenos Aires, la creación de un nuevo pueblo sobre las barrancas del río de la Plata, en los campos que la provincia confiscara a Rosas. Se eligieron los terrenos conocidos como «La Calera», que surtían de cal y conchillas a los albañiles de Buenos Aires desde los tiempos de la Colonia. El proyecto se concretó mediante un decreto que Valentín Alsina firmó el 6 de diciembre de 1855. Un cuarto de siglo después, el barrio pastoril ostentaba dos hipódromos, cerca de veinte colegios y escuelas, curtiembres, tranvías de caballos, estación de ferrocarril y hasta los infaltables reñideros de gallos y prostíbulos que florecían en el Bajo, por el lado de las caballerizas.
En julio de 1880 Nicolás Avellaneda eligió a Belgrano como sede provisoria del gobierno y anunció que, mientras durara el conflicto con Carlos Tejedor, sublevado gobernador de Buenos Aires, el poder federal residiría en el próspero poblado. El Congreso comenzó entonces a funcionar en el primitivo edificio de la Municipalidad (hoy museo histórico Sarmiento), y durante 6 meses se debatió allí la federalización de la ciudad de Buenos Aires. Fue un breve esplendor: el 6 de diciembre, Avellaneda entraba triunfal en Buenos Aires y Belgrano volvía a su condición de pueblo siestero.
El reinado del «pueblo del alto» resultó efímero sólo en apariencia: una rápida evolución no tardaría en confirmar su carácter de sitio privilegiado. No en vano José Hernández lo elegiría como último reducto: el legendario autor del Martín Fierro vivió allí sus últimos años, y colaboró asiduamente en el primer periódico del pueblo: La Prensa de Belgrano, dirigido por su hermano Rafael. Pero ya en esa época (1886) el lugar había cambiado mucho y, a juzgar por los avisos que aparecían en el periódico, «los comercios eran cada vez más importantes». En las inmediaciones del viejo mercado, mientras tanto, se agrupaban ya las familias patricias que darían color y forma al Belgrano de los años posteriores: los Saborido, los Ibarguren, los Llerena. Poco más adelante se uniría a los estoicos criollos una nutrida colectividad anglogermana que puso también su sello al aristocrático sitio. Junto con ella aparecen el Belgrano Athletic Club, la confitería Steinhauser, el desaparecido y bellísimo restaurante Dietze, las mansiones de estilo Tudor. «Fue una época en que ingleses y alemanes convivían armoniosamente; el idilio se rompió durante la Segunda Guerra y no se restableció nunca», recuerda Juan Pablo Radisch, dueño de Steinhauser. Sin embargo, ese pasado persiste en los innumerables jardines de infantes, vástagos de los germánicos kindergarten, y en la arquitectura todavía predominante en Belgrano R. «Allí —puntualiza Radisch— vivían los directivos británicos de los ferrocarriles, precisamente en las mismas residencias que suelen ocupar ahora muchos ejecutivos de empresas norteamericanas.»
Es así como a lo largo de la calle Melián (Belgrano R) la arquitectura inglesa se conserva homogénea (una disposición municipal reglamenta la construcción de propiedad horizontal) y en sus aledaños abundan todavía las cervecerías y las iglesias de culto luterano. En Belgrano C, por el contrario, la edificación trepa en enormes torres residenciales, y entre la avenida Cabildo y el bajo las casonas de fin de siglo han desaparecido casi por completo.

EL ROMANTICISMO. Cuando Belgrano no se había convertido aún en la Meca de las clases medias en ascenso —obligadas a su obediente peregrinación por las capas altas, saturadas del Barrio Belgrano—, los belgranenses todavía se solazaban con una activa vida social cuyo epicentro era el selecto Club Belgrano, y solían dirimir sus pleitos en caballerescos lances a espada. Una acendrada vocación por la esgrima, contagiada seguramente de los vecinos teutones, parecía caracterizarlos. En el suntuoso palacete de los Delcasse de la calle Sucre (todavía en pie, e inspirador de la novela de Beatriz Guido, La casa del ángel) se encontraba la mejor sala de esgrima del país, y fue allí mismo donde se libraron algunos duelos de resonancia. «En 1927, por razones que prefiero obviar, se batieron en la quinta de Delcasse Mario Guerrico y Francisco Senessi; fue una memorable tenida a espada», relata José García Sueiro, dueño del restaurante «Don José», y concesionario del Club Belgrano por aquellos años.
El legendario José, dueño de uno de los más ricos anecdotarios del Belgrano viejo, se jacta de haber sido el responsable de los saraos más rimbombantes de aquella época: «En 1926, en homenaje a Ramón Franco —hermano del caudillo español, que llegó en el Plus Ultra— movilicé una dotación de 120 mozos. En esa oportunidad, la casa Longobardi techó y calefaccionó la enorme terraza, y se bailó en las dos canchas de tenis, tapizadas a ese propósito con madera machimbrada. Era la época de los Machinandiarena, los Lacroze, los Maffei, los Pérez del Cerro y tantas otras familias que marcaron con su estilo ese período». Aunque nostálgico, José no reniega del presente: «Hay que aceptar que la nueva gente de Belgrano es magnífica y también le corresponde su parte en el maravilloso desarrollo comercial. A partir del año 1940 cayeron las viejas fincas, y ahora vive aquí un millón de personas», sintetiza.
Alberto Octavio Córdoba, también nacido en Belgrano y autor de un ensayo histórico sobre el barrio,, parece menos conforme con la mutación: «Se asegura, para vender departamentos, que Belgrano es diferente; la realidad es que ha dejado de serlo hace rato: ahora es sólo una vidriera donde gente extraña hace ostentación de sus kilométricos vehículos».

EL GRAN CAMBIO. Casi junto con la radical trasformación edilicia y comercial que proporcionó a Belgrano su nueva fisonomía, comenzó a operar en la zona la inmobiliaria de los hermanos Roberto y Héctor Mel. Dueños de un optimismo inquebrantable, se propusieron trasformar la imagen del lugar y no tardaron en convertirse en sus principales promotores, mediante un slogan que se hizo famoso: «Belgrano es un país». Partícipes fundamentales del boom son sus mejores analistas: «No cabe duda —sostiene Roberto— que el furor se inicia unos 8 años atrás, con el vertiginoso auge de la construcción y el notable cambio de los negocios, en especial los de Cabildo, debido en parte a los efectos de la ley de alquileres: hizo desaparecer muchos locales vetustos, hoy reemplazados por otros, prósperos y de alta calidad».
Pero las verdaderas causas, para Mel, son las peculiaridades que hicieron de Belgrano el imán de las clases altas y medias. «Las características geográficas —sostiene— son incomparables; las barrancas sólo igualadas por las del Parque Lezama, el enfrentamiento con el río de la Plata y, sobre todo, las tres avenidas de rápido acceso al centro: Libertador, Luis María Campos y Cabildo. Se comprende entonces que cuente con el sector de mayor poder adquisitivo del país.»
El efecto de esta singular corriente migratoria que favoreció a Belgrano, no acabó, claro, con la proliferación de altas torres de departamentos y lujosos comercios. El barrio cuenta también con los mejores colegios particulares de Buenos Aires, y posee la primera Universidad privada del país (hay otra, estatal). A los establecimientos de larga tradición, como el famoso Belgrano Day School, se agregaron, en años recientes, otros de avanzadas técnicas de enseñanza, acordes con las expectativas de las nuevas clases. Uno de éstos, La Escuela del Sol, llegó con sus modernos métodos didácticos a provocar el resquemor de los vecinos más viejos. Pero la mojigatería no parece prevalecer entre los belgranenses, amantes, por lo general, del cambio: desde hace años es uno de los sitios preferidos de los psicoanalistas para instalar sus consultorios. La clínica psiquiátrica de Alberto Fontana, pionera en la utilización de alucinógenos con fines terapéuticos, funciona también en un edificio de la calle Cuba. La inquietud cultural del quartier se manifiesta en la cantidad de librerías y cines-arte; el Mignon y el Ritz son las únicas salas de estas características situadas fuera de la zona céntrica de Buenos Aires.
Los Mel se proponen, precisamente, aunar en un trabajo común a las progresistas fuerzas del comercio local con los representantes de la cultura. Un trasunto de este objetivo lo constituye la Junta Vecinal, originada durante el gobierno de Onganía en el año 1966. Sin embargo, las trabas burocráticas —sólo 16 entidades tienen representantes en el organismo— suelen dificultar su funcionamiento. Sus miembros, que se reúnen mensualmente en la Universidad Popular Alfredo Fazio, están orgullosos de su cometido. «Hemos participado activamente en la mayor parte de las reformas edilicias realizadas por la Municipalidad», se jacta su presidente, Pascual Aloise. Pero, acorde con la edad avanzada de sus integrantes, los propósitos de la Junta parecen apuntar más hacia la rememoración de pasadas glorias que hacia un futuro, por otra parte incierto: con el advenimiento del nuevo gobierno a partir de las elecciones de marzo, deberán dejar paso a representantes designados por los partidos políticos,

BELGRANO ES UNA FIESTA. «A diferencia de otros centros comerciales como Flores, en Belgrano la actividad no se acaba con el cierre de los negocios.» La afirmación de Héctor Mel alude, sin duda, a la multitud que suele invadir la avenida Cabildo hasta altas horas, con un fin puramente recreativo, Esto le confiere un permanente clima de fiesta que se acrecienta en los meses de verano. Precisamente en estos días el Centro de Comerciantes desarrolla un nutrido programa de festejos navideños al aire libre que culminará con una representación en vivo del Nacimiento. A pesar de su afirmación, Mattioni regentea el único negocio de Buenos Aires especializado en ingredientes para la cocina macrobiótica, una ocurrencia que sólo podía prosperar en Belgrano. Desde hace 6 meses ofrece al heterogéneo vecindario toda clase de algas, además del clásico vandari proveniente de la colectividad japonesa de Escobar.
Desde antiguo, es cierto, Belgrano se destacó por contar con excelentes lugares de comida. Durante décadas, el célebre Dietze, sobre la plaza, atrajo una clientela fiel y selecta, hasta ser sustituida por un supermercado. Ahora, el restaurante «Don José», en la avenida Cabido, agrupa a los amantes de la buena mesa. Claro que no todo se reduce al paladar: «Allí, más que a comer se va en tren de relaciones públicas: es sabido que la mayoría de los negocios hacen o culminan en el Don José», confió la semana pasada un habitué de la casa. Los sofisticados, por su parte, podrán gozar de la buena comida alemana del tradicional Bodensee, con sus típicas canchas de bochas, o preferir el cálido reducto de La Cautiva, inaugurado recientemente en los altos de una caballeriza.
En las cercanías de la plaza, entre la fronda de los plátanos, Belgrano esconde otros tesoros. Sobre Juramento, los muros blancos del colonial Museo Larreta guardan reliquias de arte hispánico que pertenecieran al autor de La Gloria de Don Ramiro. Casi enfrente, se conserva el primitivo edificio —uno de los más bellos del país en estilo neoclásico— de la Municipalidad, donde sesionó el Congreso durante los turbulentos meses de 1880. En la esquina de 11 de Septiembre y Echeverría aún perdura, con su torre intacta, la antigua casa de Valentín Alsina.
El locuaz Mario Mattioni, oriundo de San Telmo pero vecino de Belgrano, acepta no saber demasiado acerca de su flamante habitat. «Lo único cierto —precisa, instalado en un pequeño local de la calle Ciudad de La Paz— es que aquí la gente se fija y compara los precios igual que en otros lados.»
Pero no todos en Belgrano son afectos a la comida Zen —como la exuberante Nélida Lobato, visitante asidua del negocio de Mattioni—, ni a oficios inquietantes como el moderno juglar Jorge Shussheiín, fanático belgranense. Los ex presidentes Onganía y Levingston (viven separados por sólo 4 cuadras) prefieren gozar de la tranquila zona residencial y sólo se dejan ver en la misa de 12 de la Inmaculada, una de las iglesias más hermosas de Buenos Aires, con su planta circular y su airosa cúpula.
«Belgrano —dice José García Sueiro— tiene un corazón amplio y generoso.» Posiblemente sea cierto. Después de todo, el confort y el buen vivir suelen dulcificar los temperamentos.

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