De alemanes a nazis, 1914-1933


Peter Fritzsche

Título original: German into nazis

Peter Fritzsche, 1998

Traducción: Jorge Salvetti

¿Cómo lograron los nazis, en pocos años, el apoyo masivo de la población alemana? Para el profesor Peter Fritzsche no se trató de un accidente ni fue una derivación desdichada del desastre económico o la crisis política. Tampoco la consecuencia de la hostilidad de Hitler hacia los judíos. No fueron el odio y el miedo, sino la esperanza y el optimismo, los sentimientos a los que los nazis apelaron de manera original y eficaz, afirmados en una corriente de entusiasmo patriótico, voluntad de participación y sacrificio nacida al comienzo de la Primera Guerra Mundial y reforzada en 1918, cuando la República de Weimar sucedió al Imperio. En ese itinerario, concluido en 1933 con la reformulación de las promesas de 1914, se perfilan los motivos por los que los nazis fueron tan populares en Alemania y se transformaron en una alternativa política aceptable para los habitantes de un país democrático.

De alemanes a nazis reconstruye el clima de las movilizaciones callejeras, la exaltación nacionalista y la democratización de Alemania en cuatro momentos: julio de 1914, noviembre de 1918, enero y mayo de 1933. En torno de ellos se analiza el proceso de configuración de identidades políticas desde el fin del Imperio hasta la consolidación del movimiento de masas que cambió la historia del siglo XX. Este trabajo, sólidamente fundamentado, estructurado como un moderno drama colectivo, desarrolla un enfoque inédito del advenimiento del nazismo mediante una narración ágil y efectiva, combinada con el uso del detalle cotidiano y el trabajo de archivo.

Agradecimientos

Estoy en deuda con la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign por los dos Arnold O. Beckman Research Award, en 1993-94 y 1994-95, que financiaron tareas de asistencia de investigación por parte de Glenn Penny, quien fue de una gran ayuda. Gary Cohen, Gerald Feldman y Davis Clay Large leyeron y comentaron amablemente el manuscrito, al igual que Harry Liebersohn y el German Colloquium. A todos ellos mi más profundo agradecimiento. También estoy muy agradecido por los esfuerzos de los lectores anónimos de Harvard University Press y por el apoyo de su jefe de edición, Aída Donald. Este libro está dedicado con amor a Karen Hewitt y a nuestros hijos, Eric y Lauren.

Prólogo a la edición en español

La toma del poder por parte de los nazis en 1933 no sólo desbarató las tradiciones políticas y las aspiraciones democráticas de Alemania, también planteó un profundo desafío para nuestra comprensión acerca de cómo funciona la política y por qué la gente hace lo que hace. Durante décadas, Hitler y los nacionalsocialistas han sido analizados como el producto de una situación de emergencia extrema. Considerados advenedizos políticos ante los cuales capitularon los alemanes, los nazis sólo prosperaron en las desfavorables circunstancias que siguieron a una guerra perdida, al colapso político, a los desastres económicos de la inflación y la depresión. Se dice que, más allá de un grupo de seguidores fanáticos, los nazis deben su triunfo electoral a una combinación de intereses económicos y resentimientos entre votantes disconformes con la política de Weimar. Una vez que estuvieron en el poder, continuaron sobornando a una población ideológicamente poco comprometida, aunque moralmente débil, hasta que la dinámica destructiva puesta en marcha por Hitler se volvió contra ella en la segunda guerra mundial. Este modelo de una política basada en los intereses sectarios es familiar pero inadecuado; entiende a los alemanes como ciudadanos avasallados, aunque básicamente pasivos, y de ese modo pierde de vista la enorme energía política liberada en Alemania, en las tres décadas posteriores a la primera guerra mundial. Los alemanes no sólo votaban según determinados intereses económicos sino que actuaban también de acuerdo con ideas más amplias con respecto a la nación, al papel de las elites y al ideal de una comunidad del pueblo. En última instancia, el nazismo fue la culminación de una revolución nacional que comenzó no con el colapso de la monarquía alemana en 1918 sino con el estallido de la guerra en 1914. Se alimentó de la Gran Depresión, pero no puede ser reducido a mera reacción a una época de crisis económica. Dado que los apelativos “nazi” y “alemán” se utilizan de modos que sugieren una exclusión mutua más que clases equivalentes, la toma del poder por parte de los nazis oscurece el papel central que habían desempeñado los alemanes comunes en la insurrección nacional contra la República de Weimar y la legitimidad fundamental de la que gozaron los nazis como consecuencia de ello.

Lo que más me sorprendió mientras investigaba el material para este libro en los archivos de los pueblos y ciudades del norte de Alemania, a principios de los años ochenta, fue la profundidad de la hostilidad política entre la izquierda y la derecha en el período de Weimar y la naturaleza de la movilización nacionalista mucho antes de la Gran Depresión. No encontré votantes pasivos, atemorizados o angustiados, llevados de un partido a otro por las circunstancias económicas. Encontré más bien una insurrección nacionalista juvenil y enérgica que se orientaba hacia los ideales patrióticos de la guerra mundial, que se expresaban en la idea de Volksgemeinschaft o comunidad del pueblo. En nombre de la nación, “esta oposición nacional” resistía a la izquierda marxista, pero rehusaba también continuar con la conducta de deferencia frente a las elites tradicionales. Este gran movimiento de resistencia marchaba por las calles, creaba grandes coaliciones y acogía en sus filas a obreros y otros alemanes comunes. De modo que un populismo “nacional socialista” precedió la llegada del Partido Nazi al poder, y su aparición en los años veinte, antes de la Gran Depresión, modifica sustancialmente la imagen habitual del partido de Hitler. En primer lugar, los nazis no pueden ser considerados de forma aislada, como suele hacerse. Los nacionalsocialistas formaban parte de un grupo mayor de combinaciones fascistas que desde los años veinte sacudió la vida política de todas las regiones de Alemania. Esta movilización ultranacionalista produjo finalmente los éxitos nazis, pero ya existía muchos años antes de la Gran Depresión. La decadencia de los partidos burgueses tradicionales precedió la aparición de los nazis, lo que significa que el realineamiento de la política alemana no fue simplemente una derivación del desastre económico. En segundo lugar, los nazis aprovecharon los éxitos de organizaciones anteriores, en particular del grupo paramilitar Stahlhelm, que se caracterizaba por acoger entre sus numerosos miembros a representantes de todas las capas sociales y por tener un estilo político extremadamente vistoso. Por último, la revolución política de 1933 no fue impulsada por la nostalgia del pasado imperial o el temor a una revolución socialista. Fue un levantamiento mucho más optimista orientado hacia el futuro y propulsado por una generación joven de activistas, cuya meta principal era desarticular la cultura de castas de la Alemania conservadora. Es importante notar que la revolución nacional tenía como objetivo la destrucción de la red de elites regionales. El nazismo prosperó en la medida en que parecía constituir una alternativa tanto a la república democrática como a las tradiciones del imperio. En muchos sentidos, es engañoso caracterizar a los nacionalsocialistas como un partido de derecha; tanto ellos como millones de alemanes tomaban en serio los aspectos “sociales” y supuestamente progresistas de su programa político.

Los nazis heredaron y llevaron a cabo una revolución nacional que valoraba la nación pero mostraba poco respeto por la monarquía de los Hohenzollern, que odiaba a los socialdemócratas pero organizaba a los trabajadores, que se burlaba de la república pero abandonaba los partidos liberal y conservador que constituían el establishment de Alemania. En otras palabras, para comprender la aparición de los nazis, debemos analizar la transformación que produjo la guerra en la idea de nación así como el impacto que provocó la derrota en los alemanes, razón por la cual inicio mi análisis de 1933 en el año 1914, en lugar de optar por la fecha más convencional de 1918. También debemos analizar las nuevas expectativas sociales respecto de la constitución política de Alemania, examinar su retórica política al igual que las particularidades de los intereses económicos. Naturalmente, las cuestiones económicas importan, pero importan a personas que tienen fuertes predisposiciones políticas e ideológicas y, por consiguiente, estas cuestiones no operan de manera mecánica.

En última instancia, mi libro propone un fuerte argumento a favor de tomar seriamente lo que la gente dice. Subraya la importancia de las ideas y las lealtades en las decisiones políticas. También reafirma el poder de las ideas democráticas e igualitarias en el siglo XX, en especial tras una guerra total, pero indica a la vez que estas ideas no adoptan necesariamente una forma democrática. El nazismo atrajo a tantos alemanes debido a su amplia base social, a su populismo y a su retórica antielitista. Su racismo y su antisemitismo probablemente realzaron más que socavaron la imagen popular del movimiento. Por consiguiente, el nazismo está más cerca de nuestras tradiciones políticas de lo que nos gusta creer. Puesto que las ideas democráticas se configuran en formas nacionales, se combinan continuamente con nociones menos democráticas de unidad y homogeneidad, y adquieren fácilmente una retórica de amigo o enemigo, de inclusión o exclusión, que amenaza la integridad de los derechos individuales. Por esta misma razón, el nacionalismo invita a las tendencias democráticas a adoptar como su propia identidad la cultura simple de la “gente común” o del “hombre medio”. En la época que nos ha tocado vivir, el nacionalismo y la democracia se han combinado repetidas veces para producir variaciones sorprendentemente dispares, extremadamente vigorosas y con frecuencia asesinas. Este libro describe un extremo de nuestra herencia democrática.

Es un honor para mí presentar la edición en español de este libro y me siento muy agradecido con los editores. Sigo sosteniendo los aspectos claves de mi tesis: que 1914 puso en movimiento una dinámica populista, marcadamente democrática en la política alemana; que los nacionalsocialistas surgieron de un consenso “nacional socialista” más amplio durante los años veinte; que la aparición de los nazis no fue simplemente el resultado de una situación de emergencia económica; y que quienes votaron por los n azis no lo hicieron meramente como una forma de protesta para expresar su disconformidad con la política de Weimar, sino que actuaron de una manera mucho más deliberada e ideológica. No obstante, en retrospectiva, habría deseado poner un mayor énfasis en la expansión del pensamiento racial y völkish durante los años veinte y en el dramático surgimiento del antisemitismo, ambos fenómenos que tienen su origen en la experiencia de la primera guerra mundial. Esta guerra fue una contienda mucho más existencial de como yo la describo; las ideas de “la paz de la fortaleza” y la “comunidad del pueblo” no son adecuadas para comprender los temores y las ansiedades que produjo la conflagración, y que perduraron a lo largo de los años veinte y treinta. Por último, me habría gustado intentar explicar más claramente de qué manera la idea de Volksgemeinschaft sirvió a la vez como una manera extremadamente efectiva de organizar la derecha nacionalista, de contrarrestar el poder de las elites conservadoras y, finalmente, de proveer los medios necesarios para congregar el apoyo de los obreros. La Volksgemeinschaft o comunidad del pueblo sigue siendo un concepto contradictorio, potente, pero mal comprendido, que sin embargo resulta fundamental para la comprensión de la política alemana en los fatídicos años de 1914-1945.

Una de las fotografías más famosas jamás tomadas de Adolf Hitler ilustra a la perfección el surgimiento del nazismo y el ideal del Tercer Reich. La foto muestra a patriotas alemanes reunidos en la Odeonplatz para oír la declaración de guerra, leída desde la escalinata del Feldherrnhalle, el 2 de agosto de 1914. Entre el mar de cabezas formado por los miles de asistentes, se encontraba el indigente pintor que vivía en un altillo de la Schleissheinerstrasse. Multitudes como ésta de la capital bávara se habían convertido en una escena familiar en todo el país, durante la última y tensa semana de julio, cuando los ansiosos patriotas se congregaron en reiteradas oportunidades para aclamar la resolución del gobierno del Reich de apoyar a Austria-Hungría, tras el asesinato del archiduque Fernando, heredero al trono de los Habsburgo. Pero la gente se reunía en las calles en reconocimiento de algo más: el sentimiento compartido de ser alemán y pertenecer a una nación. La declaración de guerra contra Serbia y Rusia, y luego contra Francia y Gran Bretaña, a principios del mes siguiente, fue seguida por una ola de nacionalismo popular, más tarde recordada sentimentalmente como los Días de Agosto, un período en el que las diferencias de clase, credo y región parecieron borrarse y el pueblo, el Volk, pareció estar forjado en una sola pieza.

Durante las primeras semanas de la primera guerra mundial, fue acumulándose sin cesar un verdadero tesoro nacional, gracias tanto al aporte voluntario de civiles entusiastas que contribuyeron al esfuerzo bélico, como a reservistas responsables que se presentaron para servir en el frente. Ningún otro gesto cívico anterior había traído a la vida la idea de nación de una manera tan contundente como lo habían hecho esas enormes concentraciones populares y espontáneas del verano de 1914.

Posteriormente, las actividades colectivas emprendidas con el fin de sobrevivir a la guerra y vencer al enemigo abrieron nuevas posibilidades de proyectar el futuro. Tanto los socialistas como los nacionalistas sintieron que sus programas políticos estaban justificados por los esfuerzos realizados por el pueblo durante la guerra.

Con el tiempo, las tiernas simpatías por los Días de Agosto inevitablemente disminuyeron. A medida que la guerra fue prolongándose más allá del primer invierno, hasta extenderse a un segundo, un tercero, y luego a un cuarto invierno, los alemanes comenzaron a experimentar el agotamiento y la desilusión. Como los habitantes de las otras naciones beligerantes, perdieron cientos de miles de hijos, hermanos y padres, y sufrieron enormemente bajo las privaciones de la guerra. Para noviembre de 1918, cuando los revolucionarios socialistas derrocaron al Emperador y a los príncipes alemanes, agosto de 1914 era sólo un recuerdo lejano. Aun así, los turbulentos años de la nueva República de Weimar, los impopulares términos de la paz de Versalles, el encono político entre la izquierda y la derecha, la desastrosa inflación, y, por último, la Gran Depresión instaban insistentemente a los alemanes a rememorar aquel legendario momento de unidad nacional. Con los años, agosto de 1914 fue embellecido hasta convertirse en un mágico contrapunto al decepcionante final de la República de Weimar. Tanto la izquierda como la derecha dirigieron su mirada hacia el pasado, más allá de Weimar, y en el horizonte del recuerdo, vieron extenderse la ejemplar unidad nacional, alcanzada al comienzo de la guerra.

En conversaciones comunes, en festivales de barrio y en servicios religiosos recordatorios de la guerra, los alemanes evocaban constantemente el recuerdo de agosto de 1914. Quince años más tarde una larga lista de novelas y memorias de guerra muy populares exaltó ese aspecto edificante de la guerra: la experiencia inolvidable de las masas, las conmovedoras despedidas en estaciones de tren, la íntima convivencia en las trincheras del frente de batalla. De modo que no fue por un simple azar que, un día de 1930, el exitoso fotógrafo de Múnich Heinrich Hoffmann sacó de su archivo las fotos que había tomado de aquella exaltación ciudadana, el primer día de movilización, allá por 1914. Hoffmann, ya por entonces un nazi prominente de Múnich (unido al partido en 1920, con el «Número 59»), mostró las fotos a Hitler en un café de esa ciudad. Hitler ojeó las fotografías y de pronto dijo: «Yo también estuve entre esta multitud». Hoffmann apenas pudo contener su entusiasmo. Conectar a Hitler —líder del partido, esperanza política, redentor autoproclamado—, con el idealismo nacional de agosto de 1914, sería una combinación extraordinaria. Hoffmann estudió laboriosamente foto por foto, tratando de distinguir a cada persona individualmente, para ver si podía identificar a su Führer. Varias horas después, cuenta la historia, encontró a Adolf Hitler, cerca del extremo inferior de la última foto.[1]

Esa fotografía descubierta azarosamente capturó el preciso momento en que el Tercer Reich se hizo posible. Una ampliación muestra a un enardecido Hitler de veinticinco años, sorprendido en medio del desborde colectivo del festejo nacionalista. Richard Hanser describe la escena: la boca de Hitler está medio abierta y sus «ojos están levantados y fijos. Alrededor, los hombres están cubiertos con un sombrero, pero él lleva la cabeza descubierta. Su cabello está despeinado y sin cortar, lo que realza aún más su mirada de intensa agitación. Toda la actitud es la de un hombre transportado».[2] La foto encontrada corroboraba los recuerdos de Hitler en sus memorias de 1924. «Esas horas» en la Odeonplatz, escribió en Mein Kampf, «parecían como una redención de los fastidiosos malhumores de mi juventud». Al menos figuradamente, Hitler cayó de rodillas y «agradecí al Cielo con mi corazón rebosante de júbilo el hecho de que me hubiese concedido la buena fortuna de poder vivir en estos tiempos».

Su buena fortuna no le brindó la oportunidad de servir a su patria austríaca; de hecho, poco antes ese mismo año, Hitler había sido arrestado por evadir el servicio militar, aunque un examen médico finalmente lo declaró «no apto». Lo que colmaba a este marginado con un «apasionado entusiasmo» era la identificación con la causa de una Gran Alemania, una Alemania que representara más fielmente a todos los alemanes, fuera y dentro del Reich. «A mis ojos no era Austria luchando por algún tipo de satisfacción en Serbia, sino Alemania luchando por su existencia».[3] En esto Hitler no era muy diferente de otros miles de alemanes, que se congregaron bajo la bandera imperial, no para defenderse de peligros internacionales sino para afirmar las lealtades nacionales. La fuerza motriz era menos el deber que la identidad. Más que de reconocer y servir a lealtades preexistentes se trató de descubrirlas y aclamarlas. Fue con la declaración de guerra que Hitler encontró, por primera vez en su vida, un significado más amplio a su existencia, a la vez que un sentido de propósito político.

La fotografía es también un documento extraordinario de la movilización nacional que esta guerra total hizo posible. La primera guerra mundial ocupa un lugar tan eminente en la historia moderna, porque creó nuevas formaciones sociales, organizadas en torno a una identidad nacional que fue definida en términos cada vez más populistas y raciales. Durante el curso de la guerra, la movilización masiva de la población amenazó las viejas jerarquías de subordinación y los protocolos de deferencia. Al mismo tiempo, la guerra transformó los papeles tradicionales de los géneros, borró antiguas lealtades de clase, y legitimó formas étnicas y excluyentes de sentirse alemán, produciendo como resultado una nueva y feroz comunidad basada en la lucha por la supervivencia, en la que todo un pueblo se jugaba de lleno el triunfo o la derrota. Al enfatizar más la idea de nación que la de estado, lo que el conflicto representaba se hallaba escrito en un lenguaje popular e insistentemente democrático. De este modo, la movilización de las masas en la Odeonplatz permitió entrever sucesos por venir. Para millones de alemanes los meses de julio y agosto de 1914 constituyeron un nuevo punto de referencia político que mantendría su validez durante tres décadas.

Los historiadores de Alemania tienden a pasar por alto la promesa nacionalista de 1914 para iniciar sus relatos del nazismo con la traumática derrota militar del país en 1918. Consecuentemente, entienden el nazismo más como el resultado de una situación de extrema penuria que como una movilización popular, y a los votantes nazis más como víctimas de las circunstancias que como participantes activos y conscientes de su elección. Sin embargo, para mi modo de ver, 1914 es la fecha crucial, porque pone en movimiento enormes aspiraciones políticas. Las razones del triunfo del nacionalsocialismo han de buscarse tanto en el reino de las ideas y las lealtades políticas como en la convergencia de las crisis económica y militar. Porque la guerra significó una revisión total de la imaginación nacional y combinó a sesenta millones de personas de maneras nuevas y en muchos casos peligrosas, 1914 es el punto de partida adecuado para un relato de por qué y cómo los nazis llegaron al poder.

Como refirió el mismo Hitler, la declaración de guerra produjo un sentimiento de alemanidad que lo llenó de éxtasis. Durante todo el resto de su vida Hitler luchó por recuperar ese sentimiento de unión inconmovible, basado en un nacionalismo de origen étnico y en el autosacrificio del pueblo. A sus ojos, el verano de 1914 fue verdaderamente histórico porque había creado un nuevo sujeto histórico en la historia del mundo —el Volk alemán— un sujeto liberado de las trabas de la historia y de las injusticias del pasado y finalmente unificado para reclamar como suyo un destino imperial. 1914 siguió siendo, durante mucho tiempo, un modelo de lo que podía alcanzar la movilización nacional. «Más de una vez en la historia de Alemania, pudo afirmar Hitler, miles y miles de jóvenes alemanes han dado un paso al frente con abnegada resolución para sacrificar libre y alegremente sus jóvenes vidas».[4] Por estas razones, 1914 anticipó la revolución nacional alemana de enero de 1933, y su ambiciosa búsqueda de un imperio pocos años después, en la segunda guerra mundial.

Para estudiar el nazismo hay que entenderlo tanto en términos de ideas y deseos como en términos de traumas y penurias, y es precisamente la idea nacional, la satisfacción de defender lealmente ese ideal, y las renovaciones que este ideal implicaba lo que ilustran tan a la perfección las fotografías del verano de 1914 tomadas por Hoffmann. El hecho de que tantos alemanes se hayan vuelto nazis no fue un mero accidente, un resultado extraordinario de condiciones económicas y políticas desastrosas. Debería poder afirmarse con total claridad que los alemanes se volvieron nazis porque quisieron volverse nazis y porque los nazis hablaban con elocuencia a sus intereses y sus inclinaciones. Dados los sórdidos objetivos y los medios violentos de los nazis, este apoyo popular es un hecho tan serio como horroroso.

No obstante, los votantes no apoyaron a Hitler principalmente porque compartieran su odio por los judíos. No cabe duda de que muchos, si no la mayoría de los alemanes eran antisemitas en un grado u otro, y que la mayoría reconocía en los nazis una fuerza política de una violencia sin precedentes. En 1933 no era difícil para nadie imaginar un futuro cada vez más brutal para los judíos de Alemania. Pero la obsesión asesina del nacionalsocialismo, combinada con prejuicios comunes y corrientes no explica la magnitud del apoyo que encontró el nazismo entre los alemanes de todas las clases; la así llamada cuestión judía no figuraba entre los temas de la apasionada campaña electoral de la República de Weimar.[5] Los nazis derrotaron a los nacionalistas conservadores (que también eran antisemitas) y a los socialdemócratas (que no lo eran) porque eran innovadores en lo ideológico. Los nazis obtuvieron mayorías tan decisivas en las elecciones de 1932 y 1933, no porque proveyeran las instrucciones operativas para llevar a cabo lo que ya estaba en la mente de todos, sino porque se apartaron de las tradiciones políticas establecidas, en el sentido de que fueron identificados de inmediato con una forma claramente popular de nacionalismo étnico y con las reformas sociales básicas que la mayoría de los alemanes anhelaba para lograr el bienestar nacional. Es esta totalidad política la que anticipan las fotografías de julio y agosto de 1914.

En los cuatro capítulos que siguen, me propongo explorar el camino que llevó de ese hombre anónimo en medio de la multitud al Führer del Tercer Reich, o más precisamente, dado que ésta es más una biografía colectiva que una biografía individual, el camino que condujo del entusiasmo patriótico a la revolución nazi, de 1914 a 1933. Cada capítulo abre con una fotografía y la descripción de una escena multitudinaria; julio de 1914, noviembre de 1918, enero de 1933, y mayo de 1933; y luego pasa a examinar las múltiples transformaciones sociales y políticas de la sociedad alemana con el fin de brindar una explicación de cómo y por qué los nazis congregaron un respaldo tan masivo y duradero en apenas unos pocos años, años que se encuentran entre los más dramáticos y aterradores de la historia alemana del siglo XX.

Una muchedumbre patriótica avanzó, abriéndose paso a empujones, a través de las amplias calles de la gran ciudad, desde las oficinas de los principales diarios, en la Kochstrasse, que alrededor de las seis de la tarde habían dado las primeras noticias sobre las inminentes hostilidades entre Serbia y Austria-Hungría, remontando luego la Friedrichstrasse, la arteria más transitada de Berlín, que conectaba los nuevos suburbios del sur con los talleres metalúrgicos y las estaciones de ferrocarril, en el extremo norte de la ciudad. En la intersección metropolitana más céntrica, donde los mejores cafés —Bauer, Kranzler y el Viktoria— ocupaban las mejores esquinas, cientos de personas en un estado de jovial exaltación (en su mayoría estudiantes, empleados, comerciantes y otros individuos de la capital) doblaron por la Unter den Linden, el bulevar real que pasaba por hoteles, embajadas y museos, hasta llegar al Stadtschloss, el macizo y algo lúgubre palacio de la dinastía Hohenzollern.

Como cualquier otro sábado por la noche, los transeúntes colmaban el centro de la ciudad. Muchos negocios permanecían abiertos hasta las primeras horas de la noche, y cientos de cafés, restaurantes y bares hacían de la Friedrichstrasse un lugar predilecto para el placer y la diversión, después del trabajo. Los tranvías recorrían las calles, que siguieron iluminadas y muy transitadas hasta después de la medianoche. No era extraño, entonces, que cientos de curiosos paseantes se convirtieran de pronto en miles de patrióticos manifestantes, ansiosos por vitorear a Austria-Hungría, el aliado más cercano de Alemania en épocas de peligro. A medida que iba esfumándose la última luz del día, los dramáticos acontecimientos de las lejanas Belgrado y Viena comenzaron a acaparar cada vez más la atención de los metropolitanos. Los berlineses arrancaban literalmente de las manos a los canillitas las ediciones extras de los diarios, leían en voz alta los titulares, que informaban sobre el incumplimiento por parte de Serbia del ultimátum pronunciado por Austria-Hungría (provocado por el asesinato, en Sarajevo, del archiduque Fernando, heredero al trono de los Habsburgo, ocurrido el mes anterior), debatían enardecidamente las consecuencias de una guerra de los Balcanes para el Imperio Alemán, se apartaban a un lado para leer apresuradamente las noticias recién impresas, antes de volver a incorporarse a las columnas que rápidamente colmaron con su presencia las animadas calles de la ciudad. Interrumpieron el tránsito, trastornaron las actividades «cotidianas, profanas», y prolongaron ese peculiar momento de exaltación hasta altas horas de la noche.[6] Aunque la actividad preferida de los ciudadanos era, por lo general, observar como espectadores lo que hacía otra gente, en esa ocasión evidentemente histórica el público mayormente de clase media de los teatros, de los espectáculos de variedades y de los cines alrededor de la Potsdamerplatz, y los paseantes de la Friedrichstrasse se convirtieron en participantes muy activos.

Los informes publicados al día siguiente diferían, pero aproximadamente entre unos cinco mil y diez mil berlineses finalmente se habían abierto camino hasta el Schloss, el palacio de Guillermo II, emperador de todos los alemanes. Entonando canciones patrióticas, primero La Guardia sobre el Rin, luego Deutschland, Deutschland über Alles (Alemania, Alemania por encima de todo), y finalmente el himno nacional austríaco, Dios salve al káiser Franz, los patriotas se reunieron debajo de los aposentos del Káiser, en un extraordinario despliegue de lealtad. Estaban a la espera de alguna señal de parte de su monarca, cuya aparición sobre el balcón podría haber conferido un marco significativo a los sorprendentes acontecimientos que se sucedían desordenadamente por las calles. Sin embargo, las ventanas permanecieron a oscuras, porque el Káiser se hallaba de vacaciones en su yate, en el Mar del Norte. Después de un rato, la «impenetrable» multitud comenzó a dispersarse y procesiones de veinte o treinta hombres, tomados del brazo, cantando y gritando, regresaron a lo largo de la Unter den Linden hasta el monumento de Bismarck, en la Königsplatz, enfrente del Reichstag. A la sombra del Canciller de Hierro, los jóvenes exaltados y expectantes, escuchaban discursos improvisados, y, según coincidieron en afirmar todos los reporteros, cantaban y cantaban, verso tras verso sin parar. Pequeños grupos de gente desfilaban por la ciudad, deteniéndose en una serie de importantes edificios nacionales: la embajada de Austria, donde el embajador Szôgyény-Marich hizo una breve aparición para agradecer a los alemanes por su apoyo entusiasta, la Cancillería del Reich, el Ministerio de Guerra, y finalmente, la embajada de Italia. Ya era casi la madrugada del domingo cuando se entonaron las últimas canciones y se vocearon los últimos lemas patrióticos.[7]

Los manifestantes de esa noche de mitad de verano recorrieron de un extremo al otro la clásica vía de desfiles de emperadores y reyes. Desde el mismo palacio, sobre el Schlossbrücke de Schinkel, pasando por el arsenal barroco de Schülter, bajando por la Unter den Linden, hasta la Friedrichstrasse, cruzando la Leipziger Strasse hasta la Belle-Alliance-Platz, que conmemoraba la victoriosa coalición contra Napoleón un siglo antes, y finalmente hasta el área de desfiles en Tempelhof, al límite de la capital; los coloridos guardias del Káiser y los visitantes reales de las potencias extranjeras habían transformado esas calles en un habitual paraje de pompa y poder imperiales. Pero, año tras año, la gente de la ciudad se había limitado exclusivamente a presenciar los desfiles oficiales; al menos hasta el patriótico carnaval de la noche del sábado del 25 de julio de 1914, cuando miles de alemanes corrientes se sumaron a los desfiles espontáneos y un sentido colectivo de propósitos comunes que trascendía las diferencias de clase, región y religión pareció inundar las calles de la ciudad.

Al día siguiente, el domingo 26 de julio, la multitud se congregó en el centro de la ciudad, esperando ansiosamente las ediciones extras que puntuaban y acentuaban la excitación. De acuerdo con los diarios, existían cada vez mayores probabilidades de que se declarase una guerra europea generalizada. La maquinaria de las alianzas demostró funcionar a la perfección, cuando Rusia se alió con Serbia, Alemania con Austria, y Francia con Rusia. Durante todo el día, desfiles espontáneos recorrieron de una punta a la otra la avenida Unter den Linden, marchando una y otra vez desde la Schlossplatz hasta la Königsplatz, desde el palacio de los Hohenzollern hasta el monumento de Bismarck. En medio de esta atmósfera festiva, los reporteros no podían resistir las hipérboles de su profesión. Convertían a cientos de jóvenes manifestantes en miles y veían los movimientos de ida y vuelta de la multitud como una afirmación continua y acumulativa de determinación política. De acuerdo con la Vossische Zeitung, las atracciones típicas de un domingo de verano en los márgenes de la ciudad estaban desiertas con vistas a la «migración masiva» hacia el centro.[8] Para la Kreuz-Zeitung monárquica, el significado de las demostraciones era claro: «La juventud de Alemania se ha puesto de pie» y ha demostrado «fortaleza y deber hacia la patria».[9]

Tras difundirse las noticias de los desfiles de la noche anterior, espectadores curiosos se habían desplazado desde los suburbios hacia el centro de la ciudad; a su vez las crónicas de la mañana del domingo generaron las multitudes de la tarde. Entre los primeros en reunirse había grupos de jóvenes de los distritos circundantes, vestidos con sus uniformes distintivos y provistos de banderas, estandartes e instrumentos musicales, y fueron estos grupos coloridos los que dominaron la escena metropolitana durante el resto de la jornada. El Wandervogel, la «Joven Alemania» y otros clubes se congregaron alrededor de las estatuas de Bismarck, Federico el Grande y Guillermo I, entonaron canciones patrióticas y encabezaron numerosos desfiles hasta el palacio. Las noticias de Berlín provocaron demostraciones similares en todo el país. Hamburgo, Múnich, Leipzig, Bremen, Kassel, Colonia, Mannheim, y Hanover informaron sobre una exuberante actividad el domingo.[10] Aunque algunos observadores admitieron que estas escenas nacionalistas eran, en su mayoría, una manifestación de las clases medias y parecían más animadas por una bravata camorrista que por un sincero patriotismo, el cuadro fundamental presentado por los diarios seguía siendo el mismo: la explosión espontánea del entusiasmo popular a favor de la causa alemana. «El recuerdo de este domingo», cuando la nación pareció despertar a la vida, «perdurará y conservará su valor», declaraba la generalmente sobria Frankfurter Zeitung. [11]

Esa misma semana, una vez desvanecidas las probabilidades de paz y tras el regreso del Káiser a la capital, las demostraciones en la plaza pública se volvieron tumultuosas. Se congregaron grandes multitudes el viernes 31 de julio, y el sábado, justo antes de la movilización, se reunieron 300.000 berlineses en frente de la plaza, declarando su voluntad de defender al Reich, cantando himnos marciales, proclamando a gritos su devoción a la patria. Cuando una banda militar dio los primeros acordes de Pariser Einzugmarsch (La Marcha de la ocupación parisina) la multitud estalló embriagada de emoción. Antes del anochecer, el Káiser finalmente apareció en el balcón real y habló a sus súbditos. «Ya no reconozco partidos ni credos», proclamó, «hoy somos todos hermanos alemanes, y sólo hermanos alemanes».[12] Las aclamaciones eran tan estridentes que la mayoría de los presentes no pudo oír el resto del discurso. Esa noche Berlín se asemejaba a una fiesta, embriagada con el drama de la nación en guerra.[13]

Las jubilosas demostraciones de patriotismo de tantos alemanes en julio de 1914 se grabaron profundamente en los libros de historia. Ningún relato de la guerra dejó de señalarlas. Cada vez que pensamos en los comienzos de la primera guerra mundial, viene a nuestra mente la imagen de las tumultuosas multitudes patrióticas que se reunieron en Berlín y en Viena, en París y en San Petersburgo. Mientras los alemanes y el resto de las naciones europeas se lanzaban a las armas, comenzaba a volverse evidente que la guerra, por lo general dirigida por los estados y por los militares especialistas, y el nacionalismo, que es un asunto eminentemente popular y de los pueblos, se habían entrelazado de un modo intrincado. El fervor patriótico de 1914 simbolizó la nacionalización de las masas, fenómeno que no sólo alentó la negligente diplomacia del Ministerio de Asuntos Extranjeros Alemán durante los últimos días de julio sino que también contribuyó a la cruenta prolongación de la guerra y llegó a exacerbar los resentimientos, albergados tanto por vencedores como por vencidos en los difíciles años posteriores a la celebración del tratado de paz. Los historiadores de Alemania han vuelto una y otra vez al cuadro de las muchedumbres extasiadas frente al palacio, porque el despliegue público de esos días prefigura tan perfectamente las tragedias del siglo XX: el crudo nacionalismo de los años de guerra, 1914-1918, la llegada al poder de los nazis, en 1933, y el comienzo de la segunda guerra mundial, en 1939. Todo lo que parecía estar mal en la Alemania del Káiser se hallaba ya en su lugar: el patriotismo entusiasta e irreflexivo y el monarquismo pueril de las clases medias, que compensaba su propia falta de poder político con la expectativa de que el Imperio Alemán fuese el mejor, el más victorioso y el más resonante de todo el mundo.

Las descripciones de las multitudinarias escenas de julio y agosto de 1914 se volvieron una moneda tan corriente que crearon mitos que definieron una nueva comunidad política, en el límite entre la historia y la ficción. Durante los difíciles años de la guerra, las autoridades militares utilizaron los recuerdos de la unión patriótica para fortalecer la vacilante moral pública. Agosto de 1914 constituía una comunidad de fe idealizada, a la que los alemanes prácticamente no podían oponerse, ni siquiera cuando las experiencias de guerra individuales no coincidían ya con la retórica pública. Durante los años de Weimar (1919-1933), tras la derrota de Alemania, los Días de Agosto daban testimonio de una nación oculta que el desgobierno republicano y la traición de los aliados supuestamente mantenían fuera de la vista. Para los nazis, la toma del poder en 1933 dio finalmente una forma política sólida a los sentimientos nacionalistas expresados de manera tentativa en 1914. Incluso tras la destrucción del Tercer Reich, persistió el mito de agosto de 1914, porque se ajustaba perfectamente a las concepciones de los historiadores revisionistas que explicaban el inicio de la primera guerra mundial y el surgimiento del nazismo como el resultado de un autoritarismo ubicuo e institucionalizado.[14] Según esta visión, la guerra fue el resultado de un nacionalismo irreflexivo, alimentado por tradiciones autoritarias arraigadas en la historia alemana.

Lo que sorprende en estas narraciones dominantes es que todas ellas suponen que las masas eran unánimes en su determinación nacionalista, aunque cada relato le adjudica un valor político diferente. Sin embargo, en los últimos diez años, los historiadores se han sentido cada vez menos satisfechos con este cuadro monolítico del nacionalismo alemán. ¿Realmente las multitudes reunidas en Unter den Linden ansiaban combatir? ¿«Entusiasmo por la guerra» es realmente la expresión adecuada para describir los acontecimientos de julio y agosto de 1914? ¿Las multitudes representaban a toda Alemania? Cuando los alemanes se reunieron, ¿olvidaron realmente las disputas partidarias y religiosas, tal como sostenía el Káiser?

Es fácil pero no exacto atribuir los numerosos movimientos y gestos de esos días de verano al fantasma del militarismo alemán que, de algún modo, se apoderó de las víctimas y las hizo marchar a la guerra. Un análisis más detallado de las demostraciones públicas revela un cuadro más complejo. En primer lugar, tantos (si no más) berlineses manifestaron contra la guerra como a favor de ella. El martes 28 de julio, tal vez un número no menor de 100.000 trabajadores asistió a reuniones del Partido Social Demócrata, celebradas en su mayoría en los distantes barrios proletarios de las afueras de la metrópolis. Una vez finalizadas, alrededor de las nueve de la noche, grupos más pequeños marcharon apresuradamente hacia el centro de la ciudad en un intento por «desacralizar» aquellos lugares nacionales en que se habían congregado los patriotas tres días antes.[15] Los manifestantes fueron, en su mayor parte, bloqueados por la policía, que tenía las estrictas órdenes habituales de mantener a los socialdemócratas, considerados como subversivos por el gobierno, lejos de la Unter den Linden y el Schloss. No obstante, varios miles de manifestante antibelicistas lograron traspasar las barreras de la policía. Sus desfiles de un extremo al otro de la avenida Unter den Linden provocaron a los jubilosos manifestantes, en su mayoría burgueses sentados en los cafés, a iniciar la muy recordada Sängerkrieg (guerra de canciones), en la que los refranes del himno de los trabajadores, La Marsellesa, interrumpían interpretaciones patrióticas de la Guardia sobre el Rin y Salve a ti con la Corona de la Victoria. Ya había pasado la medianoche cuando la policía finalmente logró restaurar el orden. También en otras ciudades se celebraron reuniones a favor de la paz, aunque por lo general éstas fueron eventos tranquilos que carecieron del colorido y la espontaneidad de las manifestaciones patrióticas. Una vez incluidas las contrademostraciones socialistas en el cuadro general, el mito de la comunidad nacional de agosto de 1914 resulta menos creíble.

No eran sólo los trabajadores socialdemócratas quienes estaban confundidos y atemorizados por el giro de los acontecimientos. Una rápida mirada a las páginas de los diarios de finales de julio revela que las ricas descripciones del patriotismo alternaban con reseñas más sucintas de un comportamiento nervioso y convulsionado. Un humor más sobrio prevalecía, por ejemplo, en las regiones limítrofes. Pero incluso en Berlín, lejos tanto de Rusia como de Francia, el lunes 27 y el martes 28 de julio, pudieron verse largas filas de ansiosos ahorradores frente a las puertas de los bancos. Les llevó una semana a los banqueros y funcionarios municipales tranquilizar a los ahorradores lo suficiente como para poner fin al pánico bancario. A la vez, los almacenes estaban atestados de gente; los precios de la harina, las patatas y la sal subían vertiginosamente a medida que la gente se dedicaba a acaparar mercaderías. No es difícil imaginar a los miembros de la misma familia, entonando canciones patrióticas frente al Schloss, cambiando papel moneda por metálico, y haciendo acopio de los alimentos básicos. Incluso si se consideran las manifestaciones patrióticas, con sus canciones y sus desfiles, dejando de lado la ansiedad del pánico bancario y la premura por acumular alimentos, no es fácil saber si estamos frente a una multitud simplemente convulsionada por una serie de alarmantes acontecimientos internacionales o a un pueblo auténticamente entusiasmado por la perspectiva de combatir a los franceses. Los titulares de los diarios siempre habían atraído la curiosidad de espectadores urbanos, ya fuese que éstos informaran sobre el asesinato de un niño en el patio de una vivienda, sobre las consecuencias de un incendio devastador, sobre la llegada de un zepelín a la ciudad, o, como en este caso, sobre la inminencia de una guerra en los Balcanes. El hecho de que las tumultuosas escenas de las manifestaciones públicas recibiesen una amplia cobertura por parte de la prensa y fuesen incluso proyectadas, en cuestión de días, en los cinematógrafos, indicaba el placer y la fascinación que producía en los espectadores la conmoción pública. El bullicio popular en la Schlossplatz era al menos tan sensacional como patriótico.

Y si uno se alejaba apenas unos pasos del grueso del tumulto principal sobre la avenida Unter den Linden, notaba, tal como lo hizo Eugen Schiffer, un diputado liberal del Reichstag, que caminaba con sus hijos, la noche del 1° de agosto, «la seriedad mortal que se había apoderado de la gente». El periódico socialista Vörwarts fue aun menos sentimental. Admitía que «un vasto río de gente» había avanzado hacia el centro de la ciudad, pero «el ánimo general era serio y sombrío». Cada vez que la gente joven intentaba lanzar una ovación, «se extinguía tristemente».[16] Los informes de otras ciudades y otras provincias sugerían que, lejos de ser el núcleo brillante de la excitación popular, el entusiasmo por la guerra era el costado colorido de un humor más lúgubre y atribulado que intranquilizaba a los reservistas de Alemania y a las madres, padres y amantes que dejarían detrás. Fuera de las grandes ciudades, el entusiasmo patriótico era considerablemente menor. El editor de la cosmopolita Schaubühne, Siegfried Jacobson, quien veraneaba todos los años en una pequeña isla del Mar del Norte, encontró a los habitantes locales completamente desinteresados en celebrar una guerra que dejaría tantas granjas sin hombres que las cuidaran. Pongan un altisonante patriota berlinés entre «nuestras quince granjas», exclamó, y no oirán nada.[17]

Cuanto más se agudiza la mirada de los historiadores, más nebuloso se vuelve el entusiasmo por la guerra. Mucha gente fue atraída hacia el centro de Berlín simplemente por los dramáticos acontecimientos del inminente conflicto y el gran espectáculo de las masas. Y sabemos que en los suburbios, las demostraciones a favor de la paz se entremezclaron con largas filas en las puertas de los bancos y los almacenes. No es en absoluto seguro que la mayoría de los berlineses estuviese «levantada y en las calles» porque quería la guerra. Dadas estas evidencias, la idea habitual de una nación de patriotas se ve relegada cada vez más a un fenómeno secundario y nuestra visión del Segundo Imperio admite otras Alemanias menos conocidas que estaban a favor de la paz, que se sentían atemorizadas e inseguras y que, en cualquier caso, no eran hipernacionalistas. La noción de que las elites conservadoras y autoritarias podían, con relativa facilidad, movilizar el sentimiento patriótico para llevar a cabo sus propios fines parece dudosa.

Sin embargo, lo que estas revisiones del cuadro del entusiasmo por la guerra no aciertan a ver, al reducir considerablemente el número de patriotas, una vez restados a éstos los socialdemócratas, los meros curiosos y las amas de casa atemorizadas, es que las multitudes que sí se congregaron hicieron gala de una personalidad política sin precedentes. Si se deja de lado la pregunta excesivamente simplista de qué alemanes estaban a favor y cuáles en contra de la guerra, y se examina de qué modo expresaron los alemanes sus concepciones políticas y de qué manera pensaban su nación, se presenta a nuestra vista una clase muy diferente de manifestación popular.

Las reuniones públicas de julio de 1914 no se asemejaban en nada a las conmemoraciones nacionalistas previas. Ya fuese con motivo del Reichstaggründung (la Fundación del Reichstag), que marcó la fundación del Imperio, el 17 de enero de 1871, o la celebración anual del cumpleaños del káiser Guillermo II, el 27 de enero, o el Día de Sedán, aniversario de la victoria de Prusia sobre Francia, el 2 de septiembre de 1870, o los espectaculares sucesos del «año patriótico» de 1913, durante los cuales el jubileo de plata del Káiser coincidió con el centenario de la Batalla de las Naciones en la que Napoleón había sido definitivamente derrotado cerca de Leipzig, el patriotismo oficial era, en su mayor parte, un patriotismo oficioso, más centrado en torno a legados de los Hohenzollern que en logros auténticamente alemanes. El pueblo jugaba un papel menor en las ceremonias, en las que predominaban la realeza y los notables del Imperio, y prevalecía el protocolo de la corte. Lo que se escenificaba en esos acontecimientos era más la fidelidad de los príncipes alemanes hacia el emperador de Alemania que los lazos comunes que unían al pueblo alemán con dicha nación.[18]

Las autoridades procuraban de manera intermitente inculcar un mayor sentido de comunidad, pero sus esfuerzos eran torpes. Incluso las ceremonias públicas enfatizaban los aspectos paternalistas y patricios de la política alemana. El fastuoso desfile a través de la Puerta de Brandenburgo para conmemorar el jubileo del Káiser, en junio de 1913, por ejemplo, fue cuidadosamente organizado, según consideraciones de rango y estatus, y cuando aparecieron representantes del pueblo lo hicieron más como pupilos bajo la tutela de la nobleza que como ciudadanos competentes; es decir, como veteranos de guerra, miembros de diferentes gremios y escolares. O bien los berlineses marchaban de manera ejemplar detrás de los príncipes o, lo que era más probable, permanecían parados a ambos lados del desfile para echar un vistazo al fasto de la corte. Los críticos sociales lamentaban constantemente la falta de fiestas populares en Alemania como el 4 de Julio o el Día de la Bastilla. Una gran nación necesita un gran pueblo, solía ser el argumento en esos casos. Desgraciadamente, mientras la persona del Káiser dominó como figura central las manifestaciones del nacionalismo alemán, el pueblo alemán permaneció eclipsado. La ola de emoción popular y colectiva en 1914 debe ser interpretada sobre este fondo de un sentimiento incompleto y malogrado de identidad alemana en el que la nación y el estado, el Káiser y el pueblo aún tenían que alcanzar un sereno equilibrio.

Las manifestaciones públicas de julio y agosto de 1914 también marcaron una dramática ruptura con el decoro público de la capital. Durante años, las calles habían sido objeto de un cuidadoso control. Para el desfile militar y las visitas reales, la policía ponía en práctica un fuerte bloqueo de las avenidas principales. En esas ocasiones, el tránsito quedaba por completo interrumpido y los berlineses se veían obligados o bien a cambiar enteramente de recorrido para cruzar la ciudad o tenían que detenerse en el lugar y ver pasar el desfile. Cualquiera que cruzase la ruta de éste corría el riesgo de ser arrestado. El jefe de policía de Berlín, Traugott von Jagow, era famoso por impedir bloquear las principales arterias públicas no sólo a los socialdemócratas sino incluso a cualquier grupo de curiosos interesado en observar un determinado acontecimiento. No había un derecho público sobre las calles, declaraba; las calles eran para el tránsito, o para el Káiser y sus desfiles.[19] Naturalmente, las aventuras coloniales de Alemania y su marina transatlántica habían brindado anteriormente oportunidades para distintas expresiones de nacionalismo popular, pero éstas habían sido limitadas en su alcance. De hecho, cuando los nacionalistas celebraron la victoria del gobierno en las elecciones del Reichstag, en enero de 1907, con aclamaciones en frente del Schloss, la policía intervino violentamente. Considerados bajo esta luz, el número de participantes, el tamaño, y la naturaleza exuberante y espontánea de las demostraciones públicas que tuvieron lugar en Berlín y en cientos de ciudades y pueblos en todo el Reich, en julio de 1914, representaban algo completamente nuevo.

A pesar de los aspectos exageradamente ritualizados de las escenas patrióticas —el itinerario de un extremo al otro de la avenida Unter den Linden, el libro de canciones estándar, el pomposo alarde de los discursos, las denuncias de los socialdemócratas, las demostraciones de lealtad frente al Schloss— las masas eran en sí mismas una imagen bastante novedosa. El mero hecho de intercambiar el rol de espectador en los laterales del desfile por el de quienes desfilaban por las calles, en su mayoría civiles de clase media que tomaron así el lugar de los soldados del Káiser, representaba un acto de audacia. En el verano de 1914, la multitud ocupaba el centro del desborde emocional tanto como el Káiser, por lo que no resulta verdaderamente sorprendente que la prensa —el Berliner Morgenpost, el diario más grande de Alemania, la Berliner Illustrierte Zeitung su publicación semanal más importante, al igual que sus contrapartidas conservadoras, el Berliner- Lokal-Anzeiger y Die Woche — siguieran los pasos de esta extraordinaria criatura con tanta fanfarria. Al leer los diarios, mirar los noticiarios, o sencillamente caminar por la ciudad, los berlineses podían verse a sí mismos, conformando un público nacionalista con un peso político y con una voluntad política. Comenzaban a proyectar la nación como una colectividad más abarcativa y menos jerárquicamente constituida.

Tan novedosas eran las manifestaciones patrióticas que la policía reaccionó con considerable malestar: las multitudes no obedecían a una coreografía establecida por el régimen. En las primeras noches de las demostraciones, los oficiales de policía se limitaron a vigilar atentamente las procesiones, señalando comportamientos violentos y ordenando que las banderas fuesen tratadas con respeto. Para el tercer día, la policía dispersó a las multitudes como «chusma», como algo que debía ser «interceptado, sofocado y disgregado», muy a la manera en que debían serlo las manifestaciones socialistas.[20] El martes 28 de julio, se prohibieron por completo las reuniones en el centro de la ciudad. El Káiser en persona pareció molesto frente a la multitud. En su primera y muy breve aparición pública, tras su regreso a Berlín, el 31 de julio, exhortó a los patriotas congregados en la Schlossplatz a «ir a sus iglesias, arrodillarse ante Dios, e implorar su ayuda para nuestro valeroso ejército»; en otras palabras, les pidió que se dispersaran y se reagruparan bajo los auspicios de la autoridad tradicional.[21]

El malestar del Káiser y de la policía y la fascinación de la prensa evaluaron el mismo fenómeno: la creciente independencia del régimen que habían adquirido las masas. No cabía duda de que los patriotas no se oponían de modo alguno al monarca. El pueblo alemán llenó, en reiteradas oportunidades, con su presencia la Schlossplatz para reconocer el papel central que desempeñaba el káiser dentro de la historia nacional. Y su discurso desde el balcón el sábado 1° de agosto, brindó la nota emocional para la crisis de toda esa semana. No obstante, la multitud se valía, al mismo tiempo, de tradiciones políticas que la monarquía no abarcaba.

El movimiento de ida y vuelta entre el Schloss —que aún se mantuvo a oscuras durante la primera manifestación— y la Königsplatz resulta revelador. En un extremo del pasaje patriótico se encontraba el palacio de Guillermo II, en el otro la estatua de Bismarck, invocado reiteradamente por la multitud como un patriota ejemplar. Ya el 25 de julio, por ejemplo, los oradores realizaban comparaciones entre Bismarck y Bethmann-Hollweg. ¿Se mostraría el actual canciller digno de su predecesor?, preguntaban. Aunque en su época, Bismarck, el «canciller de hierro», difícilmente fue considerado como una figura populista, se cultivaba su recuerdo como una manera de celebrar los logros y la unidad del pueblo alemán. En los últimos años anteriores a la guerra, se habían erigido decenas de estatuas de Bismarck en las plazas de las ciudades de todo el Reich. Más que la figura del Káiser, era el propio Bismarck quien era aclamado como el «más grande de todos los alemanes» y el «forjador» del Imperio.

Esta suerte de activismo nacionalista era siempre más evidente en Prusia que en Baviera, donde la lealtad al reino católico seguía siendo fuerte. Sin embargo, un sentimiento de identidad más amplio y claramente alemán había comenzado a afirmarse. Podía reconocerse, de norte a sur, una forma vernácula, casi kitsch, de nacionalismo en actitudes tan simples como la lectura sobre modas o artefactos en revistas ilustradas, tales como Die Woche y la Berliner Illustrierte Zeitung, la celebración de los gigantescos zepelines que sobrevolaban el campo, y el repertorio común de marchas militares que escuchaban los alemanes los sábados por la tarde. Las idas y venidas de las masas entre el Schloss y la estatua de Bismarck, en la Königplatz, constituían los primeros pasos tentativos hacia la declaración de la soberanía política del pueblo. Describir todo esto como un simple entusiasmo febril por la guerra es perder de vista la creciente dimensión popular de las manifestaciones nacionalistas. Y dado que las masas se congregaban tanto en el Múnich bávaro como en el Berlín prusiano, esas manifestaciones indicaban también el importante papel que la nación había llegado a desempeñar en la imaginación del pueblo.

No hubo jamás una simple identidad alemana a la espera de ser transformada en un nacionalismo articulado por la fuerza de grandes acontecimientos. Alemania siempre fue algo muy distinto para bávaros, sajones y prusianos o, llegado el caso, para granjeros, trabajadores y maestros de escuela, o para hombres y mujeres. Sin embargo, en los primeros años del siglo XX, los alemanes, que compartían una incipiente cultura de consumo y observaban las mismas imágenes en la prensa nacional, se volvieron cada vez más parecidos entre sí. Su deseo de símbolos nacionales comunes, de un himno oficial o un feriado nacional oficial, también se volvió más pronunciado. La consolidación de esa identidad nacional no oficial, gestada desde abajo, es lo que los observadores y los participantes creyeron estar presenciando, cuando las multitudes se congregaron de forma tan rápida y espontánea en julio y agosto de 1914. Y una vez que las primeras manifestaciones fueron consideradas de orientación «nacional» en la prensa y en las conversaciones cotidianas, las ulteriores manifestaciones se convirtieron precisamente en eso, un lugar para soñar la nación. Además, el marco nacional se adecuaba tan perfectamente a esos sucesos locales porque el nacionalismo vernáculo expresaba la impaciencia popular frente a la rigidez política del imperio. Hablar de la causa alemana en 1914 era albergar la idea de una nueva política y pensar en un nuevo comienzo. En ese sentido, el nacionalismo alemán, entendido al menos como un proceso no oficial distinto del estado, está estrechamente ligado con el renacimiento cultural.[22]

Durante los cuatro inviernos consecutivos que duró la guerra, los alemanes movilizarían sus energías, revitalizarían la vida pública y reordenarían sus concepciones políticas más en torno a la nación que al estado o la monarquía. La primera guerra mundial, más que ningún otro fenómeno del siglo XX, transformó el nacionalismo alemán, confiriéndole una profundidad emocional, y ligándolo a la reforma social y a los derechos políticos del pueblo. Naturalmente, los alemanes no experimentaron los años de guerra de formas unánimes o uniformes. De hecho, las tensiones sociales entre trabajadores y patrones y entre la izquierda y la derecha del espectro político se intensificaron en 1918. Pero la guerra proveyó un marco nacional dentro del cual los alemanes interpretaban sus experiencias y daban voz a sus aspiraciones. Durante esta emergencia pública, se debilitó la tradicional lealtad hacia la monarquía, a la par que proliferaron nuevas concepciones de la comunidad nacional, que iban desde el socialismo utópico hasta el racismo ario. La propaganda bélica alentó la construcción de la nación. La guerra revelaría más tarde la importancia fundamental de ese desplazamiento desde el castillo, donde la gente observaba y aguardaba la aparición de su monarca, hacia la estatua de Bismarck, donde los patriotas habían cantado y expresado con total libertad sus propias ideas.

Los Días de Agosto

El tumultuoso período que siguió a la movilización del ejército, el 1° de agosto, a la declaración de guerra contra Serbia, Rusia y Francia, y luego contra Gran Bretaña, a las ovaciones que aclamaron el voto unánime de los socialdemócratas en el Reichstag, a favor de los créditos de guerra, el 4 de agosto, a la primera victoria, cuando las tropas alemanas tomaron por asalto la fortaleza belga de Lieja, el 7 de agosto, y a la toma de Bruselas el 21 de agosto; ese período extraordinario ha sido recordado como los Días de Agosto.[23] Los reservistas se congregaron, bajo una lluvia de flores, en las estaciones ferroviarias para movilizarse hacia el frente de batalla, mientras comerciantes de edades por encima de la reglamentaría y adolescentes demasiado jóvenes se apresuraban a acudir a las oficinas de reclutamiento, y muchachas de todos los estratos sociales se enrolaban en los cursos de la Cruz Roja. Un profundo sentimiento de propósito nacional parecía aunar facciones políticas de lo más diversas. Lo que el Káiser denominó la Burgfrieden, la «Paz de la Fortaleza», prometía borrar las divisiones entre trabajadores y las clases medias, entre los socialistas y los conservadores, entre los protestantes y los católicos, y entre Prusia y los estados más pequeños de Alemania. Para muchos alemanes, la declaración de guerra en agosto de 1914 completó finalmente el proceso de unificación nacional que había quedado inconcluso y malogrado desde la fundación del Reich, en enero de 1871. Para el historiador Friedrich Meinecke, los Días de Agosto constituyeron un tesoro «de la especie más excelsa». Los alemanes habían logrado vislumbrar un genuino sentido de comunidad: «Se percibía en todas las esferas que no se trataba simplemente de una alianza celebrada con el fin de obtener algún provecho; sino que hacía falta una renovación interna y total de nuestro estado y de nuestra cultura».[24]

El ciudadano medio se maravillaba de ver cómo la guerra hacía que «todo pareciese nuevo». La movilización había obligado a Ernst Glaeser, de doce años, a interrumpir sus vacaciones en Suiza. Cuando su tren cruzó la frontera, «recorrió las ricas dehesas… de todas las ciudades y de todos los pueblos se alzaban gritos de júbilo. Estaba deslumbrado. El mundo parecía transfigurado».[25] Una Alemania más íntima se había revelado a la vista de todos. «Tienes que ver esto», exclamó llena de entusiasmo Johanna Boldt en Hamburgo: «el patriotismo de nuestro edificio, el número 88 y 86 de la Hohenluftchaussee. Todo cubierto de banderas y estandartes allí en Hass, Schlömer, Dührkopp, Häfner, Ernst… Hasta nuestra pequeña Edith ha sacado por la ventana una bandera de diez centavos». El Día de Sedán, el aniversario de la victoria de Alemania sobre Francia en la última guerra, promovió más celebraciones: «Una multitud de personas, cantando, gritando… avanzando lentamente a empujones por las calles». En reiteradas oportunidades, los observadores identificaron a la multitud como una criatura completamente nueva. «¡Qué entusiasmo!» informaba Johanna a su marido en una carta, «qué alboroto», algo, «querido, que deberías haber visto».[26] Esta camaradería era algo notable porque era percibida como un fenómeno sin precedentes. Cuando comenzaron a circular las noticias de las victorias alemanas, los patriotas se sintieron gratamente sorprendidos al ver banderas imperiales negras, blancas y rojas flameando en las ventanas de los conventillos más humildes de Berlín, «hasta en el tercer y cuarto patio posterior».[27] «La guerra, la guerra había traído consigo un regalo inesperado», fue la reflexión de Kurt Riezler, consejero del canciller Bethmann-Hollweg: «la gente se ha levantado: es como si antes no hubiese existido y ahora de pronto aquí está, poderosa y sobrecogedora».[28] Superando las rígidas restricciones sociales y las antiguas divisiones de clase, los Días de Agosto parecían obrar la magia de la unidad nacional desde los cimientos mismos de la sociedad.

Pero la magia se desgastó. Todos los años, en el aniversario de los Días de Agosto, fantaseaba el crítico vienés Karl Kraus, en 1925, alguien debería reunir a todos los exaltados historiadores, a los aturdidos niños de doce años, y a las asombradas jovencitas que habían balbuceado sobre la justa causa de Alemania. Luego «debería obligárseles a leer de nuevo todo lo que escribieron en ese momento». Dada la inútil resistencia de millones de soldados en el frente, la enorme cantidad de bajas durante las ofensivas realizadas «por encima de las trincheras», y las duras penurias del país, la efervescencia de los escritores, tales como Herman Bahr, quien creyó que reconocía «a la verdadera Alemania el 1° de agosto» y saludaba a la guerra como «una bendición», o del joven Ernst Toller, quien describía la «fuerza mágica» de las palabras «Alemania, Patria, Guerra», parecían obscenas.[29] Para Kraus, la Gran Guerra sólo perduró como una frase grotesca citada con temor: la «Gran» Guerra.

Aunque no tuvo jamás la oportunidad de llevar a cabo su lección de instrucción cívica, Kraus hablaba por una generación de intelectuales de posguerra, para la cual los lúgubres cómputos de noviembre de 1918 habían desmentido la brillante promesa de agosto de 1914. Para Glaeser, quien más tarde se convertiría en un célebre novelista, el poder transfigurador de la guerra que había «vuelto todo hermoso» pronto se evaporó. A pocos meses de iniciada la guerra, se había creado «un nuevo frente», esta vez formado «por mujeres contra una alianza de gendarmes» que intentó en vano impedir que civiles hambrientos requisaran alimentos en los campos. De hecho, concluyó Glaeser, «nuestras madres estuvieron más cerca de nosotros que nuestros padres», una síntesis elocuente de cómo la gran guerra de los ejércitos alemanes había quedado reducida a una lucha desesperada por encontrar alimentos y carbón para los hogares.[30]

En gran medida, Kraus estaba en lo cierto. La historia de la guerra podía ser interpretada como un largo relato de desilusión. Desde un primer momento, los sufrimientos privados se mezclaron con los festejos públicos. Johanna Boldt escribió a su marido el «tercer domingo sin mi querido esposo», el 23 de agosto, que «los cañones alemanes tronaron a las puertas de Namur». Eso era motivo de una gran excitación. «Todo el mundo está entusiasmado», contaba. Pero luego, «el llanto y el dolor que llegan después. Ayer el 6; la lista de bajas con más de 800!»[31] El tercer domingo de agosto significó no sólo padres e hijos lejos de sus hogares, sino también la pérdida de ingresos, a medida que los encargados de proveer el sustento familiar eran movilizados o suspendidos de sus trabajos, al decaer bruscamente el volumen de los negocios. En algunas ciudades el índice de desempleo en el otoño de 1914 alcanzó el 40%, una catástrofe totalmente reñida con el clima general de prosperidad económica que había reinado durante los cuarenta años desde la unificación de Alemania. Sin una ayuda por desempleo de parte del estado, los trabajadores y sus familias dependían del apoyo de los sindicatos obreros (si estaban afiliados), de fondos municipales (no todas las ciudades eran generosas), o, en los casos más humillantes, de las sociedades de beneficencia. Naturalmente, estas penurias quedaban circunscriptas al interior de los hogares. Eran invisibles para los alborozados manifestantes que inundaban las calles para celebrar la toma de Lieja o de Namur. Sin embargo, en un conventillo tras otro, tal como apuntó en su diario un joven socialista de Hamburgo, imperaban «condiciones de empobrecimiento, mujeres llorando, desempleo, desesperación».[32]

Incluso una vez disminuido el desempleo, después de que la producción bélica se adaptó a los requerimientos de un conflicto prolongado, las familias de los soldados conscriptos continuaron padeciendo penurias financieras que las modestas pagas gubernamentales para las Kriegerfrauen (mujeres de combatientes) no podían aliviar. Para fines de 1914, un número creciente de madres se vio obligado a trabajar, «para hacer las veces de sus maridos», como solía decirse, aunque tenían que procurarse la ayuda de parientes o hermanos mayores para que cuidaran de sus hijos más pequeños. A la vez, continuó la espiral ascendente de precios que había comenzado durante la movilización, dejando cada vez más productos básicos fuera del alcance de las familias de trabajadores. De acuerdo con los cálculos realizados por el sindicato de trabajadores de la construcción de Hamburgo, una familia de cuatro miembros tenía que pagar el 50% más para alimentos en junio de 1915 que en junio de 1914, mientras que los salarios seguían siendo bajos. Como resultado de esa situación, subió enormemente el consumo del pan más barato, de centeno, y del alimento básico de los pobres, las patatas. Pero ni siquiera esos ajustes en la dieta cotidiana pudieron compensar las consecuencias del bloqueo de alimentos por parte de los aliados y la desastrosa cosecha de 1915.[33]

No sorprende entonces que en el verano de 1915 las asociaciones privadas de beneficencia y las oficinas municipales de Hamburgo operasen 58 comedores populares que servían diariamente 30.000 platos. Un año más tarde 70 comedores preparaban 100.000 platos por día.[34] A la vez, el Reich introdujo el racionamiento, primero del pan y, finalmente, de las patatas, la leche, la carne, la grasa, el jabón e incluso de la vestimenta. Nada tuvo un impacto más devastador sobre la moral de la población durante esos años de guerra que el deterioro de la situación alimentaria, que ya era seria en 1915, cuando aparecieron las cartillas de racionamiento y los comedores, pero se volvió catastrófica en el frío invierno de 1916-1917 cuando no quedaba mucho más que nabos para comer.[35] Y mal aprovisionados o no, todos los alemanes en el frente civil ya comenzaban a ver un número creciente de lisiados por las calles, y recorrían con ansiedad las listas de bajas publicadas en los diarios y colocadas en los lugares públicos: 123. Verlusliste, 124. Verlustliste, 125. Verlustliste.

… Augustinus Kliemann, Fritz Bodschwinna, Bruno Rost, Richard Karkutsch, August Kleineberg, Gustav Gerlach, Franz Jux, Martin Liermann, Karl Kleist, Leopold Bensch, Hermann Voss, Huge Druse julian Kortas, Hermann Hack, Fritz Raetschuss, Franz Grossien, Emil Mayer, Gustav Albien, Wilhelm Apholz, Ernst Naumann…

«El ánimo general está tan deprimido», confesó Johanna a su marido en algún lugar del frente oriental a comienzos de octubre de 1914: «ninguna bandera, ninguna edición extra».[36]

Los soldados también se fueron desmoralizando. «Esta mañana me encontré con una señorita que conozco», escribió el exaltado Walter Limmer, un estudiante de derecho de Leipzig, el segundo día de la movilización; «me sentí casi avergonzado de que me viera en ropas civiles». No obstante, sólo un mes más tarde, el reservista uniformado describía la guerra como «espantosa» y «aterradora». Limmer murió en el frente occidental unas semanas después, el 24 de septiembre de 1914.[37] Incluso antes de encontrarse expuestos al fuego enemigo, los reclutas perdieron el entusiasmo como resultado de las pesadas rutinas y la rígida disciplina de los oficiales de carrera.[38] Los libros de historia habían mentido, escribían los combatientes a los seres queridos en sus hogares. El combate industrial invalidaba las ilusiones sobre las proezas en batalla o el «culto de la ofensiva». «La única esperanza que podemos albergar», confesaba un voluntario en abril de 1915, «los únicos sueños que tenemos para el futuro están contenidos en una sola palabra: Paz».[39] Los historiadores del frente nos relatan que durante 1915 el entusiasmo por la guerra dio lugar a un fortalecido sentido del deber hacia los compañeros, y para 1918, tras el fracaso de la gran ofensiva de primavera en su intento por hacer retroceder las líneas aliadas, al total agotamiento y a lo que los estudiosos llaman una «huelga de soldados encubierta» de quizá un millón de desertores y de soldados que eludían las tareas de guerra.[40] En el frente de batalla y en Alemania, el alegre carnaval de agosto de 1914 había dado paso a cuatro duros años de «miércoles de cenizas».[41]

Pero la lección de instrucción cívica de Kraus también obedecía a una visión parcial de los hechos, porque la historia de la guerra también puede ser narrada como un largo cuento acerca de cómo un pueblo aprendió a valerse por sí mismo. Es verdad que los sentimentales versos de la poesía bélica no perduraron, pero el trabajo cívico emprendido para aliviar las penurias de la guerra continuó y su carácter popular tuvo consecuencias mucho más trascendentes. La asistencia ofrecida a los más necesitados por distintas organizaciones durante la guerra no puede ser sencillamente descartada como una forma exagerada de compasión. A lo largo de todo el conflicto, los ciudadanos se organizaron para proveer ayuda social, recolectar materiales de guerra, brindar alivio a los soldados heridos y lisiados y levantar la moral, y lo hicieron mucho antes que el gobierno. Esta actividad pública sin precedentes pasó luego a los nuevos acuerdos de colaboración concertados entre los movimientos obreros y la industria y entre los movimientos obreros y el ejército, de modo que, tras el fin de la guerra, fue posible vislumbrar un conjunto social más progresista. Incluso la fuerza de trabajo, compuesta por un número creciente de mujeres, que trabajaba jornadas más largas a un ritmo más acelerado y con menos calorías, permaneció notablemente serena. Las huelgas industriales y los alborotos por falta de alimentos, que estallaron particularmente durante los duros meses de carestía en 1917, no fueron en suma políticamente decisivos. Los pedidos de los socialistas radicales de poner fin unilateralmente a las hostilidades hallaron poco eco en el pueblo.

En el infierno del frente de batalla, prácticamente todos los soldados siguieron obedeciendo órdenes hasta los últimos seis meses de la guerra. Quienquiera que lea las cartas manuscritas del frente de batalla recibirá una vivida sensación de las horrorosas condiciones y las privaciones diarias sufridas por los hombres, y también la fuerte impresión de que los soldados luchaban con un sentimiento de lealtad a su nación. «Las grandes frases» sobre el honor y el deber seguramente habían perdido su resonancia, pero mientras los soldados pudiesen interpretar su servicio en el frente dentro de un marco más amplio de significado continuarían luchando.[42] De hecho, lo hicieron aun cuando hallaron poco convincentes las versiones oficiales de por qué Alemania estaba en guerra. No cabe duda de que la experiencia de los conscriptos en el frente de batalla, de las jóvenes madres, de los trabajadores de armamentos, y de los empobrecidos empleados públicos contradecía diariamente los ideales a menudo almibarados de la Burgfrieden. No obstante, mientras se ensanchaba la brecha entre ricos y pobres, entre trabajadores calificados y no calificados, y entre soldados y oficiales, los alemanes expresaban su disgusto con las desigualdades económicas y sus esperanzas de paz en un vocabulario que destacaba el bien común y los intereses públicos. Aunque la movilización por la guerra no colmó las idealizadas esperanzas de una genuina Volksgemeinschaft, una comunidad nacional, confirió credibilidad y legitimidad a esas esperanzas y, de ese modo, allanó el camino para la promesa de la revolución de noviembre de 1918. No pretendo minimizar de ningún modo el sufrimiento del pueblo alemán durante la guerra, sino sostener que la movilización moral y política siguió siendo sorprendentemente fuerte y que incluso en los lugares en que ésta sufrió un evidente desgaste permitió una nueva concepción de la organización social y política.

La guerra de todos

La guerra pertenecía a todos, y se convirtió en la trama personal de 66 millones de vidas individuales. La guerra también transformó la manera en que los alemanes se veían unos a otros y en que pensaban a la nación. No había un solo alemán adulto que no tuviese una conexión íntima con la conflagración. Entre agosto de 1914 y julio de 1918, 13.123.011 hombres sirvieron en el ejército alemán. Casi el 20% de la población total y el 85% de todos los varones aptos había sido movilizado para combatir. De todos los hombres reclutados, uno de cada tres estuvo en el frente en un momento dado. «Voluntariamente o no», escribe Richard Bessel, «millones de soldados habían sido desarraigados de su existencia civil y, tras un período de instrucción relativamente corto, enviados a la guerra. De un mundo caracterizado por la paz y la estabilidad fueron catapultados a un mundo signado por la muerte y la destrucción».[43]

Al mismo tiempo, los trabajadores, muchos de los cuales fueron luego reintegrados por las autoridades a las industrias bélicas vitales, tuvieron que adaptarse a un mercado laboral cada vez más volátil. El trabajo en las industrias relacionadas con la guerra creció el 44%, mientras que en el resto de las industrias cayó el 40%, con el resultado neto de que los trabajadores experimentaban «un grado extraordinario de fluctuación, movilidad y de renovación del personal».[44] La indicación más obvia de que las condiciones de trabajo se habían visto radicalmente alteradas era la presencia de tantas mujeres en sectores dominados tradicionalmente por hombres, como la industria metalúrgica y en la operación de maquinarias o en trabajos muy visibles como la conducción de tranvías. «Mujeres, por todas partes mujeres», escribía la Rheinische Zeitung de Colonia a mediados de 1917, aunque de hecho la proporción femenina en la fuerza de trabajo total sólo creció modestamente durante la guerra.[45]

Bajo las condiciones apremiantes del conflicto «siempre ocurría algo». Las oficinas del gobierno se mantenían permanentemente abiertas, las fábricas instituyeron el trabajo nocturno, de modo que el tránsito en Berlín se incrementó en un 60%: los 29 millones de pasajeros de tranvías anuales de 1913 se convirtieron en 44,6 millones en 1918.[46] La situación en las plantas industriales no era menos dramática. «Casi todas las noches una o dos mujeres se desmayaban junto a las máquinas», recordaba Karl Retzlaw, un obrero que trabajaba en la Fábrica de Cables Cassirer: «Algunos días de invierno, no teníamos calefacción y los trabajadores se quedaban parados por ahí, sin ganas de trabajar o incapaces de hacerlo». Y en la cantina, «casi diariamente reñían a gritos y a veces a puñetazos».[47] Aunque estos recuerdos difícilmente representen un testimonio sobre la solidaridad entre los trabajadores o sobre la fuerza de la Volksgemeinschaft, confirman la opinión de que la guerra otorgó a los alemanes una vasta gama de impresiones.

Casi todas las familias tenían parientes en el frente e historias para contar sobre la lucha en los combates, sobre el modo de procurarse alimentos, de ayudar a refugiados y soldados heridos y sobre el arduo trabajo en las fábricas de municiones. La guerra se convirtió, por consiguiente, en lo que los alemanes denominan un Volksgut, un bien del pueblo, un tesoro compartido por todos, y como tal resistente a ser manipulado por el gobierno. Éste era un acontecimiento en el que las historias, en su mayoría, eran escritas por gente común. Naturalmente, después de la guerra, el gobierno y el ejército alemanes hicieron circular historias oficiales. Desde 1917, existe un flujo constante de libros de historia sobre las batallas importantes y los generales más destacados. Pero esta producción no puede compararse con los millones de cartas, poemas, canciones y artículos de periódicos escritos por la gente durante el conflicto.

El archivo del pueblo se volvió inconmensurablemente vasto durante la guerra. Los sentimientos de patriotismo calaron tan hondo que en un solo mes, agosto de 1914, se escribieron más de un millón y medio de poemas en honor de los soldados alemanes.[48] Las estimaciones indican que se despacharon veintinueve billones de piezas postales entre el frente de batalla y el frente civil en los cuatro años que siguieron a la movilización. Todos los días, diez millones de cartas, postales, telegramas y paquetes llegaban al frente, y todos los días casi siete millones eran enviados a los hogares.[49] Muchos maridos y mujeres se mantenían comunicados diariamente, promoviendo así las comparaciones entre el drama de la guerra y las intimidades del amor·. «Schatzlieb, ahora nos escribimos más que cuando estábamos noviando», comentó asombrada Johanna Boldt.[50] No fue sólo que la primera guerra mundial generó innumerables versiones individuales del conflicto, sino que los individuos tomaron además todas las precauciones para garantizar que sus versiones quedaran registradas. Millones de escritores de los años de guerra, que estaban obligados a revisar sus propias impresiones para que coincidieran con la política oficial, sentían una fuerte indignación contra la censura militar.[51] Aun así, los pastores protestantes, los alcaldes y los diputados del Reichstag recibían miles de cartas, detallando injusticias cometidas en el frente y exhortando a diferentes vías de acción.[52]

Esta correspondencia estrictamente privada logró ganarse un lugar excepcionalmente importante en los medios públicos. Fueron las experiencias personales más que las versiones oficiales las que se convirtieron en la moneda corriente con la que el pueblo intercambiaba las lecciones que extraía de la guerra. Las revistas ilustradas prestaban una especial atención a la manera en que el conflicto había transformado la vida común de la gente, siguiendo la exaltación de las masas por las calles de Berlín, en julio, ilustrando las conmovedoras despedidas en las atestadas estaciones de tren, en agosto, describiendo el contenido de las postales y las cartas que viajaban entre el frente y los hogares en los meses siguientes.[53] Desde el principio mismo de las hostilidades, los principales diarios de Alemania, incluyendo la prensa socialdemócrata, tradicionalmente hostil a la guerra, publicaron miles de Feldpostbriefe (cartas del frente). Huelga decir que la selección de esas cartas era a menudo tendenciosa y reflejaba convenciones literarias sobre el honor, la valentía y el sacrificio. No obstante, los editores sentían claramente la necesidad de incluir perspectivas populares dentro del cuadro general del conflicto, precisamente lo que la oficialidad alemana no había sabido o querido hacer en las celebraciones nacionales de preguerra. Para fines de 1918 se habían publicado más de 97 ediciones separadas de cartas de guerra, siendo la más importante la Kriegbriefe deutscher Studenten (Cartas de Guerra de Estudiantes Alemanes) de 1916, por Phillip Witkop.[54] Los Feldpostbriefe volvieron a ser publicados en periódicos y leídos en voz alta en veladas patrióticas celebradas por grupos de mujeres y congregaciones eclesiásticas.[55] El alto mando reconoció finalmente el poder de estas cartas no oficiales y por completo comunes, y las incorporó a la «ilustración» patriótica que recibieron las tropas durante los últimos dos años de la guerra.[56]

Los diarios intentaron hacer de cada lector un espectador de la guerra, acompañando los boletines oficiales que dominaban las primeras planas, con la presentación, en la última página, de tours folletinescos a los campos de batalla, a las áreas donde estaban estacionadas las tropas, y a los hospitales de campo. Las editoriales publicaron millones de postales, panfletos, novelas de diez centavos, memorias, crónicas y litografías, a menudo inscriptas con la leyenda Aus grosser Zeit (De una gran época), para un público ansioso por reunir sus propios archivos y confeccionar sus cuadernos de recortes de la epopeya nacional. Los alemanes también reacomodaron sus vitrinas de souvenirs y objetos curiosos según un orden patriótico. Los retratos de héroes, tales como el general Hinderburg y más tarde de ases populares como Oswald Boelcke y Manfred von Richthofen, aparecieron en ceniceros, moños, banderas y otros artículos kitsch. Y la industria alemana del juguete llevó el frente occidental a la sala de juegos de los hogares de todo el Reich, durante cada una de las cuatro Navidades que duró el conflicto. Mientras el pueblo alemán escribía cartas, releía los Feldpostbriefe, elegía postales, compraba chucherías, iba tomando posesión de los acontecimientos públicos, y los volvía propios. No se trata tanto de saber si Walter Limmer o Johanna Boldt apoyaron la guerra con entusiasmo o no, sino de captar cómo su íntimo compromiso con la enorme conmoción provocada por el conflicto y su reflexión sobre su significado modeló sus actitudes políticas hacia la nación. Consciente o inconscientemente, la guerra estaba forjando una identidad marcadamente alemana.

El archivo del pueblo también tendía a representar el conflicto en términos explícitamente nacionalistas e incluso racistas. La retórica popular y callejera, y las canciones patrióticas hacían un uso descarado de crudos estereotipos nacionalistas. Los alemanes describían a los rusos como «hunos», incluso antes de que los británicos utilizaran el epíteto contra los alemanes.[57] Y en ambos bandos, la propaganda de guerra y los rumores fabricaban tétricas historias de atrocidades que transformaban al resto de los congéneres europeos en horrendos bárbaros, aunque los diarios más libres y arriesgados de los aliados probablemente fueron más efectivos en esto que sus contrapartidas alemanas. Al mismo tiempo, las interacciones cotidianas de la calle impusieron la «limpieza étnica» del lenguaje de los lugares comunes. Los alemanes abandonaron los ubicuos «adieu» de sus despedidas y borraron docenas de otras palabras extranjeras de su vocabulario corriente. Desde Bad Kissingen, Heinrich Mann informó que los ociosos huéspedes del spa se multaban entre sí por el empleo de palabras del enemigo: “para el francés: 5 centavos; para el ruso: 10 centavos; para el inglés: 15; para el italiano: 20». Incluso el periódico socialista Vorwärts exhortaba a sus lectores de clase trabajadora a sustituir los términos extranjeros por palabras en «buen alemán». En este clima, no sorprende que los alemanes sentados en los cafés exclamaran «tres fuertes ¡viva!» cuando se enteraron de la magnitud de las bajas rusas, en el otoño de 1914, y estallaran en vítores y aplausos por el hundimiento del Lusitania, en la primavera siguiente.[58]

Los cuadernos personales con cartas, recortes de diario y postales que tantas familias alemanas llegaron a poseer eran sólo fragmentos materiales de una gama mucho más vasta de actividades de tiempos de guerra. Aunque la cifra a menudo citada de un millón y medio de voluntarios, en su mayoría de clase media, en los primeros meses de la guerra es muy alta, podemos estar seguros de que rondaron los 300.000, y cada uno de ellos tenía que tomarse el trabajo de encontrar un regimiento de reservistas con vacantes que pudiese incorporarlo.[59] Este reclutamiento de hombres tuvo asimismo impresionantes repercusiones entre los civiles que permanecieron en sus hogares, ansiosos por unirse a los trabajos de asistencia, por participar en las asambleas patrióticas o por apoyar las campañas de caridad. A partir de agosto de 1914, los barrios de las ciudades alemanas estaban rebosantes de una actividad cívica sin precedente, actividad que pasó prácticamente inadvertida para los historiadores.

En la Weissenburger Strasse de Berlín, Käthe Kollwitz contempló a su hijo Peter partir hacia la guerra. Esa mujer, miembro del Partido Social Demócrata, casada con un médico que había consagrado su vida a cuidar a los pobres de la capital, y, a la vez, una famosa artista de la Secesión de Berlín, no era muy susceptible a sentirse conmovida por la algarabía de Friedstrasse. Sin embargo, tras observar a su hijo obedecer tranquilamente el llamado a las filas, Kollwitz anotó esta reflexión en su diario: «También yo sentí como si estuviese viviendo una renovación, como si los viejos valores ya no se mantuviesen en pie y todo tuviese que ser reexaminado. Me sentía lista para sacrificarme». Cuatro días más tarde, el 10 de agosto de 1914, Kollwitz comenzó a trabajar en la «Comisión de Ayuda» de la Nationales Frauendienst (Servicio Nacional de Mujeres). Su tarea era indagar sobre las necesidades de las esposas y los hijos que los soldados habían debido abandonar en sus hogares. A la vez, se encontraba distraída por la ubicua presencia de reservistas por las calles, lo que despertaba en ella pensamientos sobre su propio hijo.

Durante esas semanas tuvo lugar una sutil militarización en la vida de Kollwitz: aunque odiaba la guerra y deploraba las horrorosas escenas de devastación en Bélgica y Rusia, comenzó a leer literatura con temáticas militares (Liliencron, por ejemplo) e inició las entradas en su diario, al menos para el mes de agosto, con las principales noticias del conflicto: Lieja, Bruselas, Namur. También realizaba ilustraciones para el patriótico semanario Kriegszeit, más tarde Bildermann, un trabajo que mantuvo durante varios años. Por supuesto, sería tonto sugerir que Kollwitz se convirtió, de pronto, en una apasionada nacionalista alemana. Lo que sucedió fue que la guerra creó circunstancias nuevas, en las que, de repente, gente de distinta raigambre política experimentó «un sentido de deber y responsabilidad para con la Patria», tal como expresó Kollwitz, algo sorprendida por sus propios sentimientos idealistas. Kollwitz tomó muy a pecho el ejemplo de su hijo, quien había postergado intereses personales para servir a la nación (y murió en batalla en el primer otoño de la guerra). Con toda seguridad, ella no estaba sola en esto.[60]

El Nationaler Frauendienst fue la primera y más grande organización de asistencia que movilizó a los civiles alemanes. Establecido por las líderes del movimiento de mujeres de clase media de preguerra, y trabajando en estrecha colaboración con la Cruz Roja, el Frauendienst se puso rápidamente en movimiento para cooperar con su contrapartida socialdemócrata. Bajo el espíritu de la Burgfrieden, socialistas, católicos y judíos encontraron un lugar en las juntas nacionales o de distrito, que pronto se convirtieron en la administración de bienestar social más amplia de Alemania, responsable de asistir a aquellos hogares en los que el sostén familiar había sido movilizado al frente de batalla o había quedado sin empleo por la rápida merma de la economía. Ocasionalmente, las municipalidades subvencionaban el trabajo del Frauendienst, pero en la mayoría de los casos, eran las propias mujeres las que recaudaban por sí solas las sumas necesarias.

Dado el alcance de sus actividades y la falta de apoyo gubernamental, lo que realmente impulsaba a los voluntarios a cumplir con las tareas que se imponían era una auténtica sensación de exaltación. En las dos primeras semanas después de la declaración de guerra, por ejemplo, 40.000 jóvenes berlinesas inundaron las oficinas de la Cruz Roja para inscribirse en cursos de Primeros Auxilios, diseñados para 3.000 personas. Para el 5 de agosto, 32.000 mujeres se habían ofrecido como voluntarias en Francfort.[61] En Barmen, una ciudad industrial de unos 172.000 habitantes, un número no menor de 1.200 voluntarios trabajaba día a día, apoyando al Frauendienst. Muchas voluntarias habían desempeñado un papel activo en grupos de preguerra, tales como el Grupo de Barmen para el Trabajo Social, la Asociación de Empleadas del Correo y el Telégrafo, la Unión de Mujeres Israelitas, o el club de Muchachas Alegría; las activistas socialdemócratas también constituían un número importante; pero otras mujeres, en especial de clase media, desempeñaron un rol activo en el trabajo social por primera vez en 1914.[62]

En Barmen, al igual que en el resto de Alemania, la función más importante del Frauendienst era la de conformar las Hiljkomissionen, las comisiones de bienestar social, como aquélla en la que se había incorporado Kollwitz. No había ningún otro lugar al que pudieran recurrir las familias, con el fin de resolver los problemas económicos que surgieron con la movilización. Muy pronto, no menos de 26.000 berlineses consultaban las comisiones cada semana, en busca de consejo sobre problemas impositivos, derechos de locación, pagos gubernamentales, y cosas por el estilo. Para agosto de 1917, las comisiones de la capital habían manejado un total de 1.730.346 consultas.[63]

El Frauendienst finalmente impartió una versión para tiempos de guerra de cursos de economía doméstica que enseñaban a las amas de casa los principios básicos del ahorro. Se difundieron por todos los centros urbanos cocinas de demostración para brindar a las mujeres la oportunidad de aprender cómo hacer durar los presupuestos para alimentos y cocinar comidas baratas y sanas. Además, el Frauendienst preparaba recetas semanales para los suplementos de los diarios y distribuía libros de cocina especialmente diseñados para épocas de guerra, como el Winke für den Krieghaushalt (Consejos para el cuidado del hogar durante la guerra) y Des Vaterlands Kochtopf (La olla de la patria). La particular importancia que adquirió la cocina durante la guerra quedó evidenciada cuando el Frauendienst llenó los mercados de Berlín con invitaciones para asistir a conferencias sobre Krieg und Küche (Guerra y cocina) que habrían de celebrarse, dada la enorme demanda, en la sala plenaria del Reichstag. Un número no menor de 1.500 mujeres asistió a la sesión extraordinaria, la noche del 16 de diciembre de 1914.[64]

Los consejos y las recetas transmitidos por las Hilfkommissionen durante los primeros meses llevaron gradualmente a la administración de servicios sociales y al establecimiento de comedores populares. En un año, el Frauendienst de Barmen operaba centros de atención diurnos, jardines de infantes y salas de lectura. Además, círculos de costura y talleres de distintos oficios proveían empleo a 10.000 personas empobrecidas que fabricaban 435.000 camisas, 50.000 bolsas de dormir, y miles de otros artículos útiles para los soldados que luchaban en el frente.[65] Para fines de 1915, el Frauendienst había reclutado voluntarias para que operasen los comedores populares en casi todas las grandes ciudades. En mayo de 1915, 170 Kriegsküchen (cocinas de guerra) servían comida a 50.000 berlineses. La mayoría de los comedores estaban ubicados en los barrios proletarios del Berlín Este y el Berlín Norte, pero también se abrieron las así llamadas Mittelstandsküchen en la acomodada zona Oeste, en la Potsdamer Strasse, la Maasenstrasse, y en la Prager Platz, donde los «huéspedes» de clase media, como cortésmente los describía el Berliner Tageblatt, debían pagar un poco más (35 en vez de 25 pfennigs), pero eran atendidos en mesas cubiertas con manteles blancos, adornadas con flores, y recibían, al menos una vez a la semana, suculentos platos de espinaca fresca y lengua de vaca, con arroz y salsa de tomate. En la Maasenstrasse era como una gran familia, aseguraba el Tageblatt a sus lectores, «ya que las damas no sólo sirven a sus protegidos comida y bebida, sino que también los ayudan a buscar trabajo y escuchan sus tribulaciones, sus pesares, y sus esperanzas». Este cuadro profundamente sentimental no puede tomarse al pie de la letra; es demasiado armonioso. Sin embargo, esta descripción debe ser interpretada seriamente como una imagen idealizada de la solidaridad y la ayuda mutua que el pueblo alemán llegó a fomentar en esos años.[66]

Ninguna actividad del frente civil fue tan visible o involucró a tantos civiles como las grandes campañas de recaudación, tan familiares a todos los norteamericanos que vivieron la Segunda Guerra Mundial. Las campañas de recaudación de fondos de las primeras semanas de la guerra, como la del diario Mosse, que recaudó 122 millones de marcos en sólo tres semanas, quedaron eclipsadas por los donativos anuales de Navidad y las amplias campañas de reciclamiento de 1915, 1916, y 1917.[67] En este frente, el Nationaler Frauendienst funcionó como el «segundo ejército del país».[68] «Casi todo el mundo femenino», informó la policía con cierta exageración, se ha unido a los círculos de costura con el fin de fabricar ropa para los soldados en el frente.[69]

Ya en 1915 (en el preciso momento en que se publicaba la Verlustliste (lista de bajas) 130, cuando el Reich anunció la Reichwollwoche (Semana de la lana del Reich) para la semana del 18 de enero, tuvo lugar la primera campaña de recaudación organizada. En Berlín, enormes carteles de propaganda expuestos en toda la ciudad exhortaban a los ciudadanos a donar ropa en cualquiera de las 400 oficinas dirigidas por el Frauendienst y atendidas por estudiantes de la escuela media.[70] Día tras día, gigantescos paquetes de ropa fueron transportados a través de la Königplatz hasta el cuartel general de la campaña de recaudación, ubicado en la Krolloper. Los reporteros de los periódicos echaron un vistazo al interior del edificio. «Es sorprendente pensar cuántas chaquetas han sido descartadas», comentaba sonriente el Berliner Tageblatt —«chaquetas de la época en que todo el mundo usaba esos maravillosos motivos florales, chaquetas púrpuras, verdes, rojas». Aún más asombrosa era la enorme cantidad de alfombras, tapetes y moquetas que los berlineses habían tenido cubriendo sus pisos. La guerra era una buena ocasión tanto para la economía estética como para la material. En Barmen hicieron falta cincuenta carretones para trasladar todas las carpetas, frazadas y «chaquetas púrpuras, verdes y rojas» donadas.[71]

Las estadísticas para Barmen, una ciudad que llevó a cabo un exhaustivo y orgulloso cálculo de su actividad durante la guerra, indican que entre julio de 1916 y julio de 1917, el Frauendienst supervisó tres grandes colectas que juntaron 23.891 artículos, incluyendo 11.398 abrigos, 2.434 sombreros, 1.231 pares de zapatos (además de 130 pantuflas), 2.162 cuellos, 40 trajes de baño, 483 cortinas, 16 felpudos, 45 valijas, y 38 tirantes.[72]

El gobierno, las municipalidades y los sindicatos socialistas solicitaron a las amas de casa de Barmen, al igual que a las de Berlín, que juntaran los restos de comida. Todo, desde huesos hasta huesos de fruta, desechos de verduras y restos de la molienda del café podían ser reutilizados. Y una vez más fue el Frauendienst el que aportó el personal para las oficinas de recolección. En 1915 y 1916, la ciudad de Barmen contribuyó con 7.815 kilogramos de huesos de cerezas y ciruelas que fueron triturados para fabricar aceite de cocina. Basureros alemanes recolectaron un total de 4 millones de kilogramos de huesos de ciruela en el verano de 1916, que produjeron 190.000 kilogramos de aceite.[73] También se podía extraer aceite de las semillas de girasol, de frutos silvestres, e incluso de la corteza de ciertos árboles. Poco tiempo después se incorporaron los niños de escuela a la campaña para recolectar semillas del girasol que crecía a lo largo de las vías del ferrocarril y en las márgenes de los campos de granjas.[74] Otras ciudades organizaron campañas de conservación aún más inverosímiles. Aunque pueda parecer increíble, la orgullosa afirmación de Lüdenscheid de que su población infantil mató nada menos que 47.990 mariposas, en una Sonderaktion de agosto de 1917, con el fin de proteger las cosechas, cautiva la imaginación. Como quiera que sea, los niños que se destacaban por sus esfuerzos especiales recibían libros o cuentas de ahorro.[75]

Deben de haber sido éstas u otras Sondersammlungen más hacia el final de la guerra, las que aún pudieron juntar, en Barmen, 25 kilogramos de colillas de cigarrillo y 194 kilogramos de cabellos de mujer, estos últimos para sustituir el pelo de camello y el mohair en las cintas de montaje de las fábricas, lo que llevó al ingeniero agrónomo Friedrich Aereboe a hacer, en los años veinte, la reflexión de que la «psicosis de guerra» había realmente menoscabado el «pensamiento económico racional». Toda la energía gastada en juntar huesos de fruta en Bochum no cubría siquiera el 1% de la demanda de aceite de cocina de la ciudad.[76] Las constantes campañas hicieron perder tiempo y energía que podrían haberse empleado mejor. Se esperaba, por ejemplo, que los maestros de escuela cumplieran sus deberes oficiales con agotadores trabajos voluntarios en centros infantiles, en campañas de bonos de guerra, y en las juntas de un número infinito de asociaciones patrióticas y campañas de solidaridad. También se les solicitaba que distribuyeran cartillas de racionamiento, organizaran el trabajo agrícola de los jóvenes, y supervisaran la recolección de ropa, papel y miles y miles de huesos de fruta.[77]

Sin embargo, ver sólo la utilidad marginal de las campañas del Frauendienst es perder de vista los modos en que éstas conectaron a la mayor parte del pueblo alemán con el esfuerzo bélico. Durante el primer año de la guerra, los funcionarios nacionales y locales no se preocuparon por lanzar campañas de propaganda o proveer servicios sociales. Por consiguiente, las tareas de asistencia dirigidas a aliviar las penurias provocadas por la guerra debieron comenzar desde las bases mismas de la población como una actividad que tuvo el efecto de incluir a más gente que nunca de diferentes clases dentro de la vida pública. El número de voluntarios en ese período debe contarse por millones. Al mismo tiempo, el flamante servicio patriótico de bienestar social y las organizaciones de autoayuda aportaron una textura más rica a la vida pública.[78]

Las campañas del Frauendienst tuvieron un impacto decisivo sobre la moral del pueblo. El examen de las suscripciones de los bonos de guerra indica que un número cada vez mayor de alemanes de bajos ingresos invertía su dinero en respaldo del esfuerzo nacional. Los bonos podían comprarse por unidades de 100 marcos, permitiendo así la compra por parte de pequeños acreedores, aunque esta inversión gozó de menor favor, debido a los efectos de la inflación. A pesar de la gran efervescencia de los Días de Agosto, la primera campaña de bonos de guerra sólo logró que 231.112 personas suscribieran bonos de 100 o 200 marcos, un número menor incluso que el de los inversores que compraron títulos de 300 a 500 marcos (241.804) o de 600 a 2.000 marcos (453.143). Dadas estas cifras, «fue realmente un logro», escribe Gerald Feldman, haber incrementado dieciséis veces el número de compras de 100 a 200 marcos a 40.76.649, en la octava campaña durante la primavera de 1918.

También es cierto que las campañas de venta de bonos a veces no lograban obtener la suscripción de todos los bonos emitidos. Sólo 3,8 millones de alemanes se suscribieron al quinto empréstito de guerra en septiembre de 1916, un número menor que los 5.2 millones que invirtieron en bonos seis meses antes. Sin embargo, el sexto empréstito en la primavera de 1917 logró cerca de 7 millones de suscriptores (y esto en el peor momento de la crisis de alimentos), el séptimo, en el otoño de 1917, obtuvo nuevamente 5.2 millones y el octavo, en marzo de 1918, 6,5 millones. (En septiembre de 1918 sólo 2,7 millones invirtieron en la última emisión de bonos de guerra). Además, después de 1916 fueron los pequeños inversores los que compraron la mayoría de los bonos, aunque el dinero cada vez más devaluado que invirtieron siguió siendo un pequeño porcentaje de los 98 miles de millones recaudados durante toda la guerra. Vale la pena destacar la presencia de tantos inversores casi hasta el fin del conflicto. También hay evidencia de que los trabajadores no estaban menos dispuestos a contribuir que el resto de los alemanes. La guerra se había convertido verdaderamente en un asunto del pueblo. Las estimaciones conservadoras de 8 a 10 millones de inversores en bonos de guerra alemanes representan una proporción sustancial de la población y deberían servir como una advertencia para aquellos observadores que supondrían, con demasiada ligereza, que los civiles dieron la espalda al esfuerzo bélico.[79]

Nada simbolizó mejor la participación activa de tantos civiles en lo que se convirtió en una lucha popular cada vez más enérgica por ganar la guerra que las estatuas de Hindenburg fabricadas de forma casera en madera y esparcidas por todo el Reich en 1915. Hindenburg había surgido rápidamente como el héroe favorito del pueblo, después de haber repelido la invasión rusa del este de Prusia, a fines de agosto de 1914, y haber avanzado dentro del territorio ruso en el mes siguiente. Tras la situación de estancamiento en el frente occidental, fue Hindenburg en el este quien encarnó de forma más rotunda «el sufrimiento, el poder, y la victoria» de la nación.[80] El 4 de septiembre de 1915, justo un año después de la crucial batalla con los rusos en Tannenberg, la Fundación Nacional para las Viudas de Guerra colocó una estatua colosal de 28 toneladas y cerca de 4 metros de alto en medio de la Königsplatz de Berlín. Desbordada por 20.000 espectadores y sobrevolado por un inmenso zepelín, la Königplatz fue el escenario de un notable ejercicio patriótico. Mediante la donación de un marco los berlineses podían introducir un clavo de hierro en la estatua; también había clavos de plata y de oro para las donaciones mayores. Los fondos recaudados fueron destinados a brindar ayuda a las viudas de guerra. Día tras día, el eco de los martillazos resonaba al otro lado de la plaza. Hacia el final de la semana, se habían clavado 90.000 clavos comunes y 10 clavos de plata en lo que para entonces se había convertido en un auténtico «Hindenburg de hierro». Aunque las ceremonias de inauguración incluyeron la presencia de prominentes huéspedes, tales como el canciller Bethmann-Hollweg y una princesa Hohenzollern, la estatua invitaba a la participación de ciudadanos comunes, cuyos afanes personales conformaban simbólicamente el cuerpo de la nación. Esta «obra en marcha» demostraba que el férreo esfuerzo bélico de Alemania no había sido fundido en una fragua del gobierno sino que había sido forjado con los martillazos y las acciones voluntarias de miles de ciudadanos. Los «Hindenburg de hierro» que se erguían en las plazas municipales de todo el Reich denotaban el íntimo vínculo existente entre la guerra total y la movilización de las capas más bajas del pueblo, entre la Wehrkraft (la fuerza defensiva) y la Volkskraft (la fuerza del pueblo).[81]

La paz de la fortaleza

Tal como sugieren las entradas para agosto de 1914 en el diario de Käthe Kollwitz, los evidentes sacrificios de tantos soldados provocaron una impresión lo bastante contundente como para trastornar las presunciones sociales y políticas de los años de preguerra. La conflagración reveló los logros colectivos que el pueblo alemán era capaz de alcanzar mediante sus propios esfuerzos y fue transformando gradualmente las ideas de la nación alemana. Incluso los alemanes de la clase trabajadora celebraron con júbilo el sentido más abarcativo de nación que surgió con la guerra. El hecho mismo de que las viejas divisiones políticas que separaban a socialistas y burgueses hubiesen quedado al menos provisoriamente superadas daba a la cualidad de nación un valor aun mayor, porque mostraba lo que los alemanes tenían en común, en vez de aquello que los dividía. A pesar del hecho de que los alemanes discrepaban sobre el significado exacto de la retórica del interés público, dado que los sindicalistas aplaudían el fin de la política conservadora puesta al servicio de los propios intereses, y los conservadores, por su parte, recibían con agrado el cese de la militancia de la clase trabajadora, había un reconocimiento general de que la vida política de preguerra había sido demasiado exclusivista desde el punto de vista social, demasiado condescendiente con los intereses de las elites económicas, y demasiado ignorante de los aportes realizados por los ciudadanos comunes. La gran oportunidad que ofrecía la guerra era la de refundir la política alemana en un molde socialmente más amplio y más seguro de sus propias posibilidades. Esto significaba que la Burgfrieden proclamada por el káiser Guillermo II sería mucho más que la mera suspensión de las políticas vigentes hasta ese momento por el tiempo que durase la guerra. Posibilitaría una renovación total del Reich. Eventualmente se produjo una encarnizada división entre los ciudadanos con respecto a la naturaleza de la guerra, pero la mayoría de las facciones reconoció al Volk, al pueblo alemán, como la verdadera fuente de legitimidad política. Por consiguiente, el significado de la «Paz de la Fortaleza» no es tanto el consenso patriótico que estableció, porque este consenso se desgastó bastante pronto, sino más bien el activismo cívico que legitimó.

La movilización provocada por la guerra estuvo acompañada por una efusiva retórica de armonía nacional y una ola de entusiasmo público. En especial, los activistas de la clase trabajadora recibieron con agrado el reconocimiento explícito que hizo la Burgfrieden de la prioridad de los intereses comunes de los consumidores por encima de los intereses especiales de la industria y la agricultura, y lo consideraron como el primer paso hacia la liberación total de los trabajadores en la «nueva Alemania». El famoso dicho del SPD (Sozialdemokratische Partei Deutschlands), el Partido Social Demócrata de Alemania, «ni un hombre ni un centavo para este sistema», perdió toda vigencia con el voto del 4 de agosto de 1914, a favor del los créditos de guerra. Los socialistas estuvieron de acuerdo en proveer hombres y dinero a la causa nacional, dado que tenían la expectativa de que un gesto patriótico de esa índole llevaría a la reforma electoral, en especial en Prusia, donde todavía existían tres clases de votantes, y abriría la puerta a relaciones más amistosas con los militares, los patrones, el estado y los gobiernos locales.[82]

Es muy probable que muchos miembros del partido hayan quedado muy sorprendidos por el fracaso de los intentos socialistas por detener el empuje de la ola belicista que finalmente llevaría el país a la guerra, en julio de 1914. Pero la falta de entusiasmo por la guerra no inmunizó a los socialistas contra sus propios anhelos de una reforma social que creían haber impuesto finalmente con sus esfuerzos en el frente de batalla y en las fábricas. De hecho, es probable que el fracaso de la postura internacionalista del partido, sostenida durante tanto tiempo, haya impulsado a los socialdemócratas a abrazar con tanto mayor fervor la promesa del reconocimiento social y la libertad política en Alemania. Desde el ala derecha del partido, Konrad Hänish reflexionaba en 1916 que «nosotros los socialdemócratas hemos aprendido a considerarnos en esta guerra como una parte, y ciertamente no la peor, de la nación alemana. No queremos que nadie, ni la derecha ni la izquierda, nos vuelva a robar este sentimiento de pertenecer al estado alemán». «Peor parte», «robar», «pertenecer»: estos términos corresponden a una notable retórica sentimental que muestra el poderoso atractivo emocional que había adquirido la idea de nación.[83] Tras la movilización de Alemania, la guerra quedó asociada con un «nuevo tiempo» apocalíptico, que de un solo golpe había vuelto obsoleta la encarnizada política del período de preguerra y justificaba la solidaridad nacional de la Burgfrieden.

La identificación con el estado creció cuando los socialistas previeron reformas inminentes y sintieron el abrazo poco familiar de una sociedad que los había perseguido y marginado durante tanto tiempo. A la vez, ningún lector de los diarios ni ningún parroquiano de taberna podía evitar quedar atrapado en una guerra europea que estaba planteada invariablemente en términos de «nosotros» contra «ellos». Miles de hijos y padres de la clase obrera fueron movilizados hacia el frente (sólo más tarde los trabajadores calificados volverían a ser enviados a las fábricas de municiones en el frente civil). Las bajas de Alemania —hombres desaparecidos, heridos, o muertos— alcanzaron un total de un millón para la primera Navidad. «Para fines de 1914 —calcula Modris Eksteins— prácticamente todas las familias habían sufrido alguna pérdida».[84] Evidentemente, lazos personales al igual que expectativas abstractas ligaban cada vez más a los proletarios con las vicisitudes de la nación y sus ejércitos. No sorprende, por lo tanto, que los periódicos socialistas proclamaran bien alto la victoria de los ejércitos alemanes en Bélgica y el este de Prusia. Bien entrado el año 1915 los triunfantes titulares proclamaban: «Victoria desde el Mar del Norte hasta Suiza. El ejército es invencible».[85] En la segunda y tercera páginas aparecían artículos que elogiaban a los «Sindicalistas como soldados», y a los «socialdemócratas como defensores del Reich», y «el uniforme Bebel de Alemania» (August Bebel fue el aclamado líder de los socialistas hasta su muerte en 1913).[86]

Al principio, pareció como si el apego sentimental a la nación en armas fuese a esfumarse a medida que se prolongase la guerra. El gran incremento en el número de desempleados para la Navidad de 1914 deprimió el ánimo festivo. La predisposición inicial de los industriales para contribuir a la campaña de asistencia a los damnificados por la guerra también flaqueó a fines de ese año.[87] Para febrero de 1915, el alza en los precios de los alimentos provocó tanta consternación que los oficiales de la policía de Berlín temían la fractura total de la ley y el orden: «la gente saqueará los negocios y tomará lo que ahora le es negado», predijo un oficial de policía.[88] El alcalde de Nuremberg, Otto Gessler, recordó más tarde con horror la vez que había ido al Ministerio del Interior y solicitado el expediente sobre «Aprovisionamiento de civiles durante épocas de guerra». El expediente constaba exclusivamente de una carpeta vacía.[89] Una ley anticuada preveía el otorgamiento de unos pocos marcos por mes para las familias de los soldados (seis en verano, nueve en invierno, y cuatro marcos adicionales por cada hijo); por lo demás, el Reich hizo muy poco, dejando que los comandantes generales, quienes básicamente administraban el país en tiempos de guerra, tomaran la iniciativa en sus distritos y, lo que es aún más importante para nuestro análisis, obligando a los funcionarios locales a llevar a cabo acuerdos ad hoc entre el comando del ejército, los líderes comerciales, los sindicatos y el Frauendienst.

Esta improvisación tuvo el importante efecto de abrir las puertas de los municipios a los socialdemócratas, quienes previamente habían sido considerados peligrosos tanto por liberales como por conservadores, pero que ahora ocupaban una serie de puestos administrativos y de consejeros en las ciudades y los pueblos de todo el Reich y que rápidamente adquirieron una considerable autoridad. Los funcionarios municipales no aceptaban todas las propuestas de los socialdemócratas, pero llegaron a aplicar una importante cantidad de ellas, incluyendo ordenanzas que restringían el consumo de leche a los niños pequeños, prohibiendo el horneado de tortas y pasteles, autorizando a los carniceros a vender sólo a los clientes del vecindario, y dando a los pueblos el poder de fijar precios máximos para los bienes. El alcalde de Berlín, Adolf Wermuth, por ejemplo, solicitaba el consejo de Hugo Heimann, el principal socialista en el parlamento de la ciudad, al menos una vez por día.[90] La novedosa cooperación local con los socialistas dio credibilidad a la Burgenfrieden y sentó las bases de las coaliciones entre la izquierda y los liberales de Weimar, en los años veinte. De no haber existido este intento de construir un bloque social compacto, los socialdemócratas no habrían sido de ningún modo tan leales durante los años de guerra como de hecho lo fueron.

Que la nación sólo podría librar exitosamente una guerra si reconstituía los roles de los ciudadanos y la responsabilidad del estado es algo que quedó demostrado tras la derrota alemana en la batalla del Marne, en septiembre de 1914, derrota que volvió inevitable la prolongación del conflicto. Este revés reveló fallas en la movilización del frente civil y, de ese modo, justificó el liderazgo federal de una economía de guerra organizada más racionalmente. Tenían que distribuirse las materias primas, estabilizarse los precios y obtenerse mano de obra calificada. Por ejemplo, en enero de 1915 el Reich estableció una Corporación de Granos semipública para comprar granos a precios uniformes; un mes más tarde introdujo cartillas de racionamiento para el pan (y finalmente para la mayoría de los otros alimentos básicos) y supervisó además los estándares para la producción industrial y para la oferta de carbón, los materiales de construcción y el crédito. Los socialistas saludaron con obvia satisfacción esta regulación metódica del mercado capitalista a favor del interés público. Los socialdemócratas también ganaron aliados insospechados en las autoridades militares regionales, que intervinieron activamente para obligar a los revendedores a bajar precios inadmisiblemente altos y a los patrones a elevar salarios inaceptablemente bajos.[91] Al menos en los primeros años del conflicto, los esfuerzos mancomunados dirigidos a solucionar la crisis de alimentos anticipó reformas sociales más permanentes. El Berliner Morgenpost, un diario de tendencia izquierdista de gran circulación, adoptó la amplia opinión de que el interés público podría llegar realmente a gobernar la política: «una de las razones por las que tenemos una guerra», comentó, «es para poder impartir lecciones con una escoba de hierro».[92]

El interés público delineó los contornos más generales de la economía de guerra, tal como dejó en claro la promulgación de la Ley de Servicio Auxiliar ( Hilfsdienstgesetz), a fines de 1916. Originalmente concebida por el Comando en Jefe como una manera de transformar a toda Alemania en una vasta fábrica de municiones, la legislación propuesta ordenaba la conscripción de todos los trabajadores entre las edades de 16 y 60 años, en plantas de guerra, prohibiéndoles tanto las actividades de huelga como los cambios de trabajo. Pero la Alemania de 1916 no era la Alemania de 1913. No podía ser manejada como un cuartel; los Días de Agosto habían transformado demasiado las relaciones entre el estado y la sociedad. Por consiguiente, muchos militares se habían visto forzados a buscar la cooperación de los sindicatos, del Partido Social Demócrata, y de otros grupos políticos, y a otorgar concesiones, tales como permitir que los trabajadores buscasen puestos mejor pagos en otras plantas de guerra (lo que por supuesto elevó los salarios de la mano de obra calificada), reconocer a representantes de los trabajadores en las asambleas de las fábricas, e imponer procedimientos de arbitraje. De este modo, la Ley de Servicio Auxiliar sentó las bases de un orden capitalista cooperativo, en el que los derechos tanto de los sindicatos como de los patrones quedaban garantizados y regulados por el estado. Dada la concepción extremadamente autoritaria de los derechos de los trabajadores anterior a 1914, esta legislación representaba una victoria decisiva para los sindicatos.[93]

Ni la Ley de Servicio Auxiliar ni la economía de guerra en general podían ser confundidas con el socialismo. Pero la mayoría de los socialdemócratas reconoció que el Reich se había apartado considerablemente de los principios de una economía de mercado libre y de la práctica de la política de intereses especiales de la época de preguerra y, de ese modo, había inscripto los preceptos de la Burgfrieden dentro de una política económica y social. Los miembros del partido recibieron la intervención del estado como una reivindicación de las ideas socialistas.[94]

La Burgfrieden no era un paraíso en donde los conflictos de clase y los intereses sectoriales de determinados grupos económicos ya no alteraban el bienestar general. Aunque muchísimos alemanes dieron testimonio en 1914 de una predisposición más inspirada por el interés público, las prosaicas relaciones de una economía de mercado libre aún seguían en pie. No hay ninguna razón para creer que los socialdemócratas o cualquier otro grupo defendió sin reservas los sentimientos de los Días de Agosto, en especial cuando comenzaron a deteriorarse las condiciones laborales y económicas, y resurgieron las diferencias políticas respecto de la constitución interna de la nación. Pero la verdadera alternativa no era optar entre la realización de una utopía social perfectamente armónica y el rechazo absoluto de las ideas de solidaridad nacional. El punto crucial de este proceso es el hecho de que durante la guerra los socialdemócratas vislumbraron versiones nuevas y poderosas de la nación, en las que la administración de la política social y económica no sólo incluía a representantes de la clase trabajadora sino que también tomaba en cuenta sus intereses. La primera guerra mundial posibilitó que la nación se convirtiese en un vehículo legítimo para la reforma social.[95]

Si por un lado el gobierno recibió con cierta sorpresa y un gran alivio el regreso de tantos trabajadores al redil nacional, por el otro, tenía total confianza en la rectitud patriótica de la clase media, que desde hacía tiempo era considerada como un elemento estabilizador de la sociedad alemana. Nunca antes un pueblo había ido a la guerra con un sentimiento de unidad y de justicia mayor, reflexionó el jefe del Estado Mayor Helmuth von Moltke. Para el Káiser, los lazos de deber filial que ligaban al pueblo con la persona del monarca eran completamente evidentes. En el balcón del Schloss, el primer día de la movilización, agradeció a la multitud que lo aclamaba por «su afecto y su lealtad» y perdonó «de todo corazón» a esos grupos que «me habían atacado». «Me he visto obligado a desenvainar mi espada», explicaba Guillermo II unos días más tarde, posando una mano retórica sobre el hombro de «mi pueblo», quien había de seguir obedientemente al soberano.[96] En cada calle de Berlín podía verse claramente la renacida autoridad del monarca, informaban los oficiales de policía; el Sedantag (el Día de la batalla de Sedán) había sido un gran éxito y los alemanes de todo el Reich enarbolaron la bandera negra, roja y blanca imperial, colgaron el cuadro del Káiser, y atestaron al límite las iglesias del todopoderoso «creador del Imperio».[97] Agosto de 1914 brindó una excelente oportunidad para fortalecer los principios monárquicos.

Al principio los funcionarios del gobierno y los oficiales militares estaban tan convencidos de que la identificación del pueblo con la monarquía era completa y directa que consideraron seriamente la posibilidad de proscribir por completo toda actividad política. Después de todo, las masas de julio y agosto de 1914 se habían congregado debajo del Schloss, pasando por alto los partidos políticos, los grupos de intereses sectoriales, y las organizaciones patrióticas que de un modo u otro representaban los intereses públicos. El hecho de que miles de trabajadores, el elemento más descontento del Reich alemán, hubiesen dejado de asistir a las reuniones socialdemócratas o de leer el diario del partido, Vorwärts, fue interpretado como otra señal del rechazo generalizado de la acostumbrada política partidaria (la verdadera razón de esa baja era que un gran número de trabajadores se encontraba luchando en el frente). Bey o esta luz, es fácil leer la famosa declaración del Káiser «ya no reconozco partidos» no como una promesa generosa de dejar de lado las diferencias políticas del pasado con el fin de abrazar a la nación en su totalidad, sino como el rechazo total a legitimar los partidos, con el propósito de afirmar la homogeneidad esencial de la nación. No obstante, pronto resultó evidente que el monarca había cometido un grave error de apreciación al depositar su fe en «mi pueblo», ya que las clases medias se negaron a definir la guerra en los términos del Káiser.

La monarquía jamás fue repudiada, pero el Káiser fue relegado cada vez más en medio de una vasta movilización en la que los empeños del pueblo ocupaban el lugar central. Millones de poemas, discursos, y cartas tomaron como tema al pueblo alemán que había demostrado su amor por la patria y su predisposición a sacrificarse por ella. Los Días de Agosto revelaron algo que nunca antes había resultado evidente: el pueblo alemán como un actor político activo. Los observadores no dejaban de considerar las acciones de las masas como un milagro o un don que había salvado al Reich. En otras palabras, la introducción del elemento plebiscitario había renovado los fundamentos políticos de Alemania. Si bien es probablemente cierto que el pueblo «jamás había estado más cerca» del Káiser que en 1914, tal como informaba con satisfacción el diario nacionalista berlinés, Tägliche Rundschau, también lo es que la monarquía pasó a convertirse cada vez más en un rehén de esa nueva y poderosa unión del pueblo.[98] La Alemania que aclamaban los patriotas y por la que se movilizaron los jóvenes era un lugar inconfundiblemente público y colmado de gente.

Agosto de 1914 no fue la primera vez, dentro de la historia política moderna de Alemania, en que los empeños del Volk se opusieron a la autoridad del monarca. Hacía tiempo que podía reconocerse un elemento populista en varios grupos nacionalistas radicales, como la Liga Naval y la Sociedad Colonial, que buscaban obtener un papel para las clases medias en la expansión del poder imperial. El elogio de la tecnología alemana y, en particular, de la marina transoceánica y los grandes zepelines honraban las virtudes de mérito y capacidad de la clase media. No obstante, 1914 marca un dramático quiebre en la cultura política. La universalidad de la experiencia de la guerra y el alcance de las campañas de asistencia a los más necesitados dieron una forma real al ideal de la Volksgemeinschaft. Está claro que los alemanes no «dieron un paso al costado y dejaron que quienes estaban al mando durante la guerra cumplieran con su deber», tal como resumiría más tarde el liberal Albrecht Mendelsohn-Bartholdy (o como habían esperado que sucediera los funcionarios del gobierno).[99]

«El pueblo» era una colectividad nebulosa y en gran parte retórica, que oscurecía diferencias políticas sustanciales, pero su reiteración en los medios fue desacreditando gradualmente ideas políticas que refrenaban su desarrollo: el rol mediador de los estados corporativos, el sistema electoral flagrantemente injusto de las tres clases, y los serviles protocolos de la monarquía. Cuanto más adoraban a las masas los profesores, los escritores de novelas populares y los editores de los periódicos, cuanto más celebraban a los voluntarios y más enfatizaban la subordinación al todo de los individuos incluso más educados y refinados, más crédito otorgaban a la autoorganización de la sociedad civil que se constituía de forma paralela, si no opuesta, a la autoridad de las instituciones imperiales.[100]

Los mismos soldados insistían en el hecho de que no podía haber un retorno a la política de diferencias de clase e intereses sectoriales de la Alemania de preguerra.[101] De hecho, no deberíamos olvidar que la mayor parte del ejército prusiano pertenecía a aquella clase de votantes que poseían menos influencia, la tercera clase, que gozaba sólo de un poder de decisión mínimo dentro de la política regional y local. (Los votos prusianos se contaban de acuerdo con los impuestos que se pagaban, de modo que, por ejemplo, los 1.621 ciudadanos más ricos de Berlín tenían tanto peso como los 33.262 hombres acomodados de la segunda categoría o los 364.157 de la tercera, de entre los cuales casi la misma cantidad de votantes provenía de la clase media y de los medios más bajos de la clase trabajadora). Ya fuese que las tropas en el frente de batalla mantuviesen la esperanza de Nie Wieder Krieg (Nunca más guerra) o estuviesen embebidos de la retórica sentimental de la Patria o se emocionasen con la «tormenta de hierro», la mayoría contaba con regresar, al finalizar la guerra, a un país políticamente más abierto.[102] La clase media demostró de qué manera la Klassenkampf (la lucha de clases) del Kaiserreich había dado lugar a la Volksgemeinschaft alemana, no sólo mediante el hecho de considerar a los obreros industriales como compatriotas, o la exigencia de que el gobierno actuase para aliviar las penurias de los civiles, sino también mediante la expresión de los propios reclamos, largamente postergados tendientes a obtener sus plenos derechos políticos.

Desde el inicio mismo de la guerra, la cuestión de reformar el sistema electoral prusiano afloró constantemente en las discusiones políticas. Los socialdemócratas, que habían sido los más ardientes defensores de una reforma en 1909 y 1910, pero también los periódicos liberales, incluyendo dos diarios de circulación masiva como el Berliner Tageblatt y la Frankfurter Zeitung, e intelectuales influyentes como Max Weber, abogaron insistentemente en favor de la cuestión, en los años posteriores a 1915. Aun a pesar del hecho de que los votantes de clase media se inclinaban por aceptar el argumento de que debía posponerse cualquier reforma legislativa sustancial hasta el fin de la guerra por temor a que los debates parlamentarios dañasen la moral en los campos de batalla, anhelaban un gobierno de posguerra más abierto y predispuesto a reconocer el talento y más sensible a los intereses de la gran mayoría de los veteranos y de los voluntarios de las campañas de asistencia pública durante la guerra. A la luz del vigoroso trabajo emprendido por el Frauendienst, por ejemplo, las organizaciones de mujeres de clase media presionaron al gobierno por obtener la extensión de sufragio a las mujeres en 1917.[103] En la mayoría de los casos, las floridas frases de los nacionalistas alemanes se basaban en declaraciones relativamente sinceras en favor de la reforma social y política de Alemania. Un capitalismo dirigido por el estado, que ponía la organización política y social por encima de la anarquía del individualismo capitalista que había prevalecido desde «1789» y la Revolución francesa, y que era ampliamente promovido por influyentes escritores de la época de guerra, como el economista Johann Plenge, el geopolítico Rudolf Kjellén, y los socialdemócratas de derecha defensores del «socialismo de guerra», no puede ser desechado simplemente como una versión más del autoritarismo alemán; conceptos tales como «socialismo de estado», «organización», y «movilización» implicaban el pleno reconocimiento de la capacidad y la experiencia de la clase media y de sus derechos políticos. De hecho, la palabra «movilización» ( Mobilmachung hacer móvil) sugería una flexibilización que chocaba con las principales presunciones sociales, políticas y económicas del Kaiserreich.[104] Tanto la izquierda como la derecha imaginaban un estado activista, basado en la subordinación de la clase y la facción al Volk, que de ese modo podría proseguir la guerra con mayor efectividad y cumplir con las expectativas populares de alcanzar una plena libertad social.

La forma en que la izquierda y la derecha respondieron a la guerra no concordaba con las prácticas políticas anteriores a 1914. Tal como lo reveló el entusiasmo de los primeros días de la guerra, el pueblo estaba dividido entre el Káiser y Bismarck, entre la Schlossplatz y la Königplatz, entre una concepción más deferente y una concepción más popular de la nación alemana. Para algunos patriotas que se agruparon alrededor de la estatua de Bismarck en julio de 1914, el gobierno imperial había hecho, en realidad, muy poco por defender y promover los intereses alemanes. Esta oposición de la derecha se volvió más explícita y organizada durante el curso de la guerra. El canciller Bethmann-Hollweg, considerado demasiado conciliador en sus negociaciones tanto con los aliados como con los socialdemócratas, fue el blanco de ataques particularmente vehementes por parte de los políticos conservadores, ataques que finalmente desembocaron en su renuncia en el verano de 1917. No sólo no había sabido respaldar los sueños anexionistas de los nacionalistas de extrema derecha sino que también había alentado a los socialdemócratas en sus empeños de reforma y había hecho concesiones sobre la Ley de Servicio Auxiliar. En otras palabras, el canciller no había sabido promover una voluntad de victoria ni en el frente de batalla ni en el frente civil.

Con el fin de reorientar la política de guerra alemana, los publicistas nacionalistas solicitaron una relajación de la censura y una discusión pública más enérgica sobre los objetivos de la guerra. En 1916, Wolfgang Kapp, director general de los bancos de crédito agrícolas del este de Prusia y un pangermanista prominente (y casualmente hijo de un revolucionario de 1848), explicaba que «sólo lo que es aceptable para el gobierno… se imprime en los periódicos». «En ninguna parte queda lugar para la afirmación de los propios derechos o la expresión de opiniones discrepantes», continuó en una notable apelación a la opinión pública. Kapp, quien en 1920 se convirtió en un golpista antirrepublicano, hablaba en nombre del pueblo, a quien el canciller prefería «callado» y «calmo».[105]

Para fines de 1916, Kapp logró lo que buscaba: se relajaron las leyes de censura de guerra y se sucedieron vigorosos debates sobre los objetivos de la guerra, las irrestrictas operaciones militares con submarinos, y la reforma electoral, revelando más claramente las divisiones políticas del pueblo alemán, pero ampliando, a su vez, el papel que éste desempeñaba en el proceso político. Los ciudadanos de izquierda y derecha se unieron en la política: el Partido Socialista Independiente rompió con el Partido Social Demócrata para solicitar el fin inmediato de la guerra; la gran república de los consumidores exigió una mayor intervención del gobierno en la economía; una mayoría liberal de izquierda dentro del Reichstag urgió al Reich a tomar medidas encaminadas a negociar la paz y reformar el sistema electoral, mientras que una minoría cada vez más clamorosa de derecha, apoyada por el Estado Mayor, insistía en castigar enérgicamente a supuestos traidores socialistas y en instrumentar objetivos bélicos más ambiciosos. La primera baja de esta politización fue el canciller conciliador, Bethmann-Hollweg: la última baja fue la misma monarquía.

Vale la pena considerar más detenidamente al grupo de fanáticos nacionalistas congregados alrededor de Kapp. En agosto de 1917, fundaron el Partido de la Patria Alemán con el propósito expreso de evitar que el gobierno «concertara demasiado rápidamente una paz que destruiría el futuro de nuestro pueblo» por falta de una voluntad común de victoria”.[106] El partido no sólo promovía objetivos anexionistas sobre Francia, Africa y Rusia, sino que rechazaba cualquier tipo de acuerdo o concesión en asuntos de política interna, con el argumento de que si la nación no tenía algo grande por lo cual luchar ni los soldados ni sus familias continuarían soportando los sufrimientos de la guerra.[107]

Aunque el Partido de la Patria profesaba la lealtad al Káiser, mostraba una actitud totalmente equívoca hacia la monarquía. Sus referencias a la voluntad de victoria del pueblo, su uso de los medios populares, y su creencia de que el destino manifiesto de Alemania se hallaba más allá de los límites del Imperio de preguerra indicaban un programa nacionalista radicalmente renovado. Resultaba un detalle revelador el hecho de que los fundadores del Partido de la Patria se reunieran en Königsberg, la capital de Prusia del este, la provincia en la que, en 1813, la primera generación de patriotas alemanes había desafiado a su monarca en nombre de la nación. De hecho, los seguidores del nuevo partido habían estado a punto de anunciar la creación del «partido de Bismarck», lo que habría sido considerado una humillación para el Káiser, o el «partido de Hindenburg», un nombre igual de desafiante, antes de decidirse finalmente por el nombre más neutro de «Partido de la Patria». En cualquier caso, los anexionistas que estaban detrás de Kapp se habían alejado bastante de la sombra del Schloss.

No obstante el número de partidarios siguió siendo bajo. Aunque en 1918, «un comité de trabajadores libres para una paz justa», organizado por el Partido de la Patria y encabezado por Anton Dexler, surgió como la base del Partido de los Trabajadores Alemanes, el Partido de la Patria no puede ser considerado como el precursor de los nazis: el número de sus miembros siguió siendo modesto (no más de 200.000, y muy probablemente un número menor; las cifras mucho mayores que han sido citadas incluyen miembros corporativos) y confinado enteramente a corrientes políticas conservadoras. Además, sin una agenda social reformista, no ejercía prácticamente ningún atractivo entre los trabajadores o las clases medias liberales urbanas.[108] Aun así, el partido proveía una indicación más de la predisposición de los alemanes a organizarse en la esfera pública e intervenir en temas de interés público independientemente de su oposición al estado. También demostraba que el chauvinismo alemán era promovido en gran parte por la actividad de las bases. En una atmósfera de guerra cada vez más preocupada con la supervivencia de la nación, los grupos pan- germánicos, tales como el Partido de la Patria, ganaron ascendiente mediante la promoción de crudos estereotipos raciales sobre los polacos y otros eslavos, y especialmente sobre los judíos, quienes finalmente fueron sometidos al famoso «conteo de judíos», emprendido por el régimen para evaluar si los judíos alemanes estaban sirviendo (y muriendo) en un número suficientemente grande (algo que quedó demostrado).

El efecto de la Burgfrieden fue paradójico. El resurgimiento del patriotismo sobre el cual se basaba la paz de la fortaleza era evidente, pero la observancia de este sentimiento que supuestamente habría debido seguirle resultó esquiva, porque el patriotismo que manifestaron los alemanes fue obra de su propia acuñación y se ajustaba a nuevas concepciones de nación y ciudadanía que promovían más que desalentaban la participación pública.

El invierno de los nabos

Mucho más perturbador para las solemnes autoridades alemanas que las adolescentes manifestaciones belicistas del Partido de la Patria era el fantasma de la Grande Peur que comenzó a rondar por los pueblos y las ciudades de Alemania en 1914. Las largas filas, los precios altos, y las pobres cosechas presagiaban el desesperado malestar colectivo que había quebrantado los cimientos del ordenado gobierno de Francia, en apenas unas pocas semanas en el verano de 1789. Un ligero examen de los preocupados informes de los policías de Berlín durante el segundo año de la guerra evoca la creciente inquietud:[109]

El humor general sólo puede ser descrito como muy malo. El alza de los precios y entregas irregulares de alimentos aterran a la población.

El descontento en la población ha alcanzado una nueva intensidad.

Dada la escasez de alimentos, la gente está siguiendo la guerra con un interés cada vez menor. La actitud de las mujeres hacia la guerra puede ser sintetizada como «Paz a cualquier precio».

En las sombrías calles de los barrios de clase trabajadora la autoridad del gobierno parecía haberse deteriorado rápidamente. Incluso en los distritos de clase media los precios altos, la corrupción burocrática y el número creciente de delitos, amenazaban con despedazar las virtudes cívicas que habían sido asociadas con el esfuerzo bélico desde agosto de 1914. Dadas las crudas condiciones de cuatro inviernos sucesivos, la creciente indiferencia sobre el resultado de la guerra, y la atmósfera de amargura y desconfianza que reinaba en la población, el futuro de la Burgfrieden parecía incierto.

Era el 15 de octubre de 1915: al anochecer, apenas pasadas las seis de la tarde, varios cientos de personas comenzaron a arrojar piedras a las vidrieras de la lechería Assmann en la Niederbarnimstrasse de Berlín. Dos horas más tarde fueron destrozadas las vidrieras de la sucursal de la compañía en la Boxhagener Strasse 24b. Poco después la policía fue llamada a la sucursal Assmann sobre la Gabriel-Max-Strasse, donde habían destrozado otras tres vidrieras. Esos hechos dispersos motivaron los informes diarios sobre el ánimo de los berlineses e introdujeron un nuevo elemento de peligro en el frente civil (paralelamente se publicaba la 355. Verlustliste), Para el invierno ya no era inusual ver a grandes grupos de gente reunida en las aceras, denunciando enfurecidamente el «aprovechamiento» de los revendedores, amenazando con saquear los locales, exigiendo algún tipo de acción gubernamental en nombre del pueblo, atormentado por la escasez y el hambre.[110] La celeridad con que respondió el gobierno a estas protestas es notable; las autoridades militares del área de Berlín reglamentaron de inmediato la venta de manteca.[111]

Lamentablemente, un mayor racionamiento no solucionó el problema de los precios altos. No sólo se fijaron raciones muy por debajo del consumo en épocas de paz, de modo tal que se asignó menos de un tercio de la carne, un séptimo de la grasa, la mitad de la harina y poco menos de tres cuartas partes de las patatas que se habían consumido en 1913 —sino que, a su vez, las pobres cosechas y el mercado negro impidieron que ni siquiera esas magras raciones llegaran a los negocios de los barrios. La cosecha de 1914 había sido desastrosa, y las de 1916 y 1917 apenas superaron la mitad de los totales de 1913, una catástrofe que provocó que el invierno de 1916-17 fuese el peor de toda la atribulada historia alemana del siglo XX.[112] Todas las mañanas y todas las noches comenzaron a formarse largas filas frente a los negocios. Los niños no asistían a la escuela para guardar los lugares en las lentas filas atestadas de gente y cada vez más largas, actividad que los alemanes muy pronto bautizaron con la frase «bailar la polonesa».

Cuando se agotaban las provisiones en los negocios, los compradores eran expulsados y obligados a volver a sus frías cocinas de alacenas vacías, donde los esperaba el llanto desesperado de sus niños hambrientos. Se diseñaron raciones cada vez más elaboradas para alimentar a los obreros calificados, a las mujeres embarazadas y a los niños pequeños, y se redactaron cuidadosas reglamentaciones para garantizar que los negocios proveyesen a los vecinos y no a los acaparadores, pero estas reglamentaciones sencillamente generaron nuevas posibilidades para el engaño, provocando la frustración y la confusión de los consumidores.

No hubo época peor durante la guerra que el Steckrübenwinter, o el invierno del nabo, de 1916-1917. En el primer año del conflicto la papa había reemplazado lentamente al pan, primero como un suplemento en el Kriegsbrot (pan de guerra), conocido como el K-Brot, luego como un elemento básico de la dieta. Pero a los dos años de comenzada la guerra, era incluso difícil conseguir patatas y lo único que quedaba eran los nabos. El nabo es una raíz agria e insípida de la que la gente se hartaba con facilidad y que los granjeros habían esperado poder utilizar como forraje para el ganado. Pero a principios de 1917, se convirtió primero en la base de la sopa y el café, y luego se transformó en la verdura del plato principal, e incluso aparecía preparado como budín de nabo. Sin azúcar o grasa, era imposible preparar un plato sabroso, a pesar de la profusión de recetas de nabo y de los libros de cocina dedicados a este tubérculo (el Nationaler Frauendienst de Berlín publicó 200.800 ejemplares de Nabos en vez de patatas, su panfleto más popular). «Aquí en Hamburgo», escribió una mujer a su hijo en el frente de batalla, «la situación es muy mala, ya cinco semanas sin patatas, la harina y el pan son escasos… nos acostamos con hambre y nos despertamos con hambre… lo único que hay es nabo, sin patatas, sin carne, sólo hervido en agua».[113] Para febrero de 1917, hasta los nabos estaban racionados. Las privaciones del invierno persistieron hasta muy entrada la primavera y el verano. Todavía en julio de 1917, era imposible conseguir patatas o alguna verdura en el Mercado Viktoria de Berlin-Lichtenberg; todo había sido desviado hacia el mercado negro.[114]

Como si no hubiese bastado con la escasez de alimentos, el invierno fue el más frío del que se guarde memoria. La mayoría de los alemanes se calentaba con apenas unos pocos puñados de carbón racionado por día; sólo los ricos habían podido almacenar carbón el verano anterior. Treinta y cinco mil hogares en Nuremberg se quedaron sencillamente sin carbón antes de que finalizara el invierno. Por primera vez en un siglo, las escuelas cerraron sus puertas, anunciando Kälteferien: vacaciones por frío. Una incidencia cada vez mayor de enfermedades graves y muertes prematuras debida a la tuberculosis y la neumonía fue el resultado inevitable del invierno del nabo. La situación de la salud pública siguió siendo tan precaria que en el año 1918 fallecieron de gripe 175.000 hombres y mujeres.

Al ser incapaz de proveer alimentos, el régimen perdió autoridad. Ya no existía la confianza, como había sucedido en 1914, de que «la Patria no nos dejará morir de hambre». Las muchedumbres que se congregaban frente a los negocios y las oficinas de racionamiento y alrededor de las Verlustlisten exhibidas públicamente comenzaban ahora a criticar abiertamente al régimen. A medida que las Polonäsen fueron volviéndose cada vez más largas, fue gestándose una esfera pública informal y libre de censura.[115] Todos los días «aquellos de arriba», los ricos, los poderosos, los aprovechadores, los generales, y los burócratas eran el blanco de enconados comentarios a lo largo de toda la Brotschlange (la fila del pan) o la Kartoffelschlange (la fila de las patatas). «Esto apesta», comentaban el 6 de febrero de 1917, frente al almacén de Theodor Ruess, en la Schillerstrasse de Múnich; «las mujeres solas no podemos hacer nada y nuestros maridos no se atreven».[116]

Pero de hecho las actitudes políticas estaban cambiando dramáticamente. Los civiles estaban ávidos de información, e intercambiaban rumores en las filas de alimentos, atestaban las estaciones de tren para leer los últimos boletines, compraban diarios a pocos pasos de allí en un quiosco, volvían luego sobre sus pasos para observar los últimos trenes de carga que atravesaban la ciudad; una situación pública de intranquilidad constante que admitía que en cualquier momento podía ocurrir cualquier cosa. Finalmente, lo que terminó prevaleciendo fue una atmósfera de incertidumbre, de duda, de descreimiento. El horizonte total de expectativas se modificó: no sólo no podía confiarse más en el gobierno sino que además comenzaron a ganar credibilidad los peores rumores sobre las atrocidades del frente de batalla, la vida de lujo de los oficiales y los industriales, y los tratados de paz inminentes.[117] Pero aún más importante fue el hecho de que las mujeres tomaran las cosas en sus propias manos. Mientras los hombres alemanes combatían contra los franceses, los ingleses y los rusos, las mujeres alemanas luchaban para garantizar la supervivencia de sus familias.[118] Si los ricos podían darse el lujo de dirigirse al mercado negro, donde podían conseguir la mayoría de los artículos deseados por precios muy superiores a los de la época de preguerra, las familias de clase media y clase trabajadora aprendieron a eludir por completo el mercado y recurrir directamente a los productores. A partir de 1916, un número creciente de habitantes urbanos recorría el campo para comprar directamente de los granjeros o sencillamente robar verduras y patatas de los sembradíos, y por las noches regresaba con sus bolsillos y mochilas llenas de manteca, huevos, patatas y, en ocasiones, hasta un pollo o un pato. Las autoridades militares intentaron detener este modo de abastecimiento, porque disminuía la autoridad del estado, interrumpía el suministro de alimentos, y alentaba aún más a los granjeros a no entregar sus productos a los compradores gubernamentales. (De acuerdo con las estimaciones de un experto, al final de la guerra el mercado negro llegaba a desviar, quizá, tanto como un séptimo de la producción total de cereales, harina y patatas, un tercio de la leche, la manteca y el queso, y casi la mitad de los huevos, la carne y la fruta.)[119] Pero era poco lo que el régimen podía hacer, una vez que el pueblo había perdido la confianza en el sistema de racionamiento y miles de personas se embarcaban en estas expediciones diarias de saqueo.

Los viajes clandestinos que en un primer momento se habían realizado al amparo de la noche y por senderos perdidos ahora se asemejaban a excursiones de fin de semana, en las que familias enteras viraban públicamente en tren a plena luz del día. «En ocasiones, reinaba una anarquía total en los ferrocarriles», informó el Segundo Cuerpo del Ejército en julio de 1917.[120] Por más increíble que parezca, los autoridades del ferrocarril llegaron incluso a agregar trenes extra para aquellos acopladores que volvían a sus casas los domingos por la noche, como una medida de seguridad para evitar congestiones en el transporte, debido a la enorme cantidad de pasajeros.[121] En las estaciones había policías apostados, pero sus confiscaciones tenían un efecto tan mínimo que sólo servían para provocar una sensación de total arbitrariedad en aquellos civiles furiosos que habían tenido la mala suerte de ser atrapados. El acopio había pasado a ser un fenómeno normal. Para los civiles que se encontraban en una situación apremiante, las excursiones eran actos de desesperación, pero también representaban escapadas aventureras contra las autoridades uniformadas, y una forma tenaz de demostrar que podían valerse por sí mismos.

Las amas de casa viajaban solas al campo y también se agrupaban en acciones colectivas para exigir comida con el fin de mantener con vida a sus familias. Los primeros disturbios por alimentos fueron los ocurridos enfrente de Assmann, en el barrio Lichtenberg de Berlín, en octubre de 1915, cuando un grupo de consumidores enfurecidos atacó la lechería por sobrecarga de precios. Para la primavera de 1916, los efectos de la mala cosecha de 1915 provocaron que fuera imposible para los compradores obtener bienes al precio que fuere. La policía informó que en casi todas las principales ciudades se produjeron incidentes de violencia. Las escenas obedecían a un esquema sorprendentemente similar. En casi todos los casos los protagonistas eran amas de casa o adolescentes de clase trabajadora y, con frecuencia, soldados que habían vuelto a sus hogares de licencia; los grupos de intereses sectoriales o los sindicatos prácticamente no desempeñaron ningún rol en los incidentes. Los disturbios por alimentos solían producirse cuando varias decenas de compradores frustrados abandonaban las largas filas en frente de Assmann o Reuss y se reagrupaban para ir juntos, de negocio en negocio, exigiendo que los encargados de los locales entregasen sus productos, o se congregaban para protestar en frente de la casa del alcalde o de la municipalidad. En Leipzig, donde a mediados de mayo de 1916 era imposible conseguir bienes racionados, los trabajadores produjeron violentas revueltas que dejaron cientos de vidrieras destrozadas y decenas de tranvías volcados. Los disturbios por alimentos continuaron todo el verano y el otoño, a medida que más alemanes se mostraban dispuestos a tomar las cosas en sus manos, enfrentarse a la policía e incluso atacarla con basura, piedras y botellas. Lo que había comenzado en Berlín como incidentes locales entre consumidores y minoristas había crecido hasta convertirse en una vasta confrontación entre los ciudadanos y el estado. Poco después, los pedidos de «pan» se vieron acompañados por gritos que clamaban por la «paz».

El gobierno imperial estaba constantemente preocupado porque la escasez de alimentos llevase a una protesta política. Desde 1915, la policía informó de un creciente deseo de paz en los barrios de clase trabajadora de Berlín. Karl Liebknecht, quien en diciembre de 1914 fue el primer diputado en abstenerse de votar a favor de los créditos de guerra, concentró en torno a su persona la pequeña oposición a la guerra. El 18 de marzo de 1915 alrededor de quince mujeres esperaron afuera de la entrada norte del Reichstag para saludar a Liebknecht; varias semanas más tarde, el número de personas había crecido a más de mil.[122] Un año después, a fines de junio de 1916 (justo cuando se publicó la 586 Verlustliste) la condena de Liebknecht por cargos de traición provocó «grandes y pequeñas manifestaciones en varios barrios de la ciudad».[123] Evidentemente, la oposición a la guerra representaba una fuerte corriente subterránea entre los trabajadores de Berlín.

Dado que los disturbios por la escasez de alimentos en 1916 y 1917 coincidieron con la resolución de los activistas antibelicistas de separarse del Partido Social Demócrata y fundar el Partido Social Demócrata Independiente, fue común ligar ambos procesos. No puede dudarse de que las penurias sufridas en el frente civil contribuyeron al agotamiento por el esfuerzo bélico. Para el tercer año del conflicto, las autoridades militares, los alcaldes e incluso los socialdemócratas estaban sorprendidos por el desgaste que había sufrido la autoridad. A la luz de las expediciones de acopio de fin de semana y los violentos disturbios en los mercados, la legitimidad política parecía estar al alcance del mejor postor. «La palabra “enemigo” ahora significaba los gendarmes», así sintetiza Ernst Glaeser, en las últimas páginas de su novela sobre el frente civil, la clásica situación prerrevolucionaria en la que el gobierno ha perdido la confianza de su pueblo y se ha vuelto un completo extraño para su propio país.[124]

Sin embargo, a pesar de todas las penurias, sólo un número sorprendentemente pequeño de alemanes rompió realmente con la Burgfrieden. La atracción partidaria de los socialistas independientes, por ejemplo, y la magnitud de los disturbios populares fueron bastante limitadas. A excepción de importantes baluartes en el centro de Alemania, el Partido Social Demócrata Independiente no gozó de un amplio respaldo hasta después del estallido de la revolución de noviembre de 1918. La mayoría de los socialdemócratas de Berlín y, sin duda alguna, la inmensa mayoría fuera de Berlín seguía apoyando la guerra a desgano y, en todo caso, sosteniendo la opinión oficial de los socialdemócratas de que los soldados alemanes eran defensores, no atacantes. Incluso la importante huelga de enero de 1918, en la que cientos de miles de obreros de las fábricas de municiones abandonaron sus trabajos y manifestaron por la paz, estuvo en gran medida confinada a la capital y se destaca por haber sido una notable confrontación sin mayores consecuencias. Además, el invierno de 1917-18 estuvo lejos de ser tan difícil como el anterior; las raciones fueron más generosas; había realmente disponibilidad de patatas y pan, y se servían menos comidas en los comedores populares. El ánimo general mejoró también con la ofensiva alemana de primavera, en marzo de 1918.

Y lo que es aún más elocuente, el número de suscripciones a la octava y novena campaña de bonos de guerra, en el otoño de 1917 y primavera de 1918, siguió siendo alto. Lo que resulta realmente extraordinario es cuánto tiempo el pueblo alemán soportó las duras penurias de la guerra.

Mucho más relevante para la futura dirección de Alemania que el Partido de la Patria o los socialistas independientes fue el ánimo general de Durchhalten, la determinación de soportar hasta el fin de la guerra, mediante una tenaz austeridad centrada en el hecho de valerse por sí mismos. Durchhalten era algo por completo distinto de la visión optimista de agosto de 1914, cuando el Káiser aún contaba con el regreso a sus casas de las tropas victoriosas antes de Navidad. Era una disposición de ánimo mucho más dura, escéptica y cambiante. Arthur Höllischer describió «lúgubres meses pasados entre estar completamente despiertos pero totalmente impotentes y estar dormidos, soñando con refriegas aéreas y otras feroces batallas hasta que éstas también fueron interrumpidas por la pesadilla de los boletines oficiales. Cada buena noticia era digerida con un estómago vacío. Un nuevo elemento había entrado en nuestras vidas: Durchhalten».[125] Lo que hizo el espíritu del Durchhalten fue magnificar los esfuerzos del pueblo alemán: la fortaleza y la resistencia de los soldados comunes, la determinación de los voluntarios en el frente civil, y las virtudes espartanas de los líderes como Hindenburg. Era una reformulación reconocible de la Burgfrieden, aunque no valoraba los objetivos de guerra anexionistas del gobierno ni elogiaba la persona del Káiser. Con el invierno de los nabos, la política alemana había cobrado un sesgo claramente populista.

Las Kartoffelschlangen y las Brotschlangen, que habían llegado a dominar cada vez más el panorama público de las ciudades alemanes, promovieron de forma notable un sentido de unidad nacional. El espectáculo de mujeres de clase trabajadora, atormentadas en las filas de racionamiento o reunidas en grupos de protestas, despertó una compasión generalizada. Como consumidoras no sólo representaban sacrificios civiles más amplios, cerrando de ese modo la brecha social entre clase media y clase trabajadora, sino que también legitimaban la reorientación de Alemania hacia un estado socialmente más responsable que tenía que mitigar los efectos del libre mercado para preservar la salud de todos los alemanes. Aunque el Kaiserreich no supo, en última instancia, asumir la tarea de salvaguardia que el pueblo había creado para él, y sucumbió en medio de las recriminaciones populares, tanto la amplia magnitud que alcanzaron las actividades de bienestar social durante la República de Weimar, en los años siguientes, como el insistente hincapié puesto en el Volk (si bien según una definición racial) durante el Tercer Reich, quince años más tarde, fueron un legado de la reconstrucción política del frente civil, en la que el «pueblo» sentía que el estado le debía algo.[126]

La lección que dejaba el Durchhalten era que los alemanes tenían que ayudarse y organizarse. No era siempre una lección edificante. Frente a la incapacidad del gobierno de proveer un sustento público, la asistencia social siguió siendo provisional y eran sólo los esfuerzos centrados en los propios intereses los que hacían todo lo posible por mejorar la situación. Así, por cada persona voluntaria del Frauendienst había otra que se dedicaba a acopiar alimentos los fines de semana, por cada comedor público, había un mercado negro. Si es verdad que la guerra promovió las capacidades organizativas del pueblo alemán, lo hizo, en parte, volviendo a los grupos sociales profundamente conscientes de lo que ellos carecían y de lo que otros poseían. Tanto el invierno de los nabos como la Ley de Servicio Auxiliar profundizaron los resentimientos sociales y económicos.

En primer lugar, las magras raciones obligaron a las familias de clase trabajadora a organizarse. Los disturbios por alimentos de 1916-17 fueron sólo las secuencias más dramáticas de un proceso de movilización que transformó a la clase trabajadora de un paria político en un electorado poderoso. Dada la enérgica actividad antibélica de los socialistas independientes, con frecuencia se olvida que el Partido Social Demócrata y, en especial, los sindicatos salieron de la guerra más fuertes de lo que habían entrado en ella. Los socialdemócratas lucharon tenazmente por la reglamentación pública del aprovisionamiento, por las asignaciones extra para alimentos para madres y niños pequeños, y por los derechos de los inquilinos. Incluso en el caso de que su posición entre los afiliados se hubiese visto empañada por su asociación con el esfuerzo bélico, un hecho que no es del todo claro, el partido obtuvo un crédito importante por haber abogado por los intereses de los consumidores. En los últimos meses de la guerra la prensa socialista logró recuperar y superar el número de lectores perdido en 1914. El número de afiliaciones al partido también se hallaba en aumento. Por el contrario, la preocupación del Partido Socialista Independiente por la guerra dejó a los radicales sin una política social y, consecuentemente, sin una amplia base social, aunque esta situación habría de cambiar después de la revolución.[127]

Al mismo tiempo, la Ley de Servicio Auxiliar otorgó a los sindicatos una voz indirecta pero potente dentro de los comités fabriles. Como consecuencia de esto, en 1916 hubo un enorme incremento en el número de afiliaciones gremiales. El hecho de que los sindicatos se abstuviesen de participar en huelgas políticas contra el régimen tuvo muy poco peso, dados los importantes beneficios que brindaba la organización. La guerra había transformado al Partido Social Demócrata y a los sindicatos en poderosos grupos de interés en favor de los trabajadores.

Sin embargo, la Ley de Servicio Auxiliar sólo benefició a aquellos trabajadores que tenían trabajos seguros y bien pagos en las fábricas de municiones. Una minoría importante de trabajadores —alrededor de un tercio, empleada mayormente en talleres artesanales más pequeños— y en especial las familias que habían quedado sin el sostén familiar, debido al reclutamiento de los hombres, no gozaban de los altos salarios, que en 1917 y 1918 habían vuelto a alcanzar y, en algunos casos, a superar los niveles de 1913. «De pronto había ricos y pobres dentro de la clase trabajadora», comenta Klaus Dieter Schwartz en su estudio del Nuremberg de los años de guerra, y con frecuencia en el mismo piso del conventillo vivía una familia en la que el padre y el hijo mayor ganaban buenos salarios en las industrias de guerra, enfrente de una mujer joven que no tenía empleo, porque tenía cuatro hijos que cuidar y vivía al día en las condiciones más miserables. Para un obrero de una fábrica de municiones la guerra fue la oportunidad de obtener reconocimiento social y poder político. Sólo en el último año del largo conflicto, cuando vacilaron los esfuerzos por obtener una reforma electoral en Prusia y el Reich impuso a la Rusia soviética una paz flagrantemente anexionista, se hizo difícil para estos obreros más afortunados imaginar para los tiempos de paz una feliz transición a una monarquía liberal y democrática. Para esa pobre mujer y sus cuatro hijos, la guerra sólo había traído dolor y privación. Con la caótica provisión de alimentos y las desigualdades del sistema de racionamiento, los pobres eran aún más impotentes que antes de la guerra y estaban más predispuestos a simpatizar con el Partido Social Demócrata Independiente.[128]

La Ley de Servicio Auxiliar también tiró por la borda muchas de las distinciones materiales que existían entre los trabajadores y los burgueses. Los oficinistas y los empleados públicos perdieron casi la mitad de su poder adquisitivo, resultado de la inflación desencadenada por la guerra, mientras que los obreros de las fábricas de municiones mejoraron el suyo. Una vez que los niveles de ingreso dejaron de expresar distinciones de estatus, despertó el temor de que la sociedad se estuviese nivelando de manera indiscriminada y que las respetables clases medias estuviesen siendo transformadas en un nuevo proletariado. A la par que la clase media sentía una profunda indignación contra los ricos y los poderosos, en particular contra las desigualdades del sistema de contratación del gobierno, también alimentaba cierto resentimiento contra el movimiento obrero organizado. A su modo de ver, las organizaciones obreras y la gran industria constituían dos amenazas igual de peligrosas para la seguridad económica. Como resultado de estas transformaciones los votantes de clase media comenzaron a organizar grupos de interés, con el fin de lograr una representación política más efectiva. Para finales de la guerra, los grupos de empleados y los comités de oficinistas que la Ley de Servicio Auxiliar había autorizado habían abandonado, en gran medida, su tradicional oposición a la agremiación y la huelga. Los empleados públicos, los granjeros, y la «vieja» clase media de comerciantes y artesanos fueron más lentos para organizarse, pero en el último año de la guerra, un frente más agresivo de voceros de distintos grupos de interés había comenzado a ensalzar las virtudes de la confianza en el propio potencial.[129] También las viudas de guerra y los veteranos inválidos hicieron oír sus preferencias políticas.

Bajo los rigores de la guerra la sociedad alemana pareció disolverse lentamente en encolerizadas facciones; los sacrificios de la Burgfrieden parecieron dar lugar a los propios intereses particulares del Durchhalten a cualquier precio. Una corrupción sin precedentes dentro de la burocracia, pequeños vandalismos y delitos contra la propiedad realzaban la atmósfera de amargura y agresividad de la población. Una generación de historiadores sociales ha descrito cómo la escasez económica, la redistribución de los recursos y nuevas relaciones corporativas entre la industria y los trabajadores exacerbaron distinciones sociales y económicas y revelaron con gran claridad el hecho de que el Kaiserreich era una frágil sociedad de clases. Los ciudadanos comenzaron a pensarse cada vez más como miembros de un determinado grupo económico y a relacionarse con el estado a través de grupos de interés estrechamente definidos. Este descontento difuso y de inclinaciones izquierdistas ayuda a comprender el colapso repentino del Kaiserreich en la revolución de noviembre de 1918. La clase trabajadora, como el elemento más organizado de la sociedad, se transformó en una fuerza cada vez más militante en la defensa de sus intereses, mientras que las clases medias, menos organizadas, se volvieron en contra de una burocracia incompetente y debilitada. Una vez que resultó evidente que los alemanes no podían ganar la guerra, la autoridad del estado se derrumbó, y fueron los socialdemócratas quienes recogieron sus restos.[130]

No obstante no debe confundirse la fragmentación de los distintos intereses particulares con una completa desintegración. No está para nada claro que la sociedad civil se haya desintegrado por completo en vísperas de la revolución. En primer lugar, la movilización de los grupos sociales y económicos era, en muchos sentidos, una derivación directa del énfasis puesto por la Burgfrieden en las capacidades colectivas del pueblo alemán. Agosto de 1914 había transformado profundamente la relación entre sociedad y estado y había potenciado las expectativas sobre las prerrogativas políticas que los grupos de interés buscaban plasmar. En otras palabras, aunque el invierno de los nabos acrecentó las preocupaciones económicas, la Burgfrieden tuvo el efecto secundario de legitimar los reclamos populares de reconocimiento.

Los alemanes continuaron invocando las ideas solidarias de 1914 y el atractivo vocabulario del interés público. Los distintos grupos de la sociedad expusieron sus propios reclamos económicos y políticos, y juzgaron las acciones del estado y otros partidos políticos en términos de las responsabilidades y los derechos colectivos asociados con la Volksgemeinschaft que se había constituido durante la guerra. Muchos alemanes comunicaron su desilusión al final de una guerra considerada cada vez más como «un buen negocio» para unos pocos afortunados, pero una sucia «estafa» para la mayoría; basta con leer las desgarradoras cartas del frente de batalla y las furiosas declaraciones del frente civil. «Fui incorporado el tercer día de la movilización, lleno de ideales, leal a la Unión Nacional Alemana», escribió un empleado de oficina en mayo de 1917, «pero lo que experimenté en manos de nuestros oficiales aniquiló hace tiempo mi idealismo».[131] De seguro, algunos políticos «recibirían el mayor impacto de sus vidas».[132]

Sin embargo, el efecto de esta sensación de traición habría de reafirmar, en vez de invalidar, la necesidad de insistir en una política menos paternalista, organizada en torno a los intereses de los alemanes comunes. El argumento que afirma que las penurias de la guerra disolvieron la «Paz de la Fortaleza» es simplista, porque se centra en los resentimientos de los ciudadanos y los soldados y pasa por alto las formas progresivamente republicanas que fueron adoptando estos resentimientos. De hecho, la revolución, cuando llegó en noviembre de 1918, acrecentó realmente el interés público en la Volksgemeinschaft. Las largas filas frente a la lechería Assmann tuvieron un efecto similar. Y aunque la izquierda socialista y la derecha nacionalista tenían ideas muy diferentes sobre el porvenir de Alemania, concebían la política en términos del tiempo futuro. Cada uno proyectó hacia adelante las experiencias de la guerra para forjar nuevas responsabilidades para el estado y nuevas categorías de ciudadanía cada vez más amplias.

Además, los intereses económicos inmediatos no invalidaban otras identidades cívicas, ni siquiera en medio de los brutales esfuerzos por encontrar comida, comprar carbón y lidiar con una insensible burocracia imperial. A pesar de la avalancha de publicaciones motivadas por intereses particulares y los enfurecidos testimonios, es importante recordar que los grupos de interés no hablaban con total autoridad. Los ciudadanos comunes jamás compartieron su preocupación puntual por los mercados laborales, la inflación de los precios y las reglamentaciones del gobierno. En los ritmos de la vida social, la Burgfrieden, en la que los alemanes se reconocían unos a otros como ciudadanos antes que como miembros de un partido, siguió siendo un poderoso recuerdo. El pueblo alemán se había vislumbrado a sí mismo como un conjunto social compacto que existía independientemente de la monarquía y cuyo fundamento estaba constituido por los logros de los soldados y la gente común. Cuando se piensa en los tremendos trastornos ocasionados por la guerra, no basta con computar las desgarradoras pérdidas en el frente de batalla o las penosas privaciones sufridas por los civiles; la guerra también forjó admirables imágenes de solidaridad social que determinarían en gran medida la política de la era de posguerra.[133]

Tomados en su conjunto, el verano de 1914 y el invierno de 1916-17, la combinación de multitudes nacionalistas y grupos de intereses económicos, y las largas filas de racionamiento pusieron en movimiento una «ola democrática» que transformó los últimos cuatro años del Kaiserreich en la «más horrible de las revoluciones» para los conservadores y en el fundamento necesario tanto para la República de Weimar como para el Tercer Reich.[134] La guerra había transformado a los grupos heterogéneos que en la noche del 25 de julio de 1914 entonaban versos patrióticos alrededor de la estatua de Bismarck, en un pueblo cada vez más beligerante, que había comenzado a forjar su destino nacional y económico mediante sus propios esfuerzos, que había adquirido una mayor confianza en su capacidad de lograrlo, y que, en todo caso, parecía menos impresionado que nunca por las instituciones políticas del Kaiserreich. El pueblo, esa gran república de soldados, trabajadores y consumidores, se había convertido ahora en la medida fundamental del futuro político de Alemania.

«¡Levántate, Arthur, hoy es la revolución!». Con ese insólito anuncio, Cläre Casper-Derfert despertó a las sacudidas a Arthur Schotter y le entregó un manojo de panfletos para que distribuyera en el momento en que llegara a la fábrica de municiones, sobre la Kaiserin-Augusta-Allee, en el primer turno de trabajadores. Unas horas más tarde, a las nueve, los trabajadores dejaban la planta y marchaban, junto con Cläre y Arthur, hacia el Reichstag.[135] A pocos kilómetros de allí, todos los trabajadores de la Allgemeine Elektricitätsgessellschaft, sobre la Brunnenstrasse, abandonaban sus puestos, se unían con camaradas del Berliner Machinenbau, sobre la Scheringstrasse, y se dirigían desde el norte hacia el centro de la ciudad. También se interrumpió la jornada laboral en los Daimwerke de Marienfelde, en Boring, en Siemens & Haske, en Argus-Motorfabrik de Reinickendorf, y en otras decenas de fábricas. Poco antes de mandar imprimir la edición vespertina, el Berliner Tageblatt informaba que los empleados de la Akkumulatorenfabrik, en Oberschöneweide, en Mix & Genest, y en Kraussler & Co. se habían unido a la huelga general. Columnas de trabajadores marchaban hacia el centro de la ciudad, que, por primera vez, no estaba cercado por la policía del Káiser. El sábado por la mañana el tránsito se detuvo por completo; si los tranvías aún podían transitar entre las masas de trabajadores muy pronto fueron paralizados en sus vías por manifestantes que cortaron los cables eléctricos.

Esa misma mañana, el líder del Partido Social Demócrata de Berlín, Otto Wels, se granjeó el favor de los batallones del ejército que estaban apostados por toda la ciudad. En las Alexanderkaserne, sobre la Friedrich-Karl Strasse, trepó a un viejo transporte de carga para convocar su apoyo. Resulta llamativo que ningún oficial del Batallón de Fusileros de Naumburg interviniera para arrestar al socialista, ya que el cuartel era considerado particularmente kaisertreu (fiel al Káiser) y había sido el escenario de uno de sus discursos más famosos, cuando, en 1901, dijo a los soldados que tendrían que estar dispuestos a disparar contra sus propias familias para defender la autoridad del emperador. Los acontecimientos habían dado un vuelco dramático. Esa mañana del 6 de noviembre, estaban en juego, argumentó Wels, miles de vidas. Sólo la abdicación del Káiser podría detener la destrucción total de la nación. Era hora de hacer la paz, declaró Wels a los soldados; había que canjear la lealtad a los Hohenzollern por la lealtad a Alemania. La decisión más sensata era aliarse bajo la bandera del Partido Social Demócrata, con el fin de evitar una guerra civil y establecer un «estado del pueblo» libre. El tono ecuménico de Wels convenció a los soldados, que se lanzaron a las calles, confiriendo a las manifestaciones de la tarde un aire festivo. Soldados y trabajadores confraternizaban a lo largo de la Unter den Linden, intercambiaban brazaletes rojos y exhibían pancartas con la frase «¡Hermanos, no disparen!»[136]

Desde la Kaiserin-Augusta Alle, la Brunnenstrasse, la Scheringstrasse, los manifestantes confluyeron en el centro de la ciudad. Columnas de trabajadores marcharon lado a lado con tropas de soldados y con grupos más pequeños de marineros revolucionarios que habían llegado por tren desde las estaciones navales en Kiel y Wilhelmshaven. Los observadores recalcaron el gran número de mujeres, quienes, después de todo, trabajaban codo a codo con los hombres en las industrias de guerra, y de niños, muchos de los cuales no podían asistir a la escuela debido a la epidemia de gripe; a las Kälteferien habían seguido las Grippeferien (las vacaciones por gripe). Las banderas rojas confeccionadas a mano contrastaban con los azules y marrones pardos de los manifestantes. A las diez de la mañana, recordó el canciller imperial de Alemania, el príncipe Max von Baden, «nos llegó el mensaje de que miles de trabajadores estaban marchando en procesión» hacia el Reichstag. El centro de Berlín estaba sitiado.

Nunca antes habían manifestado los socialistas en el barrio del gobierno: delante del Schloss, por la Unter den Linden, en frente de la Potsdamer Platz. En 1890, durante las desesperadas manifestaciones provocadas por el hambre, en 1910, cuando se produjeron las inmensas protestas sobre la ley electoral, y también en 1914, en vísperas de la guerra, la policía de Jagow o los regimientos del Káiser siempre habían logrado desviar a los manifestantes socialdemócratas, antes de que llegaran a la vista del castillo. Pero en ese extraordinario día de noviembre de 1918, la autoridad militar sencillamente se diluyó. Bandas de trabajadores y soldados y otros grupos de jóvenes rodeaban tranquilamente el castillo, como lo había hecho la multitud en 1914, y los camiones armados y los automóviles y motocicletas que habían requisado los revolucionarios corrían de un lado al otro entre la Schlossplatz y la Königsplatz, siguiendo la ruta de la colorida procesión que se había abierto paso hasta la estatua de Bismarck, justo antes de que comenzara la guerra más de cuatro años antes; sin embargo, la mayor parte de los manifestantes se congregó alrededor del Reichstag, que albergaba las oficinas de la delegación parlamentaria de los socialdemócratas y de su jefe, Friedrich Ebert.

El asediado canciller comprendió de inmediato que la revolución popular había triunfado. Con el fin de evitar un derramamiento de sangre el príncipe Max abandonó sus esfuerzos por asegurar primero la prometida abdicación del Káiser y luego concluir un traspaso ordenado de la autoridad a Friedrich Ebert y a los socialdemócratas. En lugar de eso, poco antes del mediodía, el canciller se limitó a informar a la Agencia de Noticias Wolff sobre la intención del Káiser de abdicar, creando de ese modo un hecho consumado y generando un estallido de ediciones extra que comunicaban la noticia a todo el mundo. Poco después, entregó las oficinas del gobierno a Ebert. A pesar de su gran dramatismo, las llamadas telefónicas de último minuto entre la cancillería y los secretarios personales del Káiser en Spa, y la veloz transferencia del poder al líder socialista de Alemania no brindaron a la insurrección de las calles el gran gesto de triunfo que necesitaba. De modo que cuando el socialdemócrata Philipp Scheidemann fue arrastrado fuera de la cafetería del Reichstag y llevado a los empujones a un balcón de un segundo piso para que se dirigiera a las masas reunidas en la Königsplatz, muy sensatamente declaró muerto al viejo régimen y proclamó la nueva república alemana: «El pueblo alemán ha logrado una victoria total».[137] Aunque Ebert estaba furioso por esta declaración unilateral expresada sin el consentimiento de una asamblea nacional elegida democráticamente, Scheidemann sencillamente se había limitado a observar a la multitud y reconocer la realidad de los hechos.

El berlinés Harry Kessler, un verdadero cosmopolita que en sus diarios demuestra haber observado esos años de la historia de Alemania con una mirada triste y objetiva, reconoció al 9 de noviembre como «uno de los días más memorables y tremendos de la historia de Alemania».[138] En unas pocas horas el viejo orden se había derrumbado. En el Reichstag, Kessler observó representarse por segunda vez la Revolución Rusa: «Es como una película… una escena del Palacio de Tauride» (originariamente construido por Catalina la Grande para su amante Potemkin, pero en 1917 la sede del Gobierno Provisional). «Dispersos sobre la enorme alfombra roja había grupos de soldados y marineros parados y recostados… También había algún que otro individuo tendido sobre un banco, y durmiendo». «Pedazos de papel, polvo y tierra de las calles cubrían las alfombras», afirmó en una visita posterior a la casa del pueblo.[139]

Abandonadas por el Káiser, las lujosas salas del Schloss estaban en un estado similar de desorden y alojaban unidades de guardias revolucionarios. Desde el balcón norte Karl Liebknecht declaró una república socialista a sus seguidores del ala izquierda del partido, pero la mayor parte de los revolucionarios siguió leal a Scheidemann y a los socialdemócratas. (Los lemas fraternales de la socialdemocracia —al día siguiente el Vorwärts encabezó sus titulares con la frase «Kein Bruderkampf!» [Sin luchas fraternas]— atraían no sólo a los guardias imperiales de la ciudad sino también a la gran mayoría de los obreros fabriles. En cambio, el pedido del periódico de la Liga Spartakus de Liebknecht, Rote Fahne, de expulsar del poder a los así llamados socialistas del gobierno, a los patriotas del 4 de agosto, a Scheidemann y a Ebert, tuvo poco eco).

La escena en el imponente cuartel general de ladrillos rojos de la policía en la Alexanderplatz no era menos increíble. No fueron los socialdemócratas sino los más radicales socialistas independientes quienes tomaron por asalto el edificio a las dos y media de la tarde, desarmaron a los oficiales, y nombraron a uno de los suyos, Emil Eichhorn, jefe de policía. Berlín estaban completamente en manos de los trabajadores y los soldados revolucionarios. El Berliner Tageblatt resumió los acontecimientos al día siguiente: «Aún ayer a la mañana… todo estaba en su lugar» —el Káiser, el canciller, el jefe de policía—«ayer por la tarde ya no existía nada de todo eso».[140] La revolución garantizó la creación de la primera República Alemana, aunque la nueva democracia quedó indefectiblemente comprometida por el hecho de que sus jefes aceptaron sin demora los términos del armisticio propuestos por los aliados y más tarde firmaron el Tratado de Versalles, a pesar de la fuerte oposición pública. No obstante, a partir de ese momento, las elecciones y las coaliciones parlamentarias, los grupos lobbystas y la propaganda política determinarían el destino de Alemania.

La Revolución de noviembre fue ciertamente una de las más pacíficas de la historia. La monarquía había sido derrocada pero sólo se habían perdido quince vidas. Este solo hecho ya habría sido un motivo suficiente de festejo, y los observadores burgueses otorgaron crédito a la revolución con motivo de ello.[141] Sin embargo, se veía poco regocijo en los desfiles y sólo, de tanto en tanto, alguna que otra bandera roja añadía un toque de color a las manifestaciones. Se habían perdido demasiadas vidas en esa guerra absurda y el pueblo había padecido demasiadas privaciones como para que no imperase en las calles una atmósfera de solemnidad. No hubo alegres procesiones a lo largo de Unter den Linden y no se entonaron canciones alrededor de la estatua de Bismarck, como había sucedido en julio de 1914. Mientras que los patriotas en 1914 esperaban alzar sus voces y ofrecer sus servicios a la causa nacional, los revolucionarios de 1918 actuaban para expulsar del poder a una autoridad ilegítima. En 1914 se reunieron alrededor de la Schlossplatz para aclamar al Káiser, en 1918 lo hicieron para desafiarlo. Y no obstante, ambas manifestaciones populares destacaron la naturaleza popular de la política moderna. Demostraron el poder que poseían los plebiscitos espontáneos y callejeros para otorgar autoridad a las instituciones del siglo XX. De hecho, la Revolución de noviembre constituyó una movilización popular mucho más total que los Días de Agosto. Las manifestaciones no estuvieron confinadas a las ciudades más grandes; habían sido desencadenadas por sucesos desarrollados en lugares muy apartados y periféricos: Kiel y Wilhelmshaven.

Aunque los socialdemócratas ya se habían unido, a principios de octubre, a una coalición gubernamental de centro izquierda bajo la dirección del canciller príncipe Max von Baden, las reformas políticas seguían siendo inciertas, y los trabajadores parecían estar cada vez más influidos por las ideas de los radicales independientes, que buscaban una revolución total. Eran estas circunstancias muy peligrosas, en las que el más mínimo incidente local amenazaba con adquirir repercusiones nacionales. En los primeros días de noviembre, se amotinaron los marineros en Kiel (rehusando seguir a los almirantes que se proponían entablar combate con la flota británica en una contienda final) y junto con los trabajadores y los reservistas se apoderaron de una serie de ciudades portuarias a lo largo del Mar del Norte: Wilhelmshaven, Lübeck, Hamburgo, Bremen, Cuxhaven. De inmediato, los socialistas locales afirmaron que había llegado el momento tan esperado: «¡la revolución está en marcha! Lo que sucedió en Kiel pronto se esparció a toda Alemania».[142]

Al mismo tiempo, activistas revolucionarios en Berlín realizaban preparativos para una huelga general el 11 de noviembre, aunque no está claro qué grado de influencia tenían exactamente los independientes o si un número suficiente de trabajadores se plegaría a la medida. La tarea que enfrentaba el Partido Social Demócrata era verdaderamente difícil: «como un partido del gobierno, resistir a la presión popular, como un partido popular, guiarla», para expresarlo con las concisas palabras de un historiador.[143] Para recuperar el control de los acontecimientos, el partido emitió un ultimátum el 6 de noviembre que supeditaba su futura participación en el gabinete imperial a la abdicación del Káiser, a una reforma parlamentaria inmediata en Prusia, y a la relajación de la ley marcial. Sin embargo, dos días más tarde, los acontecimientos fuera de la capital desbordaron por completo las negociaciones en Berlín. La revolución viajaba en tren de Kiel a Lübeck, Bremen y Hamburgo. Bandas de marineros amotinados seguían los cronogramas del Ferrocarril Imperial, abordando trenes para buscar y desarmar a oficiales y continuar su recorrido hasta llegar a Colonia, Braunschweig, Hanover y Francfort.[144] Para el príncipe Max las noticias no podían ser peores. Baviera y Braunschweig habían sido declaradas repúblicas socialistas por socialistas disidentes y, en Alemania occidental, los municipios habían sido tomados por consejos locales de trabajadores y soldados rebeldes ( Arbeiter und Soldatenräter),[145]

9:00 AM: Magdeburg serios disturbios. 13:00 el desorden amenaza al Comando General interino VII. 17:00 PM: Halle y Leipzig rojas. Noche: Düsseldorf, Haltern, Osnabrück, Lüneburg rojas; Magdeburg, Stuttgart, Oldenburg, Braunschweig, Colonia rojas. 19:10: Comando General Interino en Francfort depuesto.

El hecho de que las autoridades militares de Colonia hubiesen sido depuestas era particularmente significativo, porque la ciudad servía como cabeza de puente para los ejércitos del frente occidental. Estos sorprendentes desarrollos eran al menos parcialmente conocidos por los trabajadores de Berlín; delegados de las fábricas informaron a los jefes socialdemócratas, a últimas horas del 8 de noviembre, que el grueso de los trabajadores estaba presionando por salir a las calles y que sólo esperaban la señal del partido. «Ahora es el momento de tomar el mando», admitió Philipp Scheidemann a sus compañeros socialdemócratas, «de lo contrario estallará la anarquía». A la mañana siguiente, 9 de noviembre, antes del amanecer la organización del partido de Berlín se reunió en el edificio del Vorwärts, en la Lindenstrasse y convocó a una huelga general para las nueve de la mañana, justo después del primer descanso de jornada.[146] Fue entonces cuando Cläre despertó a Arthur.

Un día después, el 10 de noviembre, la mayor parte de los grandes municipios de Alemania estaba en poder de los consejos de trabajadores y soldados. Wolgast en Pomerania recién registró el vuelco de los acontecimientos el 12 de noviembre, cuando los trabajadores se congregaron en la plaza del mercado. Pero todavía el día 14, la cercana isla de vacaciones de Rügen no había dado señales de que algo importante hubiese sucedido. Y en algunas zonas rurales al oeste del Rin, la revolución pasó prácticamente inadvertida.[147] Sin embargo, un viajero habría tenido que internarse muy adentro en el campo para encontrar un lugar que no hubiese sido alcanzado por la revolución. En las regiones preponderadamente agrícolas de Baviera, como Suabia y Mittelfranken, por ejemplo, los consejos revolucionarios aparecieron en 65 de las 119 comunidades bastante pequeñas de 1.500 habitantes.[148] Para fines de noviembre los trabajadores se habían aglutinado en nombre de la república y habían organizado consejos revolucionarios en cientos de ciudades en todo el Reich. Ningún otro acontecimiento popular en la historia de Alemania, ni siquiera la crisis de julio de 1914, había ocupado la escena nacional tan completamente o había convocado a tantos participantes como la Revolución de noviembre.

La gran magnitud de la revolución fue sólo una de sus abrumadoras características. También tomó a la mayoría de la gente por sorpresa. La revolución pareció llegar de golpe, tomando desprevenidos a los hombres de estado. De pronto, fue «demasiado tarde» —tal como expresó Ebert— «la pelota había sido echada a rodar».[149] Incluso los militantes tuvieron que correr detrás del tan esperado acontecimiento que llegó de un día para el otro: «¡Levántate, Arthur, hoy es la revolución!». Para los no socialistas, el repentino giro de los acontecimientos revelaba un aspecto amenazador, dando al levantamiento, en gran parte espontáneo, la apariencia de una acción bien orquestada que obedecía a una única voluntad política. El mero espectáculo de una cantidad tan impresionantemente grande de gente en las calles realzaba la impresión de que la revolución era una fuerza gigantesca e irrefrenable. La revolución sacaba a la luz la imagen de las masas: los trabajadores habían marchado hacia el centro de Berlín desde todos los puntos cardinales. Aglomeraciones, marchas, ocupaciones y luego carteles, banderas y pancartas dieron a la Revolución de noviembre una presencia inconfundiblemente pública. Las demostraciones de este tipo eran todavía lo bastante novedosas en Alemania como para evocar imágenes de una «rebelión [general] de las masas» que haría añicos la sociedad burguesa. La constante hostilidad hacia los socialdemócratas, mantenida viva año tras años a lo largo de todo ese período, se alimentó del temor de que una vez que la izquierda llegase al poder se produciría un embrutecimiento de la vida.

«Los burgueses cerraban las ventanas y trababan las puertas de sus casas», recordaba diez años más tarde el periódico de la pequeña ciudad de Goslar.[150] La revolución fue interpretada reiteradamente por los comentaristas burgueses como una fuerza extraña que se movía repentinamente y con un enorme poder. En el lapso de apenas un par de días, el archiconservador junker Elard von Oldenburg-Janusschau había visto «derrumbarse un mundo y sepultar todo lo que era significativo en mi vida». Aún años después seguía sin poder encontrar palabras para expresar su horror frente a la revolución.[151] Incluso un liberal como Harry Kessler sintió que el 9 de noviembre fue, en parte, «horroroso». La mayor parte de la clase media alemana, concluyó el periódico de derecha Deutsche Zeitung, había reaccionado como un «puñado de pollos asustados» ante la vista del depredador de las clases, remisa a defenderse, incapaz de contraatacar.[152]

Eso no era tan sorprendente, dado que los monarcas de Alemania habían abandonado sus tronos, no dejando a los contrarrevolucionarios nada por qué luchar. Los historiadores parecen coincidir; los protagonistas de sus libros suelen ser miembros proletarios de los consejos y enardecidos oradores socialistas más que artesanos de delantales azules y veteranos que vuelven de la guerra. El cuadro convencional de la Alemania de 1918 muestra a una nación fundamentalmente dividida; un proletariado con una voluntad férrea que, con su empuje, hace a un lado a una clase media pasiva y, por lo general, reaccionaria. Esta polarización preparó el escenario para la guerra civil de 1919-20, adormeció las simpatías burguesas hacia lo que pronto fue denominado la República de Weimar (la primera asamblea se reunió en la resguardada ciudad de Weimar para escapar al tumulto de la capital), y finalmente contribuyó a preparar la victoria, en 1933, de un partido virulentamente antimarxista como el de los nazis.

Sin embargo, un examen más detallado revela una situación mucho más convulsionada que una simple elección entre una izquierda activa y una derecha angustiada. En primer lugar, la posición de los trabajadores no era tan unánime ni tan radical como pretende sugerir el resumen telegráfico del Príncipe Max von Baden: «Düsseldorf, Haltern, Osnabrück, Lüneburg rojas; Magdeburg, Stuttgart, Oldenburg, Braunschweig, Colonia rojas». Los acontecimientos revelaron que «rojo» significaba cualquier cosa desde los bolcheviques de la Liga Spartakus en torno a Liebknecht y Rosa Luxemburgo, pasando por los Socialistas Independientes de carácter más localista, que buscaban preservar de alguna manera la estructura popular de los consejos revolucionarios de trabajadores y soldados, hasta el mayoritario Partido Social Demócrata, concentrado en poner en práctica reformas democráticas dentro de las instituciones políticas existentes, o sea los partidos parlamentarios y el Reichstag. De un barrio a otro, la Revolución de noviembre adoptó distintos rostros. Sin embargo, pocos revolucionarios fueron tan lejos como los socialistas independientes de Neukölln, quienes proclamaron al prolijo suburbio de Berlín una república socialista y propusieron la socialización de los bancos antes de que el partido dominante de los socialdemócratas restableciera el orden.

Los burgueses tendían a recordar las amenazas de expropiación de la propiedad privada y las banderas rojas flameando como un anuncio del milenio socialista y a olvidar que la mayoría de los consejos de trabajadores y soldados evitaban realizar vastos cambios políticos y dejaban en su lugar a los administradores municipales. La mayor parte de los socialistas buscaba la equidad: una reforma total de las leyes electorales para dar a cada ciudadano el mismo peso político; la institucionalización de los convenios colectivos y el reconocimiento de los sindicatos; una renovación de las burocracias municipales y estatales para favorecer a los trabajadores o a sus representantes en la administración de los servicios sociales. La mayoría de los revolucionarios de noviembre respaldaban la postura socialdemócrata de que la forma final del nuevo estado debía esperar a la constitución de una asamblea nacional elegida democráticamente. Cada vez que se reunieron los delegados de los consejos en la capital, de los suburbios de Berlín, el 10 de noviembre, o de todo el Reich, entre el 16 y el 21 de diciembre, los radicales sufrieron una derrota contundente en las elecciones.

Esta moderación ayuda a explicar la amplia cooperación de los consejos revolucionarios con la burocracia imperial, y no en menor medida con el fin de garantizar el aprovisionamiento de alimentos, carbón u otros elementos indispensables. Bajo esta luz, es posible afirmar que los esfuerzos de los consejos de trabajadores en noviembre de 1918 se basaron en los acuerdos cooperativos ad hoc entre los socialdemócratas y las autoridades municipales y militares que se habían establecido durante la Burgfrieden, aunque la revolución ciertamente alteró el equilibrio de fuerzas en favor de los trabajadores.[153] Entre las voces de la revolución podían oírse efusivos llamados al Volk e insistentes invocaciones de los derechos del pueblo, ecos de la retórica de los Días de Agosto y del servicio de los años de guerra.

Al mismo tiempo, difícilmente podría decirse que los empleados, los funcionarios públicos, los comerciantes y los artesanos que constituían la clase media urbana de Alemania se mantenían inactivos. Salían y entraban permanentemente del cuadro, organizando sus propios consejos o Bürgerräte, estableciendo grupos de intereses especiales, o reviviendo partidos políticos. A fines de noviembre veteranos uniformados que regresaban a sus hogares del frente occidental añadieron un nuevo elemento al paisaje político. La desmovilización militar fue seguida por la removilización política. Es una paradoja que muchos alemanes de clase media terminasen repudiando la revolución y, sin embargo, siguiesen beneficiándose de ella, ya que tantos se valieron de su apariencia para reafirmar sus reclamos de una reforma política y un reconocimiento social. En otras palabras, noviembre de 1918 brindó una oportunidad, aunque bajo condiciones difíciles, de emprender finalmente las renovaciones que los acontecimientos de agosto de 1914 habían validado por primera vez.

Ya fuese a favor o en contra de la República de Weimar, los alemanes expandieron insistentemente los límites de participación dentro de la esfera pública. Organización fue la consigna; estridencia, el espíritu de la época. Los alemanes de clase media se organizaron, militaron y manifestaron, tanto como los de la clase trabajadora, pero al hacerlo, fueron hallando inevitablemente más y más adversarios entre sus vecinos y los enfrentaron en términos cada vez más hostiles e implacables. De este modo la Revolución de noviembre generó tanto mezquindad y bajeza política como actitudes de espíritu cívico. Las feroces declaraciones de soberanía, por lo general en discordancia con los principios liberales y los procedimientos parlamentarios pero en conformidad con el estilo declamatorio y la utilización de la democracia como un modo de preservar los propios intereses, constituye el rasgo más sorprendente de la política de Weimar y es lo que liga noviembre de 1918 con los tumultos de julio de 1914 y la movilización de los camisas pardas de enero de 1933. Vale la pena echar otra mirada a Berlín al finalizar la guerra.

Los acontecimientos del 9 de noviembre generaron una turbulenta actividad paralela a la revolución de los trabajadores. Un número considerable de berlineses burgueses se unió a los manifestantes republicanos en frente del Reichstag. Käthe Kollwitz se integró en uno de esos desfiles cuando éste pasaba por el Tiergarten y más tarde vio a un joven oficial acercarse a un soldado revolucionario, darle la mano, y declarar que cuatro años en el frente no habían sido tan malos como la lucha actual que había que librar contra todo los «prejuicios y lo permitido».[154] Fotografías contemporáneas muestran una gran cantidad de burgueses bien vestidos —quienes con sus sombreros y sus corbatas evidentemente no se habían presentado en sus fábricas esa mañana— marchando junto a los soldados y los trabajadores a lo largo de Unter den Linden.[155] Al día siguiente, domingo 10, la Nueva Liga de la Patria, una contrapartida progresista del Partido de la Patria que gozaba del apoyo de los intelectuales liberales, congregó a miles de ciudadanos bien vestidos en la Königsplatz. Por las noches, durante la cena, literatos radicales, tales como Kurt Hiller y René Schickele, elucubraban grandiosos planes y, en el Reichstag, requisaban salas de comisiones para clubes como la Nueva Liga de la Patria y los Nuevos Activistas, que proponían debatir temas políticos del momento junto con los consejos de los trabajadores y los soldados. Era exactamente como los clubes jacobinos de la Revolución francesa, pensó Harry Kessler, quien pasó por allí el 12 de noviembre.

Desgraciadamente para Hiller, los Nuevos Activistas no tenían ningún poder real y al quinto día fueron expulsados del Reichstag, aunque no sin haber ofrecido antes su servicio para la «revolución del mundo», un ideal que combinaba una mezcla de socialismo (el reemplazo de las empresas capitalistas por cooperativas de trabajadores), pacifismo (desarme global), y elitismo (intelectuales como consejeros políticos). Reconstituidos como los Trabajadores Intelectuales, los compañeros de Hiller lograron alquilar oficinas en Charlottenburg. Pero su primer evento público el 2 de diciembre fue un desastre en el que Hiller denunció a huéspedes prominentes como asesinos en masa, debido a su anterior respaldo a la guerra. A partir de entonces, el interés en el concejo se evaporó.[156] Sin embargo, lo que esas payasadas tienden a oscurecer es la amplitud del respaldo de que gozó entre la burguesía de Berlín el nuevo comienzo político. Una ojeada a los principales diarios de la ciudad, tales como el Berliner Tageblatt y el Berliner Morgenpost, revela que Kollwitz, Hiller y el joven oficial estaban bien representados en la prensa.

Mientras Hiller y sus compañeros artistas y escritores eran rechazados en sus empeños por unirse a los trabajadores revolucionarios, aparecieron organizadores más efectivos para imponer los intereses de las clases medias de una manera menos ecuménica. Apenas tres días después de la revolución, el 12 de noviembre, el Hansa-Bund, una influyente asociación de empresarios liberales, publicó una declaración en los diarios de Berlín, exhortando a los burgueses a constituir sus propios Bürgerräte y celebrar reuniones públicas para promover sus intereses y resistir al socialismo de estilo soviético. El resultado fue un revuelo de actividad que en gran medida ha pasado inadvertido. La gente estableció consejos vecinales en los suburbios de clase media como Friedenau y Tempelhof, se incorporaron grupos profesionales y asociaciones de voluntarios, y para el 18 de noviembre la increíble cantidad de dos mil representantes se reunió como el Bürgeramt del Gross-Berlin.

Reconociendo que en un «estado democrático del pueblo» el poder político depende del «tamaño y el poder de la organización», distintos grupos comerciales también entraron de inmediato en la refriega política. De pronto, los intereses y las inclinaciones más variadas hallaron expresión política. El 11 de noviembre un Beamtenrat, un consejo de empleados, habló por los empleados públicos en el suburbio berlinés de Neukölln; un día más tarde funcionarios de rango inferior del Ministerio de Asuntos Extranjeros establecieron su propio consejo, el primero de varios consejos constituidos en el distrito del gobierno.[157] Los abogados se organizaron el día 13 y los periodistas cuatro días después. El 16 de noviembre, al menos dos mil ingenieros, químicos y arquitectos se congregaron en el inmenso salón comedor del Rheingold, un concurrido emporio en la Potsdamer Platz, para constituirse como la Asociación de Profesionales Técnicos.[158] Evidentemente, el Rheingold debió de funcionar a pleno durante esas semanas revolucionarias. Para establecer formalmente un consejo de médicos, con el fin de ocuparse de temas de salud pública local y proteger los intereses profesionales, más de ochocientos médicos y cirujanos llenaron el Rheingold en «una reunión extremadamente concurrida» el 26 de noviembre. La frase «nadie cuidará de nosotros si no lo hacemos nosotros mismos», sintetizó la actitud pragmática de los delegados.[159] El 17 de noviembre, más de diez mil empleados de oficina de tendencias izquierdistas entraron en fila en el Zirkus Busch y cuando el lugar estuvo repleto, se reunieron afuera, en la Domplatz, para brindar su apoyo a la revolución. Un día después catorce grupos de empleados no socialistas reaccionaron al cataclismo, aunque más cautamente. En dos reuniones multitudinarias en el Deutscher Hof, sobre la Luckauer Strasse, insistieron en una paridad organizativa con los trabajadores.

Esa misma noche, en las Germaniasälen, sobre la Chausseestrasse, se reunió una tumultuosa asamblea de panaderos para protestar contraías reglamentaciones impuestas por el gobierno durante la guerra y las demandas salariales presentadas por aprendices rebeldes. Lamentablemente, se levantó la reunión sin que se lograse un consenso, dividiéndose la opinión de los artesanos sobre las acusaciones presentadas contra miembros del gremio, quienes supuestamente habían utilizado harina destinada a galletas de perro en lugar de calidades superiores de harina, y por las posteriores demandas de los presentes de elegir a un nuevo comité ejecutivo.[160] Los maestros panaderos de Berlín eran un ejemplo típico. Reflejaban la determinación de las clases medias de lograr una efectiva representación profesional en el nuevo orden democrático. Una confiada sensación de un propósito colectivo animaba estas primeras reuniones en las Germaniasälen, el Rheingold y el Deutscher Hof. El tono iracundo y defensivo también era característico de esas reuniones, en las que los votantes denunciaban a líderes corruptos y camarillescos, las reglamentaciones de la economía de guerra del gobierno y la nueva amenaza planteada por la organización del movimiento obrero. Durante los catorce años siguientes, los grupos de interés oscilarían entre posturas populistas e incluso igualitarias y posiciones más oscuras y agresivamente antisocialistas. Una cosa era clara: durante la guerra y la revolución, los alemanes habían desarrollado una auténtica «Redewut», una manía de decir abiertamente lo que pensaban, tal como expresó el acosado presidente de una asamblea.[161] La organización de los grupos de interés en 1918-19 no tenía precedentes en la historia de Alemania.

Una vez fijadas las elecciones de una Asamblea Nacional para el 19 de de enero de 1919, los líderes del partido burgués, que habían permanecido casi invisibles en las primeras semanas de la revolución, se presentaron en los lugares públicos y se dirigieron a multitudes sorprendentemente grandes y entusiastas. Los demócratas de Berlín patrocinaron un foro muy concurrido en la Lehrervereinshaus, el 17 de noviembre. Unos días más tarde, quinientos vecinos de Steglitz, un suburbio enteramente de clase media al sur de la capital, se unieron al Partido Democrático Alemán, recientemente fundado, un sucesor más pujante del pequeño partido Progresista de la era imperial. En la elegante Friedenau, la municipalidad de la ciudad resultó demasiado pequeña para alojar a todos los ciudadanos que llegaron para constituir una rama del Partido Democrático. Decenas de miles de personas asistieron al primer evento importante del partido en la capital la tarde del domingo 1° de diciembre. De hecho, llegó tanta gente que los organizadores tuvieron que celebrar dos reuniones paralelas, una en el Zirkus Busch, y la otra en un auditorio en la cercana Bolsa de valores.[162] Todos los fines de semana desde fines de noviembre a mediados de enero, miles de berlineses pasaban su tiempo en reuniones políticas. Muchos de los participantes eran mujeres que estaban decididas a continuar ejerciendo las responsabilidades públicas que habían adquirido durante la guerra.

Los políticos y los lobbystas no eran los únicos que corrían de un lado a otro de la capital. Una de las características de la revolución que inmediatamente llamó más la atención de los observadores fue el hecho de que las calles parecieron vaciarse de golpe de oficiales, quienes habían constituido una imagen tan familiar de Berlín durante toda la guerra. De boca en boca había circulado un sinnúmero de historias sobre oficiales que habían sido acosados en las calles y en las estaciones de ferrocarril. Pero gradualmente, el impacto por la derrota militar y la conmoción política se fue desgastando. Harry Kessler, siempre un observador agudo, vio a un oficial vestido de uniforme por primera vez, desde el estallido de la revolución, el 15 de noviembre, en la Potsdamerplatz.[163]

Para fines de ese mes, se veían por todas partes oficiales y uniformes, ya que los enormes ejércitos del frente occidental habían comenzado a desmovilizarse y los excombatientes emprendían el regreso a sus hogares. Desde las primeras horas de la mañana hasta las últimas de la noche, durante toda una quincena, 800.000 soldados pasaron por Colonia, otros 500.000 por Francfort. Y para su sorpresa, los veteranos fueron recibidos por miles de ciudadanos, que agitaban banderas, les arrojaban flores y les ofrecían cigarrillos y vino. «Nunca antes había visto Colonia semejante espectáculo militar», recordó un cronista de la ciudad. Muchas tropas no vestían más que los uniformes deshechos y las botas ordinarias de servicio, lo que permitía ver con total claridad el estado de agotamiento de las divisiones de combate. Los símbolos del nuevo orden político —banderas rojas flameando sobre los municipios, pancartas con la inscripción «Larga Vida a la Revolución», los discursos pronunciados por insólitos comisarios nombrados por novedosos Consejos de Trabajadores y Soldados— acrecentaban la extrañeza de regresar a los hogares. Seguramente muchos soldados simpatizaban con la revolución. Pero un número importante de unidades marchaba a un paso más desafiante. Llevaban cintas y escarapelas patrióticas y decoraban sus carros y sus caballos con guirnaldas y con las banderas negras, blancas y rojas del imperio. En varias oportunidades, obligaron a las autoridades locales a quitar las «banderas rojas» de los edificios estatales y municipales. Para cuando la primera ola de desmovilización llegó a Berlín, a principios de diciembre, se hizo evidente que los miles de veteranos que regresaban a sus hogares representaban una fuerza política no prevista.[164]

Unidades de Baviera, Sajonia, Baden y Würtemberg llegaron a Berlín para un espléndido desfile de bienvenida el 10 de diciembre. En el área donde estaban estacionadas las tropas, en la Heidelberger Platz de Wiemersdorf, vendedores ambulantes hicieron un fabuloso negocio vendiendo banderas negras, blancas y rojas e imágenes de los monarcas alemanes depuestos. Miles de niños rodeaban las piezas de artillería, que habían sido decoradas con ramas verdes, flores y banderas imperiales. Equipados con uniformes nuevos, adornados con lirios, acompañados por bandas militares, soldados y oficiales desfilaron entre las aclamaciones de los ciudadanos que llenaban la Berliner Strasse y la Káiserallee hasta el Tiergarten y la Pariser Platz. Allí, a la sombra del Brandenburger Tor, Friedrich Ebert, el comisario principal del pueblo, dio la bienvenida a los soldados, quienes, recalcó, habían regresado del frente «invictos».[165] En los días siguientes, siguieron transitando unidades por la ciudad festivamente decorada, en su camino hacia sus respectivos hogares. Käthe Kollwitz se topó con un desfile en la Prenzlauer Allee, el 12 de diciembre. «Cañones, caballos, yelmos adornados con brillantes cintas de papel. Era un espectáculo tan bonito».[166]

Del otro lado de la ciudad, Ernst von Salomon, de dieciséis años de edad, observaba fascinado:[167]

Sus ojos grises y penetrantes estaban ocultos en la sombra que arrojaban las puntas de sus cascos y hundidos en oscuras cavidades. Esos ojos no miraban ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Estaban fijos delante de ellos, como bajo el embrujo de una meta aterradora… ¡Dios! ¡Qué mirada tenían esos hombres! Esos rostros demacrados, impasibles bajo sus yelmos, esos miembros escuálidos, esos ropas harapientas, cubiertas de suciedad! Avanzaban paso a paso y alrededor crecía el inmenso abismo de una gran vacuidad… Esos hombres no eran trabajadores, granjeros, estudiantes… Esas hombres eran soldados unidos por los lazos de la sangre y el sacrificio. Su hogar era el Frente… es por eso, sí, es por eso que no podían ser parte de nosotros. Ésa es la razón de este impávido regreso espectral.

Salomon no fue seguramente el único para quien el regreso de las tropas produjo un efecto tan vivo sobre la imaginación, llegando incluso a generar en él un culto virtual del soldado combatiente y una estética idealizada del peligro. Tal vez una reacción más típica haya sido la del peripatético Henry Kessler, quien encontró una división marchando por la Unter den Linden: «Todos los hombres usaban yelmos de acero… todas las cureñas y los cañones estaban enguirnaldados y [podían verse] innumerables [banderas] negras, blancas y rojas», aunque «ni una sola bandera roja». También en esa oportunidad los aclamaba a ambos lados de la calle una apretada multitud. Para Kessler la escena era «desgarradora»: «Coronada de gloria», una «valerosa hueste» había sido «aplastada por el infortunio».[168] Es difícil saber cuántos alemanes exactamente compartían la excitación de Salomon o la melancolía de Kessler. Pero es evidente que el regreso de las tropas se había robado parte del clamor de la revolución.

La desmovilización del ejército a fines de noviembre y principios de diciembre coincidió con las crecientes tensiones entre los socialdemócratas y los independientes sobre el papel exacto que debían jugar los consejos revolucionarios y el momento en que debían celebrarse las elecciones para la Asamblea Nacional, y los veteranos se encontraron rápidamente reincorporados, esta vez, en las luchas civiles de la revolución. En Kassel y Bremen, por ejemplo, los consejos burgueses esperaron en vano utilizar la presencia de los soldados armados para disolver los consejos de trabajadores. Por su parte, Ebert recibió con agrado la presencia de tropas confiables y el apoyo que brindaron a su moderado rumbo político, pero desaprobó los grotescos intentos de derecha realizados en su nombre el 6 de diciembre.

Es muy improbable que haya existido una amplia conspiración destinada a descarrilar la revolución, como sostuvieron más tarde los comunistas. No obstante, el vínculo entre la desmovilización del frente occidental y la movilización del frente nacionalista es innegable. Durante todo el mes de diciembre, la capital estuvo inundada de negro, blanco y rojo. Las banderas rojas habían sido quitadas y las patrullas de voluntarios burgueses marchaban alrededor de los suburbios adinerados, en Dahlem y Wilmersdorf. Naturalmente, la mayor parte de los soldados sólo quería llegar a su hogar para la Navidad, anhelos particulares que frustraban los planes contrarrevolucionarios de restaurar alguna versión del viejo orden. Sin embargo, el movimiento deliberado de miles de soldados a través de las calles de la ciudad dejó a la capital en un estado de tensión y en guardia. Dos días antes de Navidad, en la esquina de Unter den Linden y Wilhelmstrasse, una de las últimas divisiones que regresaban del frente fue interceptada por una contramanifestación izquierdista de veteranos lisiados que mantenía en alto furiosas pancartas que decían «¿Dónde están los fondos de Ludendorff?» y «Echen a los culpables que nos han reducido a la miseria y la pobreza». La confrontación, refirió un testigo, «evidentemente afectó a los soldados. Sus rostros mostraban nerviosismo y la atmósfera estaba tensa».[169] De pronto dos experiencias de la guerra muy diferentes se habían enfrentado cara a cara, un preludio de la horrorosa guerra civil que se desataría en el invierno y la primavera de 1919.

Finalmente, aun antes de que terminara el año 1918, los generales del ejército ya habían sorteado el problema de los reservistas no confiables y con el apoyo del tímido gobierno socialdemócrata organizaron los primeros Freikorps o cuerpos libres de voluntarios, supuestamente con el fin de proteger a la patria de la subversión y el saqueo, pero, de hecho, con el propósito de aplastar a la izquierda radical.[170] Uno de los primeros voluntarios fue el joven impresionable Ernst von Salomon.

La Revolución Alemana no estuvo constituida por un único movimiento que arrastró a una clase proletaria, con años de sufrimiento, a lo largo de la Unter den Linden, y la instaló en el poder. Los trabajadores estaban divididos, y a ellos se unieron soldados revolucionarios y marineros amotinados e intelectuales radicales, todos grupos que perseguían sus propios programas políticos. A la vez, los ciudadanos de clase media se adaptaron a las nuevas circunstancias con asombrosa rapidez, organizando consejos burgueses, grupos de intereses y formaciones paramilitares. Aunque el regreso de miles de veteranos del frente occidental no representó el fin de la revolución, significó un debilitamiento de su impulso y un cambio de dirección. Cada nueva ola de movilización política en el otoño de 1918 modificaba aún más el registro de las demandas revolucionarias y las enfurecidas denuncias.

En un brillante bosquejo, el artista favorito de Berlín, Heinrich Zille, captó ese evanescente palimpsesto. Sobre una pared mugrienta, aún pueden leerse restos despedazados de textos revolucionarios: un anuncio de una exhibición patriótica por la guerra y una proclama oficial firmada por Hindenburg, Ludendorff, y Graf von Baden. También pueden distinguirse los nombres de Ebert y Scheidemann sobre un fragmento de un poster que debe datar de los primeros días de la revolución. Éste está cubierto por un cartel que anuncia una reunión de la Liga Spartakus en el Arminushallen de Moabit, para el 18 de diciembre. Dos simples dibujos enfrentados componen la capa más reciente y hacen comentarios muy diferentes sobre las luchas revolucionarias. Uno muestra una figura que apela a los alemanes a no «estrangular» su «joven libertad» con un absurdo conflicto intestino; el otro alerta contra una amenaza extranjera obviamente eslavo-bolchevique para «die Heimat», la patria y el hogar. Mensajes escritos en tiza registran respuestas más espontáneas: «¡Viva Liebknecht!… ¡Abajo Ebert!».

El otoño alemán de Zille está cargado de asperezas, de ira, de denuncias y de alarma. También es muy voluble. Los sentimientos patrióticos y revolucionarios van y vienen, los efectos de la lluvia y el viento sólo han dejado algunas huellas. Esta revolución que careció de gestos amplios y generosos tiene un aspecto melancólico.

Y sin embargo Zille también ha sabido retratar con precisión la nueva energía de la esfera pública. Un paisaje político movilizado y vibrante dejó sus marcas en la pared. Incluso los transeúntes inscribían a mano sus propios mensajes. Es precisamente esta autolegitimación del pueblo lo que vuelve a la revolución alemana un acontecimiento tan significativo para todos los grupos sociales. Noviembre de 1918 careció de la unanimidad y el propósito social de agosto de 1914, pero tanto la guerra como la revolución promovieron la búsqueda de nuevas formas políticas.

Nuevos comienzos

No puede caber ninguna duda de que el carácter socialista de la revolución, que resultaba tan evidente en los nuevos consejos de trabajadores y soldados, en las masivas manifestaciones y en las ubicuas banderas rojas, inquietó a los alemanes de clase media. Desde el principio, los enemigos implacables de derecha agitaron el alarmante fantasma de una dictadura del proletariado. Los sentimientos antisocialistas cobraron fuerza durante 1919, mientras la protesta de la clase trabajadora se manifestaba en actos de militancia, como huelgas y rebeliones armadas. Pero no fue sólo el temor lo que dio forma a las actitudes de las clases medias hacia la revolución. Lo que más sorprende de noviembre de 1918 es la enorme circulación que tenían en la prensa no socialista e incluso no liberal términos tales como Volksgemeinschaft (comunidad del pueblo), Volkstaat (estado del pueblo) y Volkspartei (partido del pueblo). Este vocabulario reconocía que la unidad necesaria para poder confrontar a la izquierda socialista sólo era viable bajo una forma progresista. También se hablaba mucho de «agosto de 1914», magros recuerdos de la unidad de Alemania, en fuerte contraste con las tremendas discusiones de noviembre de 1918, pero también un insistente recordatorio de la nueva Alemania que se había delineado en esos días. La revolución brindaba la oportunidad de dar una robusta forma política a las solidaridades ad hoc de la Burgfrieden. De hecho, una de las razones más importantes de la versatilidad política de la República de Weimar, en la que miles de votantes cambiaron de partido, fue la continua sensibilidad del electorado al vocabulario de los Días de Agosto y a las invocaciones realizadas «por encima de los partidos», sobre la base de la idea de nación y Volk,

La abdicación del Káiser, el triunfo de los socialistas, y la aceptación de los términos de los aliados para la amnistía, todos esos veloces acontecimientos no clausuraron la vía hacia el futuro. Por el contrario, con el colapso del Kaiserreich el periodista conservador Max Hildebert Boehm sentía que había «espacio: la amplitud y la perspectiva de aspiraciones políticas». Al mirar hacia adelante, veía «la brillante expansión de praderas y campos». Boehm no fue el único en pisar campo abierto ese otoño. En Jena, Eugen Diederichs, el influyente editor, profirió un «jubiloso “Sí” a la revolución, porque sentimos que el verdadero espíritu alemán estaba ahogado por las estrechas perspectivas burocráticas del viejo régimen».[171] Finalmente ha ocurrido, escribió Wilhelm Stapel, un vocero de la muy chauvinista Unión Nacional Alemana de Empleados de Comercio: «la senda está libre para alcanzar el destino anunciado hace tiempo por nuestros profetas».[172] Diferentes metáforas expresaban ideas similares. En Berlín, René Schickele gozaba de la cálida luz del sol de noviembre 1918 que «permanecería por siempre imborrable».[173] Un nuevo amanecer había despuntado, aunque el 9 de noviembre hubiese sido un día frío y gris en Berlín. Incluso aquellos que no aprobaban el programa socialista del régimen sentían poca simpatía por el Kaiserreich, a menudo recordado como una época opresiva, rígida y oscura.

Gran parte de la prensa burguesa se hizo eco de esos sentimientos, elogiando, al menos en un comienzo, a los revolucionarios por su sentido del orden y condenando a las elites imperiales por traicionar al pueblo alemán, al servir a intereses especiales e impedir la reforma electoral.[174] También era muy evidente para los observadores que la revolución no había encontrado una auténtica oposición en todo el Reich. El simple hecho de que tantos empleados públicos hayan continuado llevando a cabo sus deberes y hayan cooperado, en general, con los consejos de soldados y trabajadores permite ver el profundo desgaste que había sufrido la monarquía. Se vertieron pocas lágrimas el 9 de noviembre. De hecho, en algunas comunidades de clase media predominaba un clima festivo. Celle, un centro administrativo, fue quizá un caso excepcional, porque el primer domingo de la revolución no una, «sino dos bandas, una de los reservistas locales del ejército, la otra constituida por marineros, interpretaron melodías apropiadas», y «un aeroplano, decorado con banderas y pendones, dio vueltas alrededor de la clamorosa multitud». Incluso la «larga fila de manifestantes causó una poderosa impresión». Más típica fue la ciudad universitaria de Gottingen, donde los burgueses aceptaron la revolución pero mostraron poco entusiasmo. «No mucho de que alegrarse o entusiasmarse», concluye un historiador local.[175]

No obstante, existía la convicción generalizada entre los ciudadanos liberales e incluso los conservadores de que no tenía sentido volver atrás. En Nördlingen, Baviera, un Justizrat Nacional Liberal expresó un balance de la opinión no socialista, al afirmar que «un referéndum auténticamente libre rechazaría rotundamente la monarquía y refrendaría un estado del pueblo».[176] Probablemente, tras la conmoción revolucionaria de 1919, el jurista habría revisado su síntesis, pero ésta mantuvo su vigencia hasta fines de 1918. Bertha Haedicke, una mujer de cincuenta y tres años, esposa de un homeópata de Leipzig y pariente de los Gebenlebens de Braunschweig, una familia numerosa que continuará brindándonos su testimonio, sentía poca simpatía por las «tontas leyes» del nuevo régimen, y, no obstante, su angustia frente a la revolución socialista venía de la mano del reconocimiento de que los alemanes tenían que emanciparse políticamente. «Todo ha dependido siempre de los de arriba», escribió a su hermano mayor a fines de noviembre, «y todo fracasó arriba, el Káiser, el gobierno, el Reichstag, die Ganze Politik (toda la política). Si el pueblo alemán tomase el destino en sus manos». Para esa familia fervientemente nacionalista, la revolución ofrecía la oportunidad de rehacer «die Ganze Politik».[177] No sorprende que en esas circunstancias el mordaz retrato de Heinrich Mann sobre la Alemania de Guillermo II, Hombre de paja, se convirtiera de inmediato en un gran bestseller, con 75.000 ejemplares vendidos en sólo un mes, diciembre de 1918.

¿Por qué tan poca gente extrañaba al Káiser? Su apresurada partida de Berlín hacia los cuarteles militares en Spa, y luego de Alemania, le costó la simpatía de no pocos compatriotas. Además, los resentimientos acumulados contra el estado y la economía de guerra habían debilitado su autoridad. Incluso antes de la guerra, Guillermo II había provocado en muchos alemanes pensantes la impresión de una persona tosca y desequilibrada. Pero lo que realmente socavó la confianza popular en los Hohenzollern y las otras monarquías alemanas fue la nueva visión general e indiscriminada de la nación en términos del Volk. Después de todo, desde el inicio de la guerra, el «pueblo» ganaba preeminencia. En el contexto de los enérgicos esfuerzos realizados por la nación durante los años que duró el conflicto, el carisma del monarca se desvaneció, mientras que un «nuevo fulgor» envolvía al pueblo, tal como expresó melodramáticamente Wilhelm Stapel.[178] Refugiado en los cuarteles militares de Spa, Bélgica, el Káiser se volvió más remoto durante el curso de la guerra, a la par que nuevos héroes y jefes militares —el as de clase media Max Immelmann, el gallardo Oswald Boelke, el modesto comandante Hindenburg— atraían los gustos populares. Más allá de los problemas que se debiesen enfrentar en el futuro, la guerra había legitimado nuevos roles políticos más activos para los alemanes comunes. Los términos de Volk y Volksgemeinschaft, tan difundidos durante toda la guerra y luego en la revolución, reconocían este simple hecho. Casualmente, el martes 12 de noviembre, el periódico archiconservador Kruez-Zeitung abandonó su divisa de primera plana «Adelante con Dios, por el Rey y la Patria», reemplazándola con la frase «Por el Pueblo Alemán». Días después, la Deutsche Tageszeitung apareció sin la leyenda «Por el Emperador y el Imperio».[179] Los conservadores habían comenzado a rediseñar Alemania sin el Káiser.

¿Qué significaba realmente “por el Pueblo Alemán? En primer lugar, permitía un compromiso mucho más profundo con los asuntos políticos de lo que había sido el caso hasta ese momento. Antes de la guerra, la vida cívica y los partidos parlamentarios aún se encontraban mayormente en manos de los notables, pero la movilización de los años de guerra, el creciente poder de los socialdemócratas, y la trémula actividad de los grupos de interés de clase media pusieron en jaque este estado de cosas. Suele olvidarse que las leyes electorales basadas en las diferencias de estatus no sólo impedían a los trabajadores votar en las elecciones locales, sino también a muchos alemanes de clase media, una prohibición ampliamente repudiada después de 1914. Las mujeres no participaron enteramente en la política hasta la revolución. El hecho de que, durante todo noviembre y diciembre de 1918, los burgueses llenaran salas de asambleas locales para discutir acontecimientos de actualidad, establecer Bürgerräte y otros consejos profesionales, y organizar las ramas locales de distintos partidos indicaba el nuevo tenor crecientemente populista de la vida pública. Los políticos reconocían ese aspecto popular, al incluir la palabra Volk en los rebautizados partidos liberal y conservador: así pasaron a llamarse Deutsche Volkspartei (Partido Alemán del Pueblo) y Deutschenationale Volkspartei (Partido Nacional Alemán del Pueblo). Los demócratas, los liberales y los nacionalistas podían diferir sobre el modo de concebir el futuro de Alemania, pero todos recibieron con agrado la oportunidad de participar en la vida política en un pie de igualdad.

A medida que se aproximaba la fecha del 19 de enero de 1919 para las elecciones de la Asamblea Nacional, las pequeñas ciudades y los acogedores barrios, que rara vez habían presenciado una gran actividad política antes de la guerra, comenzaron a desbordar de frenesí electoral. Los ciudadanos inundaban las salas de reunión y los salones de las tabernas, ocupando todos los asientos disponibles. Discusiones propiciadas por elocuentes oradores socialistas y monárquicos, demócratas y liberales seguían a los discursos oficiales, de modo que en muchos casos las reuniones duraban hasta bien avanzada la noche. Y lejos de permanecer pasivamente sentadas, las audiencias pataleaban, abucheaban y aplaudían a los oradores. Los gritos, los silbidos y los insultos formaban una parte esencial del repertorio. En los días siguientes, los debates colmaron las columnas de los periódicos locales.

Este interés inicial se mantuvo firme, mientras crecían las afiliaciones a los distintos partidos, durante los años 1919 y 1920, y se establecían filiales de los partidos incluso en los lugares más pequeños del país. Se hacía hincapié en movilizar una base política tan amplia como fuera posible, para incluir a empleados, mecanógrafos, almaceneros, y funcionarios públicos de rangos inferiores, al igual que a abogados, médicos y comerciantes; una combinación inusual en la vida política de preguerra, la cual, a pesar de todos los cambios acontecidos a principio de siglo, había seguido en poder de los notables. De ser posible, también se incorporaban trabajadores de inclinación nacionalista, el equivalente alemán del tory inglés. Además, las mujeres, al igual que los hombres, también asistían a las reuniones públicas y se afiliaban a los partidos, una tendencia que no sólo se explicaba por la emancipación política formal de las mujeres, sino también por el amplio compromiso que éstas habían tenido con las actividades desarrolladas por el Nationaler Frauendiest, durante la guerra. A diferencia de sus contrapartidas de preguerra, los partidos políticos buscaban una base multitudinaria y se organizaban de forma mucho más pública, dirigiendo manifestaciones y realizando campañas más activas para juntar votos en épocas de elecciones, muy a la manera de los socialdemócratas.

Para el verano de 1919, el partido de clases medias más grande, el Partido Democrático Alemán prorrepublicano, declaró contar con 900.000 miembros, organizados en más de 2.000 ramas locales. Durante el año siguiente, su principal rival, el Partido Alemán del Pueblo, de tendencia liberal, reclutó casi 400.000 miembros, en 2.181 filiales. Al mismo tiempo, el Partido Nacional Alemán del Pueblo, de tendencia monárquica, trabajó para ampliar su espectro organizativo dentro de las ciudades y los pueblos mucho más allá del epicentro conservador, al este del Elba. En las elecciones para la Asamblea Nacional de enero de 1919, los partidos protestantes de clases medias acumularon cerca de un tercio de los votos (los demócratas obtuvieron el 18,6%, el Partido Alemán del Pueblo el 4,4%, y los nacionalistas alemanes, el 10,3%; sumado al 19,7% del Partido Católico de Centro, era suficiente para negar una mayoría al Partido Social Demócrata y a los socialistas independientes). «El éxito de los nacionalistas alemanes no es abrumador», admitió Bertha Haedicke, una nueva miembro del partido en Leipzig, pero evidentemente era lo bastante importante como para que ella expresara su confianza en que «el futuro nos pertenece».[180] A pesar de todas las banderas rojas y todos los discursos sobre el socialismo, el cuadro de la Revolución de noviembre quedaría incompleto sin el reconocimiento de una movilización popular que arrasó por igual con hombres y mujeres, con trabajadores y burgueses, con la ciudad y el campo, con socialistas y nacionalistas.

La movilización del interés

No hay estadística más impresionante para el primer año de la Revolución Alemana que el crecimiento de los sindicatos socialistas. Entre principios de octubre y finales de diciembre de 1918, el número de afiliados casi se duplicó a 2.858.053 trabajadores; tres meses más tarde el total alcanzaba los 4.677.877, y para fines del año 1919 los 7.338.132, casi el triple del tamaño que tenían los sindicatos antes de iniciarse la guerra.[181] Gracias a la Ley de Servicio Auxiliar de 1916 y el Acuerdo Stinnes-Legien, en octubre de 1918, mediante el cual los empleadores reconocían a los sindicatos como agentes de acuerdos colectivos, los sindicatos se convirtieron en los representantes más atrayentes y competentes de la clase trabajadora. Aunque los líderes de los sindicatos hacían todo lo posible por canalizar los frecuentes y violentos estallidos de protesta social y trataban de calmar la espontánea actividad huelguista que sacudía a Alemania en 1919, fueron ellos los verdaderos beneficiarios del activismo obrero. Dadas estas cifras, los Vaterlandslosen Gesellen de 1914 —«los camaradas sin patria»— se habían transformado en el motor del «Movimiento Obrero». Al mismo tiempo, los comerciantes minoristas, los artesanos, los funcionarios públicos, los empleados y los granjeros obtuvieron también sus propios éxitos organizativos. De hecho, la gran proliferación de grupos de interés es la indicación más clara del poder político que habían alcanzado las clases medias tras la Revolución de noviembre.

Cuando los alemanes expresaban sus opiniones durante la guerra y la revolución, lo hacían de forma más estridente como miembros de grupos de intereses, sociales o económicos. Las reuniones públicas y las plazas de los pueblos resonaban con las insistentes demandas realizadas por los empleados del correo postal, los maestros de escuela, los repartidores y los taberneros, una insurrección masiva del pueblo que recordaba las tácticas de los trabajadores y transformaba la política burguesa, confiriéndole un pronunciado carácter popular. Surgieron así grupos de intereses económicos en los lugares más inverosímiles, una continuación de la Verrätisierung, la compulsiva autoorganización de los artistas, los médicos, los músicos, los marineros, e incluso las prostitutas, tan evidente en las primeras semanas de la revolución.[182] Cada agrupación, desde la Liga de Guerreros Ciegos hasta la Asociación de Vendedores de Diarios y la Liga Alemana de Arrendadores de Cantinas, requería la formación de un grupo de interés, una oficina, un teléfono y una publicación regular para obtener el reconocimiento social y, con suerte, la protección parlamentaria. Los grupos de interés no sólo organizaron a la sociedad de maneras nuevas, numerosas y diferentes de las de antes de la guerra, sino que además utilizaron tácticas políticas más militantes. Esa movilización del interés es uno de los rasgos más sorprendentes de la vida política y social alemana después de 1918.

Nunca en la historia de Alemania se organizó tanta gente en grupos de interés o revivieron tantas organizaciones moribundas como en los doce meses que siguieron a la Revolución de noviembre. Además de los casi seis millones de trabajadores que se unieron a los sindicatos, al menos cuatro millones de empleados, funcionarios públicos, granjeros y artesanos se organizaron de una manera nueva. Profesiones que hasta entonces habían carecido de representación, tales como los químicos y los asistentes de laboratorio o los tramoyistas, establecieron importantes grupos de interés. En las últimas semanas de 1918, se fundaron cuarenta y cinco nuevas organizaciones de funcionarios públicos. Al mismo tiempo, grupos dispersos se consolidaron en imponentes estructuras federales. En 1919, la recientemente fundada Deutscher Beamtenbund o Federación de los Empleados Públicos afirmaba tener un millón y medio de afiliados. Entre los empleados organizados, nueve de cada diez eran representados por alguno de estos tres carteles, el Allgemeine Freie Angestellten-Bund de orientación socialista (450.000 en 1910), el cristiano Gewerkschaftsbund der Angestellten (300.000) y el nacionalista Deutchenationaler Handlungsgehilfenverband (250.000).[183] En lo que un historiador denomina la «segunda movilización agraria», miles de pequeños propietarios rurales comenzaron a desempeñar una intensa actividad en cámaras de agricultura locales, en asociaciones de campesinos, y en grupos más nuevos y combativos como el Campesinado Libre.[184] Entre los maestros artesanos, la vasta mayoría organizada en gremios siguió creciendo en los años posteriores a la revolución, desde 625.000 en 1919 a 935.000 siete años más tarde. En el sur de Alemania, el Verband Deutscher Gewerbevereine, en su mayoría conformado por artesanos, declaró tener unos 200.000 miembros en 1919. Mucho menor pero más estridente era el Norwestdeutscher Handwerkbund (Liga de Artesanos del Norte de Alemania) fundado en 1919 con 50.000 afiliados.[185]

En cientos de ciudades de toda Alemania, se congregaron grupos de clase media, como el Gewerbeund Handelsverein de 1840 (Asociación de Industria y Comercio de 1840), que se reunió en enero de 1919 para evaluar el nuevo panorama político. La era de los «hacedores de reyes ha terminado», afirmó su presidente; los miembros debían confiar en sí mismos y unirse a los partidos políticos reorganizados con el fin de influir en la política pública. «A ingresar en los partidos», exhortó. El principal periódico de Oldenburg estaba de acuerdo y explicaba que la nueva política era el resultado de una lucha darwiniana entre diferentes grupos de interés; sólo el más fuerte y más insistente obtendría peso político.[186] Los empleados de oficinas siguieron la misma estrategia. La organización de los profesionales tenía que estar acompañada por la movilización política. De acuerdo con la Unión Nacional Alemana de Empleados de Comercio, cada miembro debería «promover los principios de unión mediante un trabajo activo dentro de los partidos, como miembro, dirigente, candidato o diputado».[187] Los lemas de la joven democracia de Alemania son reveladores: «Médico, ayúdate a ti mismo» o «Aquel que grita más fuerte alcanza el mayor logro» o «Cada miembro debe tomar una posición». Al cabo de un año, los médicos realmente se habían ayudado a sí mismos, los encuadernadores de libros habían gritado y los pequeños propietarios rurales habían tomado una posición.[188]

Comparada con los años de preguerra, la influencia que habían adquirido las clases medias en el Reichstag era sorprendente. Los partidos burgueses debían su gran número de afiliados a los vehementes esfuerzos de los distintos grupos de interés, tales como las Cámaras de Agricultura, los sindicatos de empleados de comercio, y la Liga de Artesanos, todos grupos que obtuvieron una importante representación en las listas electorales en las elecciones de enero de 1919, y luego en junio de 1920, y en cientos de contiendas regionales y locales. Además, una de las formas básicas de dirigirse a los ciudadanos utilizadas por los partidos era apelar a las distintas ocupaciones. Este cuidado reflejaba uno de los requisitos que acompañaban a la nueva forma de hacer política en la Alemania democrática.[189] Cuando un diputado del Reichstag como Gustav Budjuhn podía legitimar su pedido de ser reelecto dentro del Partido Nacional Alemán del Pueblo con una extensa lista, en muchos casos minuciosamente detallada, de las cincuenta y cinco agrupaciones con las que tenía trato, incluyendo la Asociación de Vendedores Alemanes del Ferrocarril, la Organización Central de Relojeros Alemanes, la Liga de Carniceros Alemanes, y la Liga de Destiladores Alemanes, quedaba claro que la clase media estaba jugando bien el juego.[190] No hay ninguna razón para considerar esta movilización de los grupos de interés como antimoderna o como propia de una estrechez de miras forzosamente inconsistente con la democracia.

Los distintos grupos también exigían una estrategia política más combativa. Los artesanos, por ejemplo, tradicionalmente se habían organizado en gremios separados por oficio, formando parte de cuerpos administrativos semipúblicos, la Handwerkskammer, o de asociaciones de comercio que funcionaban como representantes oficiales de los gremios. Por consiguiente, la identificación del artesano como carnicero o panadero o plomero era de suma importancia. La nueva Liga de Artesanos organizaba a los miembros independientemente de su oficio y, por lo tanto, lograba una base numérica mucho más amplia, incrementando su poder de desafiar al gobierno, emitir votos o movilizar de alguna otra manera a sus miembros. «Las masas gobiernan en la era de la democracia», explicaba la Nordwestdeutscher Handwerkszeitung. «Si los artesanos alemanes quieren seguir desempeñando un papel en la política o en la economía, deben asociarse en una masa decidida y adecuadamente disciplinada».[191] De manera similar, en la región del Rin y en Baviera, el Campesinado Libre se separó de la antiguas Cámaras de Agricultura y las Asociaciones de Campesinos, y organizó a los propietarios rurales pequeños, ignorando diferencias entre católicos y protestantes, y defendiendo con notable ferocidad los intereses agrarios contra los funcionarios del gobierno.

Tanto la Liga de Artesanos como el Campesinado Libre tomaron al Partido Social Demócrata como su modelo: la clase media no sólo abrazó la organización militante de los trabajadores sino que también adoptó una organización crecientemente democrática, en la que los dirigentes eran responsables ante el común de los miembros. Y como los trabajadores socialistas, los grupos de clases medias no temieron valerse de las huelgas, arma que los sindicatos de empleados de comercio desplegaron durante el estallido de protestas de 1919. Bajo la presión de sus miembros mal remunerados, hasta la oficial Federación de Funcionarios Públicos Alemanes reconoció la legitimidad de las huelgas como «último recurso», tal como se hizo patente durante la gran huelga del ferrocarril de febrero de 1922. Por su parte, el Campesinado Libre obtuvo un fuerte apoyo entre los granjeros del oeste de Alemania, por haber amenazado a las ciudades con huelgas de distribución de alimentos.[192]

Para el alemán de clase media la consecuencia política más directa de la revolución fue su nueva pertenencia a un determinado grupo de interés económico. En las ciudades alemanas, grandes y pequeñas, las ramas resucitadas de viejas organizaciones competían con grupos más aguerridos, y estas estrategias tenían por resultado llegar a un número de personas nunca antes alcanzado en la historia de Alemania. Ciudadanos anteriormente privados de voz y voto, como los empleados de los ferrocarriles o del correo, los oficinistas y los artesanos, adquirieron una influencia sin precedentes dentro de las organizaciones partidarias burguesas. A pesar de su retórica alarmista sobre la amenaza socialista, los individuos de clase media demostraron poseer un poder político considerable, sin duda más del que habían tenido antes de la guerra. A la larga, los grupos de interés adquirieron un rol tan preponderante en el proceso parlamentario que Oswald Spengler describió a la nueva democracia de Alemania de forma peyorativa como un cúmulo de intereses germanoparlantes.[193] Para el filósofo autodidacto y para gran parte de la derecha conservadora, la política posrevolucionaria estaba compuesta de entidades económicas aisladas, los así llamados Stände (estamentos), artesanos, empleados públicos o comerciales que consideraban la vida pública sólo a través del prisma de los derechos corporativos particulares y las prerrogativas gremiales.

El proceso que el sociólogo Emil Lederer había identificado ya en 1912, y por el cual «el “moderno desarrollo económico» traería «a la vida todos los intereses previamente pasivos» y «reemplazaría las ideas políticas con intereses económicos» fue acelerado por el nefasto proceso inflacionario de Alemania.[194]

La rápida devaluación monetaria desde los comienzos de la guerra golpeó a los grupos sociales de manera despareja, creando experiencias tremendamente dispares para los acreedores, los inquilinos y los empleados asalariados, y, de ese modo, justificando sus distintas perspectivas de un «interés especial». Al mismo tiempo, la inflación, a principios de los años veinte, brindó espléndidas oportunidades para que los granjeros aprovecharan la escasez de alimentos, los obreros presionaran al gobierno con el fin de obtener concesiones salariales, y los empleados públicos buscasen asignaciones especiales. Además, la rigurosa estabilización fiscal que siguió en 1914 dejó sin trabajo a miles de empleados. El desempleo, obrero subió a los niveles más altos desde la revolución y sólo ocasionalmente descendió por debajo del 10%, antes de la verdadera catástrofe de la Gran Depresión. Asimismo, la falta de crédito hizo estragos entre los propietarios de pequeños comercios y los granjeros. Con cada nueva estación, la economía de posguerra validaba la ampliación de la política de intereses.

El resultado concreto de la inflación fue un desastre político para los principales partidos burgueses —los dos partidos liberales, el Partido Democrático Alemán y el Partido del Pueblo Alemán— que fueron totalmente desgarrados por luchas internas, mientras los grupos corporativos luchaban por obtener una mayor influencia. Las elecciones locales y nacionales de 1924 también mostraron el mayor atractivo que ejercían en la población los grupos de intereses, más pequeños pero bastante numerosos, que eran implacables en sus ataques contra los políticos de Berlín y sus turbias negociaciones dentro del Reichstag. Congregando el apoyo de los pequeños propietarios rurales, los pequeños comerciantes y los artesanos, el Wirtschaftpartei, o Partido del Comercio, obtuvo en diciembre de 1924 él 33% de los votos en las elecciones del Reichstag. A nivel local, las filiales del partido obtuvieron aun mejores resultados (8,3% en las elecciones de 1924 para el Landtag de Braunschweig; 10% en las de 1916 para el Landtag de Sajonia). Al mismo tiempo, una abigarrada mezcla de partidos de campesinos, candidatos independientes que representaban a los propietarios de viviendas, asociaciones de inquilinos y listas de empleados públicos y comerciales descolocaron a los líderes de los partidos tradicionales, socavando su habilidad para manejar la política local. La confianza pública en su capacidad para cuidar de los intereses de la clase media siguió derrumbándose, porque el voto de las listas independientes creció con cada elección local, regional y nacional entre 1924 y 1930, año de la aparición del nazismo.

El flagelo de la inflación fue uno de los acontecimientos más traumáticos de la historia de Alemania. Debilitó aún más un sistema parlamentario débil y limitó la futura capacidad del gobierno de Weimar para la promulgación de una legislación social paliativa. Incluso después de que disminuyó la inflación, a fines de 1923, los ciudadanos alemanes no pudieron librarse de la sensación de estar viviendo en un permanente estado de emergencia. Desconfiaban de valores que podían resultar huecos y lanzaban rápidamente por la borda lealtades políticas que hasta ese momento habían sido incuestionables. La virtud pública se deterioró a pasos acelerados, degenerando en lo que parecía ser una preocupación solipsista por los propios intereses.

Sin embargo, la persecución de los propios intereses económicos no constituyó una política de miras tan estrechas como podría creerse a primera vista. Fue sobre la base de sus propias ocupaciones o profesiones que millones de alemanes aprendieron a articular intereses comunes, superar debilitantes divisiones entre los distintos gremios y alcanzar los altos niveles de organización que exigía la supervivencia en una sociedad capitalista competitiva. El corporativismo también proveyó de un vocabulario que estaba dirigido a lograr el reconocimiento político de los propios derechos. La invocación de los intereses laborales reflejaba la importancia que otorgaban las clases medias al trabajo y al mérito, importancia que erosionaba los rangos jerárquicos tradicionales y los códigos de deferencia de la época monárquica. La imaginería corporativista resultaba atractiva porque resistía tanto el exclusivismo implícito en la categoría de clase del marxismo como a la cultura de los grandes negocios del capitalismo. Era una consecuencia lógica de la idea del «estado del pueblo», vigente desde los inicios de la guerra.

Es, por lo tanto, un error asociar la inflación con una fractura total de la política. De hecho, los efectos, en especial, de la hiperinflación de 1922-23 fueron tan vastos, el sufrimiento que infligió tan general, y su aparición tan ligada en la mente del pueblo con el Tratado de Versalles, que puede afirmarse que este fenómeno expuso como ningún otro el destino nacional que compartían todos los alemanes, equiparó el carácter nacional al sufrimiento nacional, y, de ese modo, promovió programas para la salvación de la nación. Esta transfiguración de las condiciones de desesperación en precondiciones para la renovación no es del todo atípica en los años de entreguerra.

Contrarrevolución

En la primavera de 1919, tras sofocar insurrecciones comunistas en Berlín, Bremen y Múnich, y romper huelgas generales en Halle, Magdeburgo y Braunschweig, las bandas armadas de forajidos de derecha pueden haber constituido perfectamente, tal como sugiere el historiador Robert Waite, «el poder independiente más importante de Alemania».[195] Aunque esta especulación tal vez sea algo exagerada, resulta sorprendente la rapidez con la que se reagruparon las fuerzas de la contrarrevolución. Tras haberse abierto paso en la escena política, asesinando gente por toda Alemania, para terminar luego disolviéndose, estos Freikorps dejaron tras de sí una confederación de organizaciones secretas, grupos de veteranos, y clubes de tiro al blanco que incluían las nacientes SA o Sturmabteilung de Hitler. Paralelamente, los gobiernos locales promovieron la creación de guardias cívicas (Einwohnerwehren), conformadas por ciudadanos locales o vecinos, para mantener la ley y el orden, de modo que en 1919 y 1920 más de un millón de hombres fueron reclutados en actividades paramilitares. Arsenales en los barrios, veteranos de nuevo uniformados y rifles debajo de las tablas del piso de las casas: todo eso testimoniaba la movilización que había tenido lugar en cientos de comunidades en todo el Reich.

Naturalmente la remilitarización, que la derecha de manera imprudente consideraba necesaria para proteger a la República alemana de la izquierda, la hacía peligrar aún más. Apenas unos años después del establecimiento de la democracia, había surgido un movimiento nacionalista que se oponía vehementemente a los preceptos republicanos. En realidad, la larga pendiente que culminaba con la toma del poder por parte de Hitler, en 1933, había comenzado muy pocas semanas después de la Revolución de noviembre. Sin embargo, el fenómeno paramilitar no fue esa simple criatura de la reacción que suelen retratar como tal. Un examen más atento permite ver la existencia de una tendencia populista que va hacia un nacionalismo radical.

En la primavera de 1919, los Freikorps fueron recibidos como libertadores por los burgueses en las ciudades donde aplastaron las huelgas generales de la militancia obrera. Pero difícilmente podían servir de modelo para una política posrevolucionaria. Mientras los opositores de la República de Weimar operasen a la sombra de la legalidad, la república no corría un grave peligro. Lo que revelaban las conspiraciones secretas, el audaz asesinato de republicanos prominentes, como el líder del Partido de Centro Matthais Erzberger (1921) y el Ministro del Exterior Walther Rathenau (1922), y los intentos golpistas de los Freikorps en 1920, y de los nazis en 1923, era una concepción básicamente elitista de la política que iba en contra de los desarrollos sociales producidos desde 1914.

Esas correrías podían proveer buen material para los periódicos, pero no eran una buena política. El golpe de Kapp se malogró desde el principio, en marzo de 1920; Erich Ludendorff fracasó miserablemente como político de la era de Weimar; e incluso la mayoría de los Freikorps se hundió en el olvido. Fue recién en 1933 que los miembros de los Freikorps recibieron un reconocimiento como fascistas avant la lettre y fueron públicamente conmemorados como héroes políticos. Es por esto que la mayor parte de las grandes historias sobre el movimiento de los Freikorps y de las memorias de sus veteranos apareció sólo después de 1933.[196] Los Freikorps fueron la «vanguardia del nazismo» en gran parte porque los nazis así lo decidieron. Aunque muchos veteranos de los Freikorps finalmente ingresaron en el movimiento nazi, los roles políticos que desempeñaron ambos grupos fueron muy diferentes. Los nazis eran organizadores, los Freikorps rebeldes, y si bien es cierto que los nazis compartían el antimarxismo y la brutalidad física de los miembros de los Freikorps, carecían de su fanfarrón desprecio por la sociedad civil y su imagen autoinculcada de proscriptos.

Los Freikorps eran muy semejantes a los románticos del siglo XIX descritos por Carl Schmitt, interesantes por su desapego, pero ineficientes por impolíticos.[197] Parado en una esquina de Berlín, mientras observaba marchar las tropas que regresaban del frente de batalla, Ernst von Salomon había quedado impactado por la dura mirada de los soldados. Fue lo que vio en esos ojos, producto del horror de largos años de la guerra, lo que lo impulsó a enrolarse en las fuerzas paramilitares al día siguiente. Debe de haber sentido lo mismo la mayor parte de los otros voluntarios, ya que parecen haber sido más bien razones estéticas que consideraciones políticas las que guiaron sus decisiones. Los voluntarios, según admitieron ellos mismos, buscaban aventura, no redención. «No quiero volver nunca más a casa», recordó haber sentido Friedrich Siebert, al final de la guerra; «quiero pasar mi vida caminando por estas rutas de campo, mirando el cielo, midiendo el mundo por cuadrantes y divisiones, calculando la hora del día por la intensidad del fuego de artillería… Mi Alemania comienza donde disparan los cohetes y termina donde parte el tren a Colonia».[198]

Para los Freikorps, la política era simplemente la guerra librada con otros medios. De hecho, no hubo ningún corte que marcase la transición de la guerra mundial a la guerra civil, tal como sugiere el breve resumen de Friedrich Heinz: «A los dieciséis años, voluntario de los Guardias Fusileros. A los dieciocho, teniente en el Regimiento 46 de Infantería. Somme, Flandes, batallas con tanques. Marcha ofensiva, acción defensiva, servicio de frontera, Brigada Ehrhardt, golpe de Kapp, Silesia superior, Reichswehr negro, Ocupación del Ruhr, Feldherrnhalle».[199] Y para la mayor parte de los miembros de los Freikorps, que eran jóvenes que abandonaban la escuela, la así llamada generación de 1902, unirse a los cuerpos paramilitares era una manera de compensar la acción que no habían visto durante la guerra. Lo importante era incorporarse, el factor político con frecuencia era irrelevante. Durante el golpe de Kapp, los hombres del Hindenburg Freikorps ni siquiera sabían de qué lado iban a luchar.[200] Al ser interrogado por un oficial británico sobre la razón por la cual sus hombres habían marchado sobre Berlín, un «asombrado capitán rebelde respondió: “¡Porque les dije que lo hicieran! ¿Acaso no basta con eso?».[201] Seguramente, la mayoría de los voluntarios odiaba a los socialistas, pero esa enemistad apenas conformaba un programa político. ¿Querían que volviera el Káiser exiliado? «Un rebelde confundido vaciló, “No, no. No, eso no…”. “¿Qué sentido tenía todo eso entonces?”. La pregunta dejó sin respuesta al Freikorpskämpfer. Se la repitió a sí mismo y luego decidió: “¿El sentido? ¿El sentido? Sólo hay sentido en el peligro. Marchar hacia la incertidumbre es para nosotros sentido suficiente, porque responde a las exigencias de nuestra sangre”».[202]

Hagen Schulze describe acertadamente a los voluntarios de los Freikorps como nihilistas.[203] No tenían ninguna visión articulada de la sociedad, habían olvidado las ciudades de las que provenían, y despreciaban a los burgueses que «liberaban». Como, tales, sencillamente no eran una fuerza política creíble. En un único aspecto eran típicos de los alemanes de los años de posguerra. Los Freikorps no eran nostálgicos; no hablaban mucho del Káiser. Para ellos, la guerra y la revolución habían forjado un mundo fantástico y horroroso que impedía todo retorno a 1913. Esa sed de aventura era ilustrativa de un reconocimiento mucho más vasto: hacía tiempo que las viejas formas políticas habían perdido su utilidad.

Potencialmente más consecuentes que los Freikorps eran las mucho más numerosas Guardias Cívicas, establecidas en ciudades y pueblos de todo el Reich en respuesta a las expediciones proletarias de saqueo y las huelgas de la clase trabajadora. Dado que los veteranos cargaban con la responsabilidad de la seguridad local en un número desproporcionado, las Guardias Cívicas tenían el potencial de una nueva fuerza política que utilizaría la experiencia de la guerra para reconstruir Alemania. La autodefensa promovería la autoconfianza y reagruparía a los patriotas bajo el estandarte de un esfuerzo altruista por obtener la liberación nacional. Supuestamente por encima de los partidos y más allá de las divisiones de clase, las guardias fueron concebidas para servir como modelos populares de la unidad social y política de la nación. Los organizadores de Berlín se proponían nada menos que la restauración de la Burgfrieden.

Por supuesto, todos los discursos sobre la liberación nacional modelados en las experiencias de 1813 pronto degeneraron en furiosas protestas contra los aliados y la ilusoria democracia que habían impuesto al pueblo alemán. Tal como sintetiza James Diehl, «el programa supuestamente “no político” de la Guardia Cívica era… profundamente político»; y contenía todas las características de un orden político autoritario que intentaba volver atrás los logros de la revolución democrática.[204] La retórica antidemocrática y antisocialista sonaba familiar, pero el hincapié puesto en la autosuficiencia local era lo que diferenciaba a las guardias de otros soñadores de derecha, como Kapp o Salomon. Era un grupo de simples ciudadanos, más que un comité ejecutivo de notables o una elite de guerreros saqueadores, el que informaba las Einwohnerwehr [defensa de los vecinos, más conocida como Guardia Cívica], y esto confería a las guardias un carácter popular y socialmente amplio, no asociado por lo general con la derecha alemana.

El hecho de que se hayan establecido tantas Guardias Cívicas en 1919 y 1920 muestra hasta qué punto el equilibrio de poder revolucionario se había desplazado hacia las clases medias. A primera vista, el millón de alemanes que se enroló en las guardias y estaba armado con un total de 660.000 rifles constituía un impresionante contrapeso de los trabajadores revolucionarios. Sin embargo, tal como resultaron las cosas, las Guardias Cívicas no fueron la fuerza poderosamente armada que habían imaginado sus entusiastas patrocinadores. Es cierto que en casos aislados las guardias lograron algunos éxitos: por ejemplo, en Kiel, donde se había producido el primer estallido de la revolución, burgueses acaudalados financiaron un Freiwillige Ordnungsbund bien organizado con más de 8.000 miembros. Las guardias de los pueblos también repelieron con éxito las invasiones de fin de semana de los hambrientos metropolitanos. En muchas ciudades, los consejos de soldados y trabajadores fueron obligados a entregar sus armas a las autoridades policiales y militares, y a disolverse. No obstante, fuera de Baviera, las guardias mantuvieron, por lo general, un área de acción local y su entusiasmo se desvaneció una vez disminuida la amenaza inmediata a la patria y el hogar; su estrechez de miras limitó su utilidad política. Con el tiempo fue cada vez menor el número de voluntarios que se presentaba a sus servicios de guardia y los que lo hacían morían de aburrimiento. En algunas regiones del Ruhr, los socialistas impidieron que las guardias se armasen o, de lo contrario, se constituyeron en grupos tan numerosos que las unidades ya no sirvieron a los intereses de los burgueses.[205]

Las Guardias Cívicas también fracasaron en la mayor prueba de la contrarrevolución. Durante el golpe de Kapp, en marzo de 1920, cuando Wolfgang Kapp, quien había alcanzado gran notoriedad como pangermanista en la primera guerra mundial, entró en la capital al frente de divisiones de Freikorps y proclamó un nuevo gobierno nacional, la mayoría de las guardias no supo colaborar ni asumir la autoridad local. En el norte y oeste de Alemania, los artesanos, los empleados públicos y los pequeños comerciantes dominaban las guardias y éstos sentían poca simpatía por los complots restauradores, incluso aquellos que desdeñaban la república. En otros lugares los golpistas, reconocidos como los diletantes que eran, no lograron ganarse el apoyo de políticos locales o de editores que simpatizaran con su causa. «El absoluto vacío de apoyo moral… podía sentirse ya en las primeras horas», refirió un observador británico en Berlín.[206] A los pocos días, el golpe sucumbió frente a una huelga general.

Lo que atemorizaba a los burgueses era la contraofensiva concertada de los socialdemócratas, los socialistas independientes, y los comunistas que dejaron paralizada a la Alemania metropolitana durante varios días. Incluso algunos burgueses de tendencias liberales tenían la impresión de que los comités de huelguistas de izquierda que habían surgido para tomar el control local estaban por establecer una dictadura del proletariado. Durante marzo y abril de 1920, prevaleció prácticamente un estado de guerra civil en los alrededores de Braunschweig, en Gotha, y en todo el Ruhr. Aun en ciudades donde las relaciones entre las clases no habían dejado en ningún momento de ser amistosas, el golpe de Kapp dejó como secuela profundas enemistades. De acuerdo con la prensa local, «las cosas siempre han estado tranquilas» en Goslar, pero la ciudad «sufrió un fuerte impacto durante las huelgas de la semana pasada».[207] En los meses siguientes, disturbios por alimentos, tumultuosas manifestaciones de obreros en protesta por el asesinato del ministro del Exterior Rathenau, en junio de 1922, y mayorías socialistas en el Landtag (1922-23) de Sajonia y Turingia, mantuvieron a los burgueses nerviosos y a la defensiva.

A pesar del fracaso del golpe de Kapp, los adversarios más temibles de la República de Weimar surgieron a fines de la primavera de 1920, cuando las elecciones nacionales revelaron un fuerte vuelco hacia la derecha. Nada hacía peligrar más a la República de Weimar que la profunda división entre la izquierda y la derecha. En miles de comunidades, en particular en el norte protestante, los dieciocho meses transcurridos entre el estallido de la revolución y el golpe de Kapp habían bastado para enfrentar a los socialistas de la clase trabajadora y a los burgueses nacionalistas en dos bandos opuestos y radicalmente separados. Muy poco quedaba del espíritu de la Burgfrieden, aunque las relaciones entre las clases eran más fáciles en el sur y en el oeste católicos y en las grandes ciudades. Sólo el Partido Democrático Alemán buscó mediar entre la socialdemocracia y el Bürgertum, las clases medias, y en las elecciones para el Reichstag de junio de 1920, perdió casi la mitad de su electorado. En las ciudades pequeñas y medianas, donde aún vivía la mayor parte de los alemanes, los demócratas habían sido diezmados.

Al mismo tiempo, la lucha contra los socialistas se fundió cada vez más con la lucha por la nación. Los difíciles términos de la guerra y la paz impusieron lo que Ernst Renan llamó alguna vez el «plebiscito cotidiano» del nacionalismo, en el que el estado abstracto que recaudaba impuestos y promulgaba leyes era imaginado como un ser vivo y colectivo que había recibido graves heridas. Dada la magnitud de la movilización durante la guerra y la experiencia de una pérdida tan inmensa de vidas, no era sorprendente que la gente se sintiera parte del cuerpo de la nación. Los campesinos, los obreros y los empleados, señala Martin Broszat, regresaron a sus hogares en 1918 «con personalidades cambiadas»; «la guerra los había arrancado del lento transcurrir de la vida provinciana y los había arrojado al “vasto mundo” y sobre el escenario de acontecimientos nacionales históricos».[208]

Por consiguiente, los grupos de veteranos desempeñaron papeles políticos más importantes hasta en las ciudades más pequeñas.

Ceremonias de consagración de la bandera o conmemorativas marcaban el ritmo de la vida social, y las canciones de guerra — Siegreich wollen wir Frankreich schlagen (Victoriosos golpearemos a Francia era siempre una de las favoritas)— acrecentaron los repertorios corales. Los duros términos impuestos por el Tratado de Versalles, la creación del Corredor Polaco (1919) y la partición de Silesia (1921) fueron una herida profunda para los alemanes: se realizaron colectas, se alojaron niños pequeños en asilos rurales, y las plazas de las ciudades se colmaron de furiosos manifestantes de todos los partidos que expresaban su descontento. Progresivamente obsesionados con la integridad de la nación, que parecía haber sido gravemente menoscabada, los nacionalistas alemanes pensaban en términos cada vez más excluyentes o raciales. Perfeccionaban una retórica apocalíptica de peligro y redención y lanzaban ataques despiadados contra los así llamados elementos no alemanes —contra socialistas, polacos y cada vez más contrajudíos— que se alzaban como un obstáculo en el camino hacia la renovación nacional.

Decenas de grupos nacionalistas participaban en entrenamientos paramilitares y hacían circular una espeluznante propaganda antisocialista. El público asistía ansioso a conferencias para oír hablar sobre las conspiraciones bolcheviques y las fechorías que cometía la socialdemocracia. Los periódicos conservadores prodigaban su atención a difamadores de derecha que se burlaban de miembros del gobierno, como Ebert y Erzberger, en descomunales procesos judiciales. Una red alternativa de publicaciones surgió de la nada para imprimir cientos de panfletos, postales y libros de ilustraciones que detallaban las supuestas atrocidades cometidas por los revolucionarios. En diciembre de 1918, Eduard Stadtler, un efectivo propagandista de la Liga Antibolchevique, imprimió 50.000 copias de El bolchevismo y su eliminación; poco después, su Bolchevismo y la vida económica gozó de un tiraje de 100.000 copias. En Múnich, los futuros nazis Alfred Rosenberg y Dietrich Eckart distribuyeron diligentemente 100.000 panfletos antisemitas. El conocido racista Theodor Fritsch publicó no menos de 2 millones de panfletos entre noviembre de 1918 y marzo de 1919. Sólo en el año 1920, el Deutschevölkischer Schutz-und Trutzbund (Liga de Defensa y Lucha del Pueblo Alemán) declaró haber distribuido un total de 7.642.000 artículos de propaganda. La pared de Zille fue empapelada una y otra vez con diatribas antisemitas, declaraciones patrióticas, acusaciones difamatorias de miembros del parlamento.

No obstante, a pesar de toda esa febril actividad, la oposición nacionalista siguió siendo fragmentaria. Ni las Guardias Cívicas ni los Freikorps ofrecían una visión del futuro, y los encendidos ataques contra los socialistas, los bolcheviques y los judíos no lograban conformar un programa político. Las batallas legales, que el presidente Ebert se veía obligado a entablar contra la acción difamadora de los opositores de la república, llenaban las primeras planas, pero no aportaban nada. Mientras los burgueses juntaban fuerza en joviales «veladas alemanas», los nacionalistas se reunían reservadamente en privado, y, por lo general, terminaban conmemorando el pasado: el día de la Fundación del Reich, el Día de Sedán, el Día de Bismarck, los Días de Agosto. Los devastadores efectos de la inflación de posguerra volvieron la parálisis aún más intensa, ya que la pérdida de seguridad económica cubrió con un lustre dorado los tiempos de preguerra, confirmando al mismo tiempo la sensación de que esos días habían quedando irreversiblemente en el pasado. La retórica misma del nacionalismo de posguerra corroboraba la inutilidad de emprender cualquier acción contrarrevolucionaria a principios de los años veinte. Ahora que tantos valores habían sido desacreditados y traicionados, parecía que cualquier cosa podría ocurrir y que no había ya ningún tipo de seguridad ni garantía. Un mundo cabeza abajo había enviado a virtuosos patriotas a la derrota y permitido que «los Criminales de noviembre» triunfaran. La carnavalesca imaginería quitó legitimidad a la República de Weimar, pero también confundió a los nacionalistas, quienes no estaban seguros de ser monárquicos ni de si el mundo de 1913 debía o podía ser restaurado.

Lo que verdaderamente confirmaban todos esos carteles y conferencias era que la plaza pública se había vuelto un lugar muy concurrido. Desde 1914, y en especial a partir de 1918, habían surgido como nunca antes asociaciones voluntarias en las comunidades y en los barrios. Por primera vez en la historia de Alemania, los partidos políticos abrieron oficinas con personal, horarios regulares y número de teléfono, estableciendo así una presencia incluso en ciudades pequeñas que hubiese resultado inimaginable antes de la guerra. Los minoristas, panaderos y empleados de comercio también se organizaron en grupos de interés económico con cientos de filiales locales. La actividad pública se vio vivificada por la animada vida social de gimnastas, folcloristas, cantantes y feligreses que fundaron o reavivaron clubes en una cantidad sin precedentes. Grupos nacionalistas de diferentes tipos se volvieron más activos, mientras que sus contrapartidas de preguerra, tales como la Liga de la Armada, habían sido, en su mayor parte, un asunto de la gran ciudad. Un heterogéneo conjunto de antisemitas autoproclamados, tribunos populistas, y profetas religiosos también alzó su voz.

Una simple ojeada a las guías de direcciones de las ciudades para 1913, 1919 y 1925, revela la creciente densidad de la vida organizacional en las provincias. Donde había habido dos clubes antes de la guerra, había tres después de la guerra y cuatro para principios de los años treinta. En Marburgo, Celle, y Uelzen, para citar los ejemplos más a mano, la guerra había impulsado a los burgueses a organizar las actividades de asistencia, a preparar campañas patrióticas y a establecer grupos de autoayuda, una tendencia que la revolución perfeccionó. Después de 1918, el alcance social de los clubes se amplió hasta incluir al cartero, al empleado y al almacenero. Los funcionarios públicos superiores, los comerciantes acaudalados y los profesionales seguían dominando los puestos directivos, pero no en el grado que era habitual antes de la guerra. Todo esto daba testimonio del impacto generalizado de las ideas igualitarias tras la Revolución de noviembre.[209]

La vida de los clubes amalgamó aún más a los burgueses así como la «cultura alternativa» del movimiento socialista capturó las lealtades políticas de los trabajadores. Los festivales de verano, los aniversarios de los clubes, las competencias gimnásticas y corales eran una buena ocasión para congregar a los distintos habitantes de un mismo pueblo, independientemente de su procedencia social. Constantemente se presentaba la oportunidad para que la Sociedad de Cantores de Gifhorn o de Goslar o de Northeim, la Liga de Gimnastas, la Compañía Voluntaria de Bomberos, y el Schützenkorps, al igual que los gremios de artesanos, las asociaciones de minoristas y los grupos de veteranos, vistiesen sus trajes tradicionales, paseasen sus banderas y estandartes y desfilaran por la ciudad. Esos motivos de sociabilidad burguesa mantenían un sentido de identidad cívica e impedían que la comunidad se fragmentara enteramente en castas sociales y facciones económicas.[210]

Los clubes también organizaban a los habitantes de los burgos en oposición a los socialistas locales, tal como atestiguan las enconadas luchas sobre qué canción cantar (patriótica o folclórica) y qué banderas izar (imperial o republicana) en los festivales de la comunidad. Casi sin excepción, los clubes sociales iban a pares, y aunque ambos perseguían intereses comunes, uno congregaba a los trabajadores, el otro a los burgueses. Las comunidades contaban con dos clubes de remo, dos clubes de ciclismo, dos sociedades teatrales, y, en Goslar, incluso dos compañías de bomberos voluntarios. Los burgueses terminaron por encontrar cada vez más su orientación política en la vida activa de los clubes sociales, deleitándose en una actitud más inclusiva y adhiriendo a los pronunciados temas nacionalistas. Estaba claro que el pueblo se estaba organizando con una energía nunca vista.

Para 1924, había signos de que esa actividad social estaba adquiriendo una forma política más coherente. Las asociaciones patrióticas más viables que surgieron de los restos esparcidos de los Freikorps y las Guardias Cívicas eran los Stahlhelm (Cascos de Acero) y la Jungdeutscher Orden (Jungdo o Joven Orden Alemana) que aparecieron como importantes fuerzas políticas, gracias a la adopción, en vez del rechazo, de la filistea vida social de las provincias. A diferencia de sus predecesores, los Freikorps, los Stahlhelm y la Jungdo asumieron una atractiva actitud ecuménica, ofreciendo la afiliación a todos los hombres patrióticos, fuesen o no oficiales, veteranos o de clase media. También se distinguían por ser más abiertos con las mujeres, quienes establecieron sus propias asociaciones subsidiarias y asistían a las celebraciones patrióticas.[211] El activismo de los Stahlhelm giraba en torno al estandarte negro, blanco y rojo del imperio. La vida comunitaria de los Stahlhelmers marchaba , al ritmo de las ceremonias de consagración de la bandera, y estas celebraciones pronto se convirtieron en acontecimientos predilectos de la vida de la comunidad.

Bandas de viento y sociedades corales proveían la música y asociaciones de regimientos y sociedades gimnásticas se sumaban a esos eventos que se asemejaban más a fiestas familiares que a servicios de campaña de tiempos de guerra.

Desde Braunschweig, Elisabeth Gebensleben, la esposa de un ingeniero, describe el nuevo aspecto de su ciudad. El 27 de abril de 1924: «Un grupo de jóvenes está pasando por la calle, cantando Esvástica en la bandera, con una banda negra, blanca y roja». Cinco días más tarde: «esta tarde, Eberhard»; su hijo de catorce años, «está en la calle distribuyendo literatura de campaña para el Partido Nacionalista Alemán del Pueblo». A mitad del verano, su hija Irmgard, quien vivía en Northeim, esperaba con ansias la consagración de la bandera y el baile del domingo: «En todas partes están muy entusiasmados… van a venir todas las asociaciones de regimientos, incluso los clubes de tiro al blanco». Unas semanas más tarde, Irmgard supuestamente había bailado con un «rubio grandote» en una velada nacionalista alemana, Elisabeth se deleitaba en la «gloriosa celebración de los Stahlhelm» de Braunschweig, y Eberhard se estaba preparando para ir a otra gran reunión.[212]

Los Días Alemanes o los Días de los Stahlhelm, como los que fascinaban tanto a Elisabeth, atraían a miles de patriotas de las ciudades cercanas. Los actos militares —marchas, ejercicios, desfiles—, conferían a la sociabilidad nacionalista una cualidad de audacia y confianza política. Esas grandes reuniones públicas brindaban una formidable afirmación visual de la querida Volksgemeinschaft, el ideal romántico-nacionalista, a través del cual tantos burgueses adoptaban su orientación política. La Jungdo alcanzó la cima de su popularidad en 1922 o 1923, con unos 100.000 miembros, mientras que los más imponentes Stahlhelm reclutaron cerca de 500.000 alemanes para fines de los años veinte.[213] Sin embargo, estas cifras sólo sirven para sugerir la inmensa autoridad política de la que gozaron estos dos grupos y el papel dinámico que desempeñaron en la movilización de la comunidad burguesa. Tanto sus políticas nacionalistas como sus afables lazos sociales los convirtieron en los herederos de los movimientos populares de solidaridad de la Burgfrieden durante la guerra. Eran el producto, no de la vieja, sino de la nueva Alemania. Eran también cada vez más antisemitas.

El activismo de las comunidades locales, así como las reuniones partidarias, las campañas de grupos de interés y las marchas de los Stahlhelm indican que los años de posguerra significaron mucho más que el establecimiento formal de la democracia. Por buenas o malas razones, los alemanes se volvieron indiferentes a la República de Weimar, pero no permanecieron inactivos ni apáticos. La verdadera consecuencia de la revolución no fue tanto el gobierno parlamentario que estableció sino la organización y el activismo de miles de ciudadanos que hizo posible. Es más fácil ver la nueva Alemania en la monótona movilización de los grupos de interés, de las asociaciones de veteranos y las filiales de los partidos, y en la autolegitimación de cientos de voces, aunque éstas hayan sido detractoras, reaccionarias y chauvinistas. El hecho de que las difamaciones sobre el entonces presidente de la república sean una indicación tan clara de la democratización como la misma presidencia del benévolo Fritz Ebert es una paradoja triste pero que despierta nuestra admiración.

Las formaciones paramilitares marchando por las calles, el ritmo marcial de sus botas contra el asfalto que crece en intensidad, las ovaciones de la multitud que engullen la quietud del invierno, reflectores y proyectores avanzando en la oscuridad; el New York Times más tarde informó sobre «una gigantesca manifestación como nunca se ha visto» en Berlín, al menos no desde aquella tarde de noviembre, unos catorce años antes, en 1918, cuando «Fritz Ebert pasó revista a las masas».[214] Era el día lunes 30 de enero de 1933; Adolf Hitler acababa de ser designado canciller de Alemania y se encontraba en una ventana sobre la Wilhelmstrasse, pasando revista a una versión más nueva, más vasta y más amenazadora de las masas de Alemania. El hecho de que el New York Times también hiciera referencia a panfletos comunistas, luchas con cuchillo, y disparos de armas de fuego servía para que los lectores norteamericanos no se quedaran con la impresión de que el pueblo alemán apoyaba unánimemente a los nazis. De hecho, la mayoría de los observadores en Alemania y en el extranjero predecían otra ronda de enconadas elecciones y sanguinarias riñas callejeras. Pero nadie podía dejar de ver el tamaño inmenso de la multitud fascista.

Durante toda la tarde, tras la difusión radial del nombramiento de Hitler, poco después de la una, berlineses curiosos atestaron la Wilhelmstrasse, donde se encontraba ubicada la Reichskanzlei (cancillería del Reich) y el hotel de Hitler, el Kaiserhof. A lo largo de la calle había estacionados camiones de noticiarios, confiriendo con sus cables y sus proyectores una excitación eléctrica al gran momento. Al caer la tarde, se reunieron, en el cercano Tiergarten, miembros de las formaciones paramilitares nazis, las SA (Sturmabteilung o divisiones de asalto) y las SS ( Schutzstaffel, la más pequeña guardia de seguridad del partido), al igual que los Stahlhelm, para llevar a cabo un desfile en uniformes de gala, a través de la Puerta de Brandenburgo, a lo largo de la Wilhelmstrasse hasta el corazón de Berlín.

Lo que no estaba previsto era la inmensa cantidad de concurrentes civiles que se habían agolpado para expresar sus parabienes al nuevo gobierno. En esa ciudad supuestamente «roja», miles de berlineses aclamaban a Hitler y Hindenburg, el presidente de la república. «Heils» y «Hochs» y «Hurrahs» resonaban entre los coros de Deutschland über Alles, El Guardia sobre el Rin, y el himno nazi, la Canción de Horst Wessel. Para tener una mejor vista del espectáculo, los muchachos se trepaban a árboles y estatuas, los espectadores se subían a las paredes de la bien ubicada embajada británica, y algunos incluso escalaron la mismísima Puerta de Brandenburgo. Cuando se inició el desfile, «exactamente a los ocho», de acuerdo con el impresionado Berliner Lokal-Anzeiger, el clamor de la multitud fue ensordecedor.

El embajador André François-Poncet presenció la escena desde las ventanas de la embajada de Francia sobre la Pariser Platz. La suya es la mejor descripción:

Las antorchas que blandían en sus manos [las columnas paramilitares] formaban un río de fuego, un río con olas que corrían inextinguibles, un río desbordado que inundaba con un torrente soberano el corazón mismo de la ciudad. De esos hombres de camisas pardas y botas negras, mientras marchaban alineados y en perfecto orden, tronando canciones marciales con sus afinadas voces, afloraban un entusiasmo y un dinamismo extraordinarios. Los espectadores, formados a ambos lados de las columnas en marcha, estallaron en un vasto clamor. El río de fuego pasó por la embajada de Francia… Observé su luminosa estela.[215]

Cuando los miembros uniformados del partido doblaron por la Wilhelmstrasse, se unieron al desfile tropeles de civiles que aclamaban a Hitler y Hindenburg, quienes aparecieron frente a la multitud, en ventanas separadas, y cubiertos por el fulgor de los reflectores y la adulación del público. «Banderas y más banderas, columnas y más columnas desfilando, bosques y más bosques de brazos saludando. Esto prosigue durante horas. Durante horas y horas la misma escena», el periódico nazi de Berlín, Der Angriff, apenas exageraba.[216] Por una vez, su editor, el jefe de propaganda Joseph Goebbels, se había quedado sin palabras. «¡Rebelión! Explosión espontánea del pueblo. Indescriptible», anotó telegráficamente en su diario.[217] No fue hasta después de la medianoche que todas las columnas del desfile atravesaron el distrito del gobierno hasta el Schloss, aquel lugar donde se habían oído tantas aclamaciones al Káiser en agosto de 1914, menos de veinte años atrás.

Al día siguiente, Herbert Seehofes del Völkischer Beobachter hizo explícita la conexión con los Días de Agosto: «Entonces como ahora, el signo refulgente de una insurrección nacional. Entonces como ahora, se quebró la resistencia, estallaron los diques, el pueblo se levantó». Al observar un noticiario del desfile, Elisabeth Gebensleben hizo la misma conexión en Braunschweig.[218] Sin embargo, el único resabio de la monarquía aún visible entre los uniformes pardos y las botas negras, era el hijo del Káiser, Auwi —Augustus Wilhelm— quien se encontraba parado junto a Graf Helldorf, jefe de las SA para la región que incluía Berlín, afuera del Hotel Bristol, sobre la Wilhelmstrasse. Tal vez la noche del 30 de enero haya representado un triunfo del nacionalismo alemán, una dulce reivindicación de Versalles, pero se trataba en todo caso de un tipo de nacionalismo muy diferente, mucho más revolucionario que el suntuoso fausto de la Alemania imperial. Casi un millón de berlineses participaron de esta extraordinaria demostración de devoción a un partido que prometía terminar tanto con las sentimentales antiguallas del pasado de preguerra como con la confusión de la democracia de Weimar y establecer un estado racial y fuertemente armado, una Alemania del siglo XX por completo nueva.

Por supuesto, no todos apoyaban a los nazis. En un tranvía, que se vio obligado a detenerse en medio del tránsito nocturno, un joven «vio a toda esa gente y el gran espectáculo que estaban montando». «Pobre Alemania», dijo; la exclamación «simplemente se escapó de sus labios». El conductor del tranvía se dio vuelta, estrechó la mano del joven, y dijo: «Yo también pienso lo mismo».[219] Pobre Alemania, porque los nazis se cobrarían tantas víctimas inocentes. De hecho, esa misma noche distintas embajadas recibieron llamados urgentes de ciudadanos extranjeros que habían sido golpeados en las calles por ser comunistas, socialistas o judíos.[220] En la proletaria zona norte de Berlín, unos pocos comunistas lograron realizar una contramanifestación y más tarde unos provocadores rojos mataron a tiros al Sturmführer de las SA, Hans Maikowski, mientras volvía del desfile a su casa.[221] Y pocos días antes, cientos de miles de berlineses se habían dado cita en el Lustgarten para manifestar bajo la divisa de que «Berlín seguirá siendo roja». Sin embargo, el ímpetu parecía estar del lado de los nazis; sus adversarios, en cambio, habían sido detenidos, atacados y hechos a un lado. La lucha en las calles prosiguió durante las semanas siguientes, pero tras la noche del 30 de enero, los camisas pardas ya no abandonarían la ofensiva.

Entre los bien organizados ejércitos políticos de la izquierda y la derecha, el dramático cambio en el gobierno no tardó en anunciarse. Aquellos alemanes que poseían un aparato de radio o se reunían alrededor de uno en las tabernas podían oír por sí mismos las transmisiones en vivo de las estridentes aclamaciones y los compases marciales de la Wilhelmstrasse; el nuevo ministro del Interior, Wilhelm Frick, había impuesto a los renuentes directores de las estaciones radiales la transmisión en vivo del Volksjubel (júbilo popular) organizada por Goebbels. En la transmisión, miembros escogidos del partido interpretaban el guión de las reacciones de los «ciudadanos comunes» de todos los estratos sociales, que daban la bienvenida al nuevo canciller; una puesta en escena que confería a la toma del poder la manifiesta aclamación «del hombre de la calle».[222]

Casi de inmediato se materializaron desfiles nazis en decenas de otras comunidades alemanas; a fines de enero de 1933, el Partido Nacionalsocialista se jactaba de tener 719.446 miembros, organizados en no menos de 10.000 filiales locales, para quienes el nombramiento de Hitler como canciller alemán significaba la coronación de largos años de una difícil labor.[223] En Darmstadt, por ejemplo, muy poco después de difundida la noticia de la designación de Hitler, miles de ciudadanos se volcaron a las calles, donde discutieron con excitación el repentino giro de los acontecimientos. A la noche, los comunistas organizaron la primera manifestación, que fue seguida rápidamente por un desfile nazi y una reunión de la socialdemocracia. En Francfort, la multitud detuvo el tránsito alrededor de la Schillerplatz.[224] Antorchas nazis iluminaban la noche de Braunschweig, Mannheim, y Coburg, importantes baluartes fascistas desde 1929.

A la noche siguiente, martes 31 de enero, los nazis y sus aliados de derecha de los Stahlhelm se reunieron en las calles y enfrentaron a los comunistas y a los socialdemócratas, en sangrientas refriegas en Breslau, Düsseldorf, Essen, Lübeck, Schweinfurt, Worms y Homburg. Durante los días siguientes, los nazis y los comunistas se atacaron unos a otros en tabernas (Worms, Harburg, Bonn, Wilmersdorf), arrojaron piedras a las oficinas de los partidos (Velbert, Dusseldorf, Essen), o saquearon las oficinas de los periódicos (Mörs, Eisleben). Afuera de una oficina de desempleo en Mannheim, unos trabajadores atacaron a unos nazis de uniforme. En Halle, un grupo de camisas pardas saqueó un bar frecuentado por comunistas. Gran parte de esos actos de violencia ocurrían de noche, cuando, amparados por la oscuridad, los nazis o los comunistas tendían emboscadas a sus enemigos políticos. Un nazi fue asesinado mientras estaba sentado en el baño de un bar, en la Beierstrasse de Hamburgo.

Más típicos eran, sin embargo, los desfiles triunfales de las pequeñas ciudades, como el realizado en Northeim, pocos días después, el sábado 4 de febrero. Debe de haber sido «enormemente impresionante», escribe William Sheridan Allen: «Además del cuerpo de pífanos y tambores y las banderas de los Stahlhelm, estaban la banderas, la banda y el cuerpo de pífanos y tambores de las SA». Les llevó un cuarto de hora a los más de mil participantes del desfile atravesar las calles «atestadas de espectadores». En la plaza del mercado, se hizo presente una enorme multitud, «más grande que cualquiera vista hasta ahora», de acuerdo con los principales diarios, para oír los discursos que siguieron al desfile. No era sólo humo y espejos lo que transmitía la impresión de que la ciudad era abrumadoramente nazi.[225]

Todos los días de febrero trajeron consigo tres o cuatro muertes; los fines de semana eran aun más fatales. Los ataques clandestinos cobraban víctimas de todas las facciones políticas, pero poco después, resultó casi imposible para comunistas y socialdemócratas organizar actos públicos. La policía prohibió las manifestaciones comunistas (en los estados de Hamburgo, Thüringen, Braunschweig y Oldenburg, también en Karlsruhe y Wiesbaden) o de lo contrario las SA dispersaban las reuniones antifascistas (como sucedió en Braunschweig el 8 de febrero). Además, la policía se confabuló con el Partido Nacionalsocialista para proscribir los periódicos comunistas (en Berlín) y allanar sus oficinas (en Berlín, Halle, y Magdeburgo). No obstante, el 3 de febrero se llevó a cabo una gran manifestación de los socialdemócratas contra la dictadura en Francfort y, cuatro días más tarde, se celebró otra en Berlín. El 12 de febrero, los republicanos de las pequeñas ciudades de Hessen, como Auerbach y Bensheim, marcharon bajo la mirada vigilante de la policía. Pero esos acontecimientos constituyeron las últimas manifestaciones públicas del antinazismo en Alemania. Dependían de la cooperación de la policía, que tendía a simpatizar con los nazis.[226] Una vez que los partidos de izquierda dejaron de disponer de su protección, las reuniones públicas se volvieron imposibles. Para mediados de febrero, se arrestaban cada vez más comunistas (50 en Dusseldorf el 12 de febrero), una clara señal de que la autoridad del estado actuaba en conformidad con los nacionalsocialistas. La policía no intervino cuando matones de las SA expulsaron a socialdemócratas de una sala de reuniones en Hindenburg, Silesia superior, el 22 de febrero.[227] En Wittenberg, tropas de las SA y las ss directamente se unieron a las patrullas de policía.

Los nazis triunfantes parecían irresistibles mientras seguían concentrando la atención del público. El 5 de febrero, organizaron uno de los funerales estatales más espectaculares que hubiese visto Berlín, para el asesinado jefe de las SA, Maikowski, y Josef Zaunitz, un policía muerto en el tiroteo. Una mañana lluviosa de invierno, 40.000 miembros de las SA, las SS y los Stahlhelm se hallaban formados afuera de la catedral de Berlín, junto a cientos de policías en una nueva y fatídica alianza. Todas las figuras prominentes del nuevo gobierno se encontraban presentes, incluyendo al mismo Hitler. Miles de espectadores llenaban los extremos del Lustgarten y la ruta del desfile funerario, a lo largo de la Unter den Linden y la Friedrichstrasse hasta el cementerio de los Invaliden en Berlín, donde Maikowski y Zauritz habrían de descansar, junto a los grandes generales del siglo XIX, Scharnhorst, Gneisenau y Moltke.

Como terminaría luego por volverse habitual, una conexión radial en vivo transmitió la ceremonia a todo el Reich.[228] Apenas cinco días más tarde, los camisas pardas parecieron llenar toda la ciudad —Wittenbergplatz, Gendarmenmarkt, Kleiner Tiergarten, Küstriner Platz, Spandauer Rathaus—, cuando los miembros del partido, reunidos en apretados grupos, atestaron las transitadas intersecciones, donde unos altoparlantes transmitían el discurso radial de Hitler desde el Sportpalast.[229] La radio transformaba constantemente los acontecimientos nazis, acompañando un funeral, un desfile o un discurso, con un vasto telón de fondo acústico que se extendía por toda la nación. El impacto de ese medio fue enorme y muchísimos alemanes compraron aparatos de radio expresamente para poder participar de los sucesos nacionales. «Un día», para esa época, Martin Koller recordaba que su padre «había traído a casa una caja». «Giró algunas perillas y ésta empezó a chisporrotear y crujir. De pronto el mundo irrumpió en nuestra sala de estar». Unas semanas más tarde, «seguí los acontecimientos del Día de Potsdam… se podían oír las campanadas, la música de las marchas», y luego los cánticos, «el Führer, el Führer».[230]

Por el contrario, el espacio público en el que operaban los adversarios de los nazis gradualmente fue disminuyendo. Los militantes socialistas carecían de un sentido de unanimidad, fruto de un espíritu de reconciliación, se encontraban obstaculizados por la policía y las fuerzas paramilitares, y, por consiguiente, causaban mucho menos impacto en el público. A sólo tres semanas de fundado el Tercer Reich, matones nazis atacaban a los socialdemócratas y a los miembros del Reichsbanner con total impunidad; centros de interrogatorio «salvaje», prisiones y campos de concentración distribuyeron una violenta justicia política. La conquista violenta de las calles culminó en el incendio del Reichstag (iniciado por un individuo el 27 de febrero), un acontecimiento fortuito que los nazis utilizaron para proscribir al Partido Comunista, ampliar extensamente el poder de la policía e impedir por otros medios el acceso de los rivales políticos a la esfera pública en la última semana crucial previa a las elecciones del 5 de marzo, que Hitler había convocado para otorgar a los nazis la mayoría parlamentaria que necesitaban.

Los nazis estuvieron algo desilusionados por los resultados de las elecciones, que con el 43,9% de los votos les negaban una mayoría absoluta. Tanto los socialdemócratas como el proscripto Partido Comunista obtuvieron resultados bastantes buenos, dada la atmósfera de intimidación. Con el 18,3%, los socialistas apenas descendieron del 20,4% obtenido en noviembre de 1932, mientras que el proscripto Partido Comunista logró hacerse con un 12,3% (en comparación con el 16,9 anterior). Por lo tanto, los nazis no tuvieron más alternativa que buscar nuevamente el apoyo de Alfred Hugenberg y su conservador Partido Nacional del Pueblo Alemán, con un 8% de los votos, con el fin de formar un gobierno mayoritario. Pero la escasa mayoría obtenida en los comicios no reflejaba fielmente la autoridad política que los nacionalsocialistas de hecho gozaban. Influyentes periódicos burgueses, tales como el Börsen-Courier de Berlín y el Lokal-Anzeiger, elogiaban a los nazis por su decidida oposición a los socialistas y al marxismo y su actitud juvenil y disciplinada, y los diputados del Partido Liberal, junto con el Partido Católico de Centro, de tendencia derechista, brindaron al gobierno de Hitler la mayoría de dos tercios que necesitaba para poder desmantelar la democracia parlamentaria a través de una legislación de emergencia.

Los pocos opositores burgueses que surgieron fueron fácilmente neutralizados mediante el enorme apoyo del partido y sus métodos brutales. Lo que en la primavera de 1933 era, de hecho, un andamiaje dictatorial era interpretado como una saludable determinación por la mayoría de los alemanes, quienes, identificados con la revolución nacional, recibían con agrado el hecho de que se pusiese fin a los altercados partidarios, y sentían, incluso en aquellos casos en que no se consideraban enteramente nacionalsocialistas, que estos acontecimientos reivindicaban la senda política que buscaban hacía tiempo. De hecho, la violencia nazi contra la izquierda, a principios de 1933, incrementó significativamente la popularidad del régimen. Como resultado de esta acción, Hitler evitó la guerra civil, apaciguando un temor que había dominado las discusiones políticas desde la Revolución de noviembre. «Conjurar el espectro de la guerra civil», y unificar la nación por medio de la autoridad soberana, «no había injusticia ni opresión que representara un precio demasiado elevado», escribe J. P. Stern para describir el ánimo imperante en el pueblo en 1933, «en especial si se podía hacer que otros —los comunistas, los judíos, los eslavos, y finalmente el resto de Europa—pagaran por ello».[231] Para los conservadores y miembros de los Stahlhelm, para los trabajadores tories, y los protestantes rurales, al igual que para los votantes de Hitler, los largos años de oposición a la República de Weimar finalmente habían culminado en la victoria de enero de 1933, un momento que superó la vergüenza de 1918 y restauró la promesa de agosto de 1914, cuando los alemanes se habían unido bajo el ideal de la causa nacional. En otras palabras, los nazis se nutrían de un consenso «nacional y socialista» más genérico, que iba mucho más allá del partido de Hitler y de su electorado.

Durante los meses siguientes, los nazis coordinaron la vida civil y política con el fin de construir una dictadura unipartidaria. Los partidos políticos y los sindicatos independientes fueron proscriptos, mientras que los clubes sociales y las asociaciones voluntarias que constituían la trama de la vida barrial fueron «nazificados» para adaptarlos a los propósitos del régimen, o de lo contrario sencillamente se disolvieron. La prensa también fue eficazmente amordazada. Para el verano de 1933, toda oposición organizada contra el Partido Nazi había desaparecido. Aproximadamente uno de cada tres alemanes de seguro seguía simpatizando con los proscriptos Partido Social Demócrata y Partido Comunista, y los católicos alemanes lograron preservar cierto grado de autonomía. Pero lo que resulta verdaderamente sorprendente es el creciente apoyo del que gozaba el régimen nazi en los estratos más populares.

Estas circunstancias permitieron a los nazis tomar las drásticas medidas que revolucionaron la política alemana como ningún otro fenómeno en la historia moderna. De ser un pequeño partido independiente, con sólo el 2,6% de los votos en 1928, el Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores (Nationalsozialistiche Deutsche Arbeiterpartei o NSDAP) pasó a asombrar a la nación con el 18,3% del electorado en 1930, saltó luego por encima de los socialdemócratas, convirtiéndose en el partido más grande de la nación en 1931, y al año siguiente creció hasta el 37,4% de los votos (el máximo antes de 1933). Al mismo tiempo, los nazis destruyeron a sus rivales políticos: entre 1930 y 1933, los partidos liberal y conservador, que habían administrado el Reich alemán desde su fundación en 1871, desaparecieron de la escena pública. Una vez en el poder, los nacionalsocialistas eliminaron de la vida política por la fuerza al Partido Social Demócrata, el más viejo de Alemania. Por primera vez desde 1848, no había partidos o foros partidarios que materializaran la política pública.

Aun más sorprendente era la inmensa popularidad de Adolf Hitler, llamado por los nazis «nuestro Führer» (nuestro líder o conductor), y finalmente aclamado como «el Führer» de todos los alemanes. En los años inmediatamente previos a la segunda guerra mundial, es decir, tras la recuperación económica y el Anschluss (la anexión) de Austria, en marzo de 1938, sin costo alguno para Alemania, tal vez nueve de cada diez alemanes eran «partidarios de Hitler, creyentes del Führer».[232] Lo que volvió la ruptura del 30 de enero de 1933 aún más significativa fueron los urgentes preparativos que emprendieron los nazis para librar nuevas guerras, dirigidas a establecer el poderío de Alemania. En menos de diez años, el Tercer Reich impondría un dominio tiránico sobre la mayor parte de Europa y orquestaría el asesinato de millones de civiles considerados racialmente inferiores, durante los que fueron, sin lugar a dudas, los años más tenebrosos del siglo XX.

¿Cómo explicar este veloz surgimiento del nazismo y el vuelco repentino de las lealtades partidarias? Entre 1928 y 1933, millones de alemanes se unieron a una vasta insurrección política que parecía provenir de ninguna parte, un fenómeno que confundió a avezados observadores. Tras el éxito inicial de los nacionalsocialistas en las elecciones para el Reichstag de septiembre de 1930, la mayor parte de los comentaristas reaccionó con escepticismo. Era un «hecho aberrante», profirió el influyente Berliner Tageblatt, que «seis millones cuatrocientos mil votantes en este país altamente civilizado hayan dado su voto al charlatanismo más común, hueco y burdo».[233] Para 1932 más de un tercio de los votantes se había pasado al partido de los nazis. El partido de Hitler era el más grande de Alemania y, por lo tanto, su pretensión de obtener el puesto de canciller, lo bastante fuerte, en todo caso, como para obligar, tras un año de débiles gabinetes de emergencia y una creciente violencia partidaria, al presidente conservador de ochenta y cuatro años, Paul von Hindenburg, a dejar de lado su desdén por los nazis, recordar su preferencia por los fascistas por encima de los demócratas y designar a Hitler canciller con la esperanza de restablecer la ley y el orden.

¿Cómo llegó Alemania a esa situación tan tremenda? En las esferas más altas del poder se cometió todo tipo de equivocaciones, y no en menor medida por decisión de Hindenburg, pero el factor principal que puso fin a la democracia en 1933 fue la fuerza insurgente del nazismo y la amplia atracción popular de sus propuestas políticas, y es este factor el que requiere una explicación. Hasta el día de hoy, tanto el éxito popular de los nazis como la increíble figura de Adolf Hitler siguen siendo un misterio. En la mente de la gente, parecen destacarse dos explicaciones típicas: los duros términos del Tratado de Versalles y las penurias económicas provocadas por la Gran Depresión. Esta línea de razonamiento sugiere que, a pesar de todos los problemas de la sociedad alemana, si los aliados hubiesen sido más razonables o si la caída de la Bolsa de Nueva York no hubiese arrastrado consigo el futuro de la República de Weimar, entonces, el mundo se habría ahorrado conocer a una figura como Adolf Hitler y la destrucción que desencadenó. Ambas condiciones son citadas con frecuencia, pero ninguna de las dos resulta satisfactoria.

Que los términos del tratado de paz redactados en Versalles en 1919 hayan sido realmente punitivos es algo que los historiadores han llegado a cuestionar. Alemania retuvo básicamente la integridad de su territorio y su potencial industrial, mientras que las garantías impuestas para la seguridad de Francia demostraron ser insuficientes. También es difícil sostener que Versalles provocó de algún modo la devastadora inflación alemana que en 1922 y 1923 resultó incontrolable, principalmente como consecuencia del imprudente endeudamiento de guerra y los gastos estatales de posguerra, desastrosos en lo fiscal (aunque políticamente prudentes). No obstante, el pueblo alemán sentía que los términos del Tratado de Versalles y el pago de las reparaciones que éste imponía eran excesivamente severos. Durante casi una década Alemania quedó excluida de la comunidad internacional. No se unió a la Liga de las Naciones hasta 1926 ni participó de los Juegos Olímpicos hasta 1928. Aunque el plan final de reparaciones siguió siendo materia de negociaciones hasta fines de los años veinte, estaba claro que los pagos de Alemania se extenderían casi hasta los últimos años del siglo XX.

El elevado precio que debía pagar Alemania por haber perdido la guerra resultaba aún más elevado, porque los alemanes no creían verdaderamente que habían sido derrotados. Incluso en el caso de que el pueblo reconociese como una hipérbole política la leyenda de la «puñalada en la espalda» proferida por la derecha nacionalista y ratificada, en 1919, por el mariscal de campo Hindenburg, seguía exagerando los efectos del embargo de los aliados y de la entrada de Estados Unidos en la guerra, haciendo que el colapso de Alemania pareciese el resultado de las circunstancias más extraordinarias. «Ni perdimos ni ganamos», era la frase que resumía la opinión de la mayoría de los alemanes.[234] Friedrich Ebert había expresado la misma idea en las ceremonias celebradas para recibir a las tropas que regresaban del frente, en la Pariser Platz, en diciembre de 1918.

Al parecer, los alemanes seguían enfurecidos a principios de los años treinta, y muchos esperaban que los nazis restaurasen el prestigio internacional de Alemania. Para el mejor periodista de Estados Unidos, H. R. Knickerbocker, los ciudadanos de Weimar hablaban constantemente de la guerra mundial, el Tratado de Versalles, y la agresión de Francia. En una «noche de discusión», en alguna parte del Berlín proletario, tanto los comunistas como los nazis hacían alarde de sus intenciones de liberar a Alemania. «¿Saben cuándo destruiremos el Tratado de Versalles?» preguntó un orador comunista. «Cuando el ejército rojo esté en las fronteras de Francia». «Έ1 ejército rojo sobre el Rin’. La frase tenía swing, reflexionó Knickerbocker. Un nazi replicó: “Despedazaremos el Tratado de Versalles sin necesidad de ningún ejército rojo». Y prosiguió: «sólo el nacionalsocialismo puede recuperar todo lo que nos han arrebatado».

En la lejana Turingia, los obreros vidrieros de Altenfeld culpaban a los británicos por imponer tarifas que elevaban el precio de sus productos, excluyéndolos de los mercados internacionales. Con Hitler, de cualquier manera, «las cosas no podrían estar peor». En una larga conversación con un maestro de escuela, en la cosmopolita Francfort, Knickerbocker se enteró de que Hitler «rompería el Tratado de Versalles» y «diría a Francia que se vaya al infierno». El simpatizante nazi ya había imaginado a los aviones de pasajeros de Lufthansa sirviendo como bombarderos de largo alcance y había enrolado a las SA y a los Stahlhelm en los ejércitos vengadores de Alemania. La visita de Knickerbocker a una fraternidad de estudiantes en el romántico Heidelberg reveló que la canción de taberna más popular seguía siendo Victoriosos golpearemos a Francia. «Lo único que hace falta para sacarnos de encima el yugo francés», afirmaban los jóvenes, «es coraje». Francia, las reparaciones, la Reichswehr (el ejército del Reich) fueron también los temas que dominaron las conversaciones de Knickerbocker con importantes líderes nacionalsocialistas, como Hitler y Franz von Epp.[235] Parecía realmente que los alemanes votaban a los nazis para vengarse de Versalles.

Sin embargo, eran tan pocos de hecho los alemanes que no condenaban el tratado que la política exterior sencillamente no jugaba un rol importante en el realineamiento del comportamiento electoral alemán. En una notable muestra de consenso, los socialdemócratas se unieron con los nacionalistas alemanes en las plazas de los mercados de todo el país para protestar contra el Tratado de Versalles (1919), la partición de Silesia (1921) y la ocupación francesa del Ruhr (1923). El grupo paramilitar Reichsbanner hizo incluso del Anschluss con Austria el tema de su gran manifestación de Magdeburgo en 1925. Naturalmente, los partidos políticos diferían respecto del mejor modo de revisarla Schmachfrieden (la paz vergonzosa) de Versalles. La indignación pública impulsó a políticos moderados a adoptar posiciones nacionalistas cada vez más extremas, lo que tuvo como resultado que operaciones ilegales, tales como el así llamado Reichswehr Negro y la cooperación secreta con la Unión Soviética (introducida por primera vez en el Pacto de Rapallo), hallaran protección política. En 1923, terroristas de los Freikorps fueron aclamados como héroes nacionales, cuando dirigieron sus armas contra los franceses y sus colaboradores separatistas renanos. No obstante, la importancia del Tratado de Versalles como tema electoral disminuyó. Por ejemplo, los nacionalistas alemanes condenaron al ministro de Asuntos Exteriores, Gustav Stresemann, quien en los años 1923-1929 persiguió una política de reconciliación respecto de los franceses; sin embargo no lograron muchos resultados en el tema y vieron cómo sus votos descendían junto con los de Stresemann. La posición intransigente de líderes partidarios como Alfred Hugenberg hace difícil imaginar que los alemanes hayan votado a Hitler porque consideraban que los nacionalistas alemanes no se oponían con suficiente energía a Versalles.

Además, la explicación de Versalles no es consistente ni con el momento de irrupción del fenómeno nazi, que ocurrió unos diez años después de firmada la paz, ni con la temática de las críticas esgrimidas por los nazis en las cruciales campañas de 1930 y 1932, críticas que se centraban principalmente en cuestiones de política interna.[236] De hecho, los nacionalsocialistas anteponían la realización de una exhaustiva limpieza interna, en una palabra, de una revolución. La tan discutida campaña de 1929 contra el Plan Young (de revisar e instrumentar los pagos de reparación) fue un tema secundario para los nazis, quienes estaban más interesados en obtener buenos resultados en las elecciones municipales de toda Prusia y Baviera. Fue, en cambio, el Partido del Pueblo Alemán de Stresemann el que buscó la estabilidad política en éxitos de política exterior y, por consiguiente, fue derrotado en las elecciones debido a su desatención de los problemas económicos más básicos. El Tratado de Versalles ciertamente debilitó la República de Weimar, al otorgar legitimidad política a nacionalistas de derecha que repudiaban la democracia, pero no generó el voto nazi.[237]

Una explicación más verosímil para el triunfo del nazismo es la calamidad de la Gran Depresión. Las filas de hombres se siguen unas a otras con rigurosa lógica: las filas de hombres angustiados frente a las bolsas de trabajo, las filas de tropas de asalto en perfecta formación preparadas para el desfile; los gráficos que muestran el incremento del desempleo de 3,3 millones (registrados), en el primer cuarto de 1930, a casi 5 millones, un año después, y 6,1 millones, a principios de 1932, y las cifras que describen el número creciente de votos nazis de unos 800.000, en junio de 1928, a 6,4 millones, en septiembre de 1930, y finalmente 13,7 millones, en julio de 1932. En lo peor de la crisis, en el invierno de 1932, más del 40% de los trabajadores de toda Alemania se encontraba desocupado. La mayoría de ellos ya hacía tiempo que había agotado su derecho a exigir una compensación por desempleo y apenas subsistía con la ayuda estatal. Gertrude, una niña de diez años, describió perfectamente el horror acumulativo del «desempleo» en una composición escolar, escrita en diciembre de 1932: «Los hombres son tan infelices cuando no tienen trabajo. Cuando hay dinero por Desempleo», es decir cuando los desocupados aún no habían agotado sus 26 semanas de ayuda por desempleo otorgadas por ley, «todos van a la bolsa de trabajo a que les pongan el sello y esperan a que les den unos centavos. Cuando ya no les quedan más sellos, pasan a Crisis» —en épocas especialmente difíciles el estado agregó 39 semanas, luego reducidas a 32, de «ayuda por crisis». «Cuando terminan esto, pasan a Bienestar Social», los magros pagos de asistencia municipal otorgados a quienes demostraban su situación desesperada. «Ύ cuando están en Bienestar Social, han tocado fondo. Entonces un hombre va a su departamento y mira alrededor. Si encuentra algo de valor, se lo lleva para vender. Mi padre es albañil», agregaba (el sector de la construcción fue el más golpeado por la recesión); «hace un año y medio que no tiene trabajo».[238]

El desempleo fue el gran flagelo de los años treinta y cada vez fueron más los hombres que para indicar su oficio escribían «desocupado» en vez de «albañil». Los efectos de esa crisis en las vicias privadas fueron catastróficos. El presupuesto de los proletarios tenía que estirarse hasta el máximo. Tras deducir el pago del alquiler, sólo quedaban veinte o treinta centavos diarios por persona para alimentos. Como consecuencia de esa situación, muy pronto los hombres, mujeres y niños estuvieron desnutridos: la carne era un lujo reservado ocasionalmente para algún domingo; la mayoría de los desocupados subsistía a base de pan y patatas y sustituía la manteca por margarina. Una vez más, los alemanes se veían forzados a probar las amargas raciones del invierno de los nabos de 1916-1917, y una vez más estaban perdiendo confianza en el sistema.

Aunque los obreros sufrieron las peores penurias y corrían mayores riesgos de terminar en la indigencia, la Gran Depresión también dejó sin trabajo a uno de cada cinco oficinistas, por lo general los empleados de más edad y con más años de antigüedad. El destino de Hans Pinneberg, tan bien descrito en la novela de Hans Fallada Little Man, What Now? (1932), es un caso típico. Ansioso por seguir las reglas del juego, Pinneberg se convierte en un vendedor modelo, pero es despedido injustificadamente; manteniendo las apariencias de su estatus de empleado con traje y corbata, Hans se encuentra vagando por las calles sin un lugar adonde ir y finalmente es empujado a la indigencia por un policía que representa el mismo orden burgués en el que siempre había creído.[239]

Los comerciantes también sufrieron al caer vertiginosamente el total de las transacciones. Knickerbocker del New York Times estudió la situación en la invernal Falkenstein, en el Erzgebirge de Sajonia: «El hotel estaba abierto pero éramos los únicos huéspedes… en los negocios podían verse unas pocas luces tenues pero no había clientes. Los tabernas estaban abiertas pero… unos seis hombres estuvieron sentados toda la noche con sólo el vaso más pequeño de cerveza».[240] El número de juicios por hipotecas y bancarrotas creció estrepitosamente y miles de dueños de empresas arruinados debieron trabajar como vendedores ambulantes y viajantes de comercio —«Luftexistenzen» (existencias del aire), los llamaba Theodor Geiger— junto con unos 400.000 Landburchsen (vagabundos) sin hogar que vagaban desamparados de ciudad en ciudad.[241] En el campo, los precios de los productos agrícolas, crónicamente bajos desde mediados de los años veinte, arruinaron la vida de los granjeros y los empresarios que dependían del comercio rural.

La desintegración del tejido social fue el resultado inevitable de esos años de duras penurias materiales. Entre 1928 y 1932 el índice de suicidios creció el 14% para los hombres y el 19% para las mujeres. De hecho, las mujeres cargaban con la mayor parte del peso del desempleo masculino. Mientras los hombres pasaban el día sentados en sus casas o en las tabernas, completamente idos y confundidos como Pinneberg, sus esposas eran «la gente más trabajadora» del país. Tal vez Knickerbocker haya sido el único que supo reconocer las dieciséis horas al día que pasaban las mujeres «ahorrando lo más posible, frotando, zurciendo, lavando, en el interminable esfuerzo de estirar la ayuda por desempleo hasta el límite máximo».[242] En esas circunstancias crecían las tensiones en los hogares: los adolescentes, que tenían las peores perspectivas laborales, buscaban huir de la autoridad de padres atormentados y escapaban a las calles para unirse a una multitud de bandas políticas e involucrarse en aventuras delictivas. En las casas de conventillos se deshacían los matrimonios y crecía la violencia entre los inquilinos. Los «arrebatos de odio» que tanto resentimiento producían entre los vecinos también hicieron de los judíos alemanes, considerados intrusos, liberales y capitalistas, chivos expiatorios.[243]

El corolario político de la fricción interna fue una creciente impaciencia con el gobierno de Heinrich Brüning, el así llamado canciller del hambre, en los peores años de la depresión. Su autoridad descansaba sobre cimientos muy poco firmes: la tolerancia a regañadientes de los partidos, desde el Partido Social Demócrata hasta el Partido del Pueblo Alemán, que temían más a lo que podría venir de lo que se oponían a él. Pero la situación siguió empeorando y las políticas fiscales deflacionarias de Brüning hicieron poco para aliviar el sufrimiento y mucho para aumentarlo. Cualquier cosa menos Brüning y su caricaturesca democracia, pensaban los alemanes comunes: en Falkenstein, las iglesias evangélicas se llenaron de gente, en el Berlín proletario el voto por los comunistas creció enormemente; en las ciudades de clase media, los votantes se inclinaron en tropel por los nazis.

La correlación entre la crisis y la búsqueda de alternativas políticas cobra aún más sentido, si se considera que, diez años antes, durante los peores años de la inflación, tanto comunistas como nazis habían ganado a los primeros conversos. Luego, con la estabilización de la moneda en 1924, el avance de los comunistas se detuvo y los nazis expiraron por completo. ¿Los extremistas políticos de este género no eran entonces simplemente criaturas parásitas de la crisis? ¿No era posible que, una vez que la recesión tocara fondo, los nazis comenzaran a perder votos? De hecho, ése pareció ser el caso en noviembre de 1932, cuando una nueva ronda de elecciones para el Reichstag finalmente redujo en 2 millones los votos nazis. Se plantea entonces la atormentadora pregunta: si el presidente Hindenburg se hubiese mantenido firme y no hubiese nombrado a Hitler canciller en enero, ¿el movimiento nacionalsocialista se habría diluido en el gradual restablecimiento de la economía en la primavera de 1933?

La conexión entre el comienzo de la Gran Depresión y el avance del nacionalsocialismo es innegable. Sin una crisis agraria en el campo, sin el desempleo de millones de alemanes durante más de dos años, y sin la subsecuente recesión comercial, es difícil imaginar la irrupción de los nacionalsocialistas en el panorama político con la misma fuerza y la misma velocidad que mostró en los años 1929-1933. No obstante, la conexión entre la recesión económica y los revolucionarios nazis no es tan automática como podría parecer a primera vista. En primer lugar, los verdaderos perdedores durante la Gran Depresión fueron los obreros desocupados, que tendían a votar por los comunistas, no por los nazis. Además, las penurias generales sufridas por la clase media han sido exageradas, ya que los empleados de comercio cayeron más tarde y se recuperaron antes y, por consiguiente, no agotaron sus derechos a una compensación por desempleo más holgada tan rápido como los obreros.

Los comerciantes y los artesanos tampoco fueron golpeados de manera uniforme: mientras que los minoristas de los barrios de clase trabajadora apenas lograron mantenerse a flote, a muchos propietarios de negocios en las provincias les siguió yendo relativamente bien. En la ciudad de Northeim, que votó desproporcionadamente por los nazis, hubo sólo unas pocas bancarrotas y éstas sólo afectaron a industrias marginales. William Sheridan Allen, el autor de un estudio magistral sobre la ciudad, concluye que «las clases medias apenas fueron alcanzadas por la depresión». Lo que sí perturbaba a los habitantes de Northeim era la perspectiva de entrar en bancarrota, una posibilidad que la depresión obviamente volvía real, y el fantasma de la revolución política, planteado por el creciente número de desempleados en las calles y de comunistas en cargos públicos. A mediados de 1931, el número de desempleados de Northeim rondaba los 700, pero todos los días no menos de 2.000 desocupados de los campos aledaños entraban en la ciudad para presentarse en la bolsa de trabajo del distrito, una intranquilizadora concentración de proletarios convulsionados. Vistas bajo esta luz, las clases medias, temiendo el desorden social, parecen haber apoyado a los nazis por razones políticas no directamente relacionadas con la desesperación material.[244]

Al mismo tiempo, los alemanes no parecen haber votado a los nazis porque culpaban a los judíos de sus problemas. Aunque no cabe duda de que el antisemitismo se volvió un fenómeno mucho más común en Alemania después de la guerra (al día siguiente de haber asumido el poder los nazis, los estudiantes de la universidad de Berlín comenzaron a cantar estribillos antisemitas a lo largo de la Unter den Linden), el antisemitismo sólo jugó un papel secundario en las campañas electorales de los nacionalsocialistas. No fue el tema principal de su propaganda electoral o de las páginas del periódico nazi, Völkischer Beobachter. De manera general, puede decirse que los alemanes «fueron atraídos hacia el antisemitismo, porque fueron atraídos hacia el nazismo, no a la inversa».[245]

Pero el verdadero problema con las explicaciones que enfatizan los catastróficos efectos políticos de la Gran Depresión es que se centran en el surgimiento del nazismo después de 1930 y suelen perder de vista las tendencias de largo plazo previas a su aparición. Es verdad que el ascenso del nazismo en 1930 coincidió con el primer gran incremento de la desocupación. No obstante, los partidos burgueses tradicionales que habían gobernado el sistema político de Alemania, desde los años setenta del siglo anterior, ya estaban en un avanzado estado de descomposición, bajo el asedio de grupos de intereses, de partidos independientes programáticos y de asociaciones paramilitares. De izquierda a derecha del espectro político, el Partido Democrático Alemán venía perdiendo votos, desde aproximadamente 1919, el Partido del Pueblo Alemán estaba en franco descenso desde 1921, y el Partido Nacional Popular Alemán no hizo ningún progreso desde 1924. En las elecciones de 1928 para el Reichstag, cuando los nazis eran todavía un insignificante partido independiente y había una economía estable, los tres grandes partidos liberales y conservadores cayeron a un 27,8% de los votos, de un 36,9% en diciembre de 1924 (y 37,1% en 1920). Dos años más tarde siguieron su carrera descendente hasta el 15,3 por ciento.

Parece lógico tomar esta versatilidad electoral a partir de 1924 como un todo, e interpretar que aquellas razones que atrajeron a millones de alemanes hacia el Partido Nazi durante la depresión fueron las mismas que los habían alejado de los partidos burgueses antes de la depresión. De hecho, la base electoral que apoyó a Hitler ya había sido erigida una vez antes, en abril de 1925, en respaldo de la campaña electoral de Paul von Hindenburg. Los votantes de Hitler eran exvotantes de Hindenburg, la movilización política de 1930-1933 había sido ensayada en 1925. Lo que esta correspondencia indica es que la formación del bloque nazi no fue puramente circunstancial, si bien la depresión debió volverla mucho más urgente. La constante desintegración de los partidos burgueses desde 1914, el éxito revolucionario de partidos independientes en 1928 y 1930, y la resonante elección de Hindenburg, en 1925, indican que durante la República de Weimar se estaban gestando procesos políticos más vastos. Los ingredientes que caracterizaron la insurrección «nacionalsocialista» ya se encontraban visiblemente presentes en la sociedad alemana antes de que la Gran Depresión favoreciera la suerte de los nazis.

De Hindenburg a Hitler

Los votantes atraídos por los nazis en los calamitosos días de la Gran Depresión no eran un grupo heterogéneo de gente disconforme que tenía poco en común, salvo su propio resentimiento contra el «sistema». El bloque que eligió a Hitler ya se había congregado, casi diez años antes, para elegir a Hindenburg. Evidentemente una unión nacionalista y antidemocrática podía triunfar en condiciones adecuadas. Contemplados bajo esta luz, los nazis podrían ser considerados un partido mucho más popular, algo más sustancial que la fugaz criatura de una crisis extraordinaria; en vez de representar los jadeos desesperados de «hombres comunes y corrientes» en estado de pánico, los nazis tal vez hayan articulado, en la nota exacta, las aspiraciones de millones de burgueses. Vale la pena examinar más detalladamente los fragmentos políticos de los años veinte que los nazis finalmente juntaron a principios de los años treinta.

Las similitudes entre la campaña presidencial de Paul von Hindenburg, en abril de 1925, y la campaña de Adolf Hitler, siete años más tarde, son sorprendentes, a pesar de que las diferencias entre estos dos hombres no podrían haber sido mayores. Nacido en 1847, Hindenburg era un general de la vieja escuela prusiana que tenía poca afinidad con el pueblo alemán, se sentía más a gusto entre caballos y aristócratas ecuestres, como el exasperantemente reaccionario Franz von Papen, y sólo sentía desprecio por el cabo primero Adolf Hitler. (El 10 de octubre de 1931: «¿Este cabo bohemio quiere ser canciller del Reich? ¡Jamás!». Y un poco más ambiguamente, apenas tres días antes de nombrar a Hitler: «Seguramente, caballeros, no me adjudicarán el hecho de designar a este cabo austríaco como canciller»).[246] Hitler, en cambio, era mucho más joven (nacido en 1889) y un virtuoso de la política moderna de asambleas, elecciones y campañas de propaganda.

Y no obstante, el destino parecía juntar a esos dos hombres tan disímiles. Hindenburg no sólo había enfrentado a Hitler en la elección presidencial de la primavera de 1932, sino que, una vez reelecto, no tuvo más alternativa que pugnar con el Führer nazi, que era el jefe del partido más grande del país y a quien, finalmente, con cierto desagrado, nombró formalmente canciller. Además, Hindenburg y Hitler también se habían confrontado como representantes del mismo distrito electoral. En uno de los giros más notables en la historia electoral de Alemania, los barrios abrumadoramente protestantes y provinciales que habían apoyado a Hindenburg en 1925 votaron por Hitler en 1932. De hecho, en términos estadísticos, no hay mejor vaticinador del triunfo electoral nazi en 1932 (en la campaña presidencial de abril y en las elecciones del Reichstag de julio) que el voto de Hindenburg siete años antes. La elección de Hindenburg representó claramente una etapa importante en la gestación de la insurgencia nazi.[247]

A primera vista, la estrecha correspondencia entre las dos elecciones sugiere que Hitler sencillamente reagrupó a su alrededor a aquellos alemanes beligerantemente nacionalistas y anticomunistas que jamás habían hecho las paces con la Revolución de noviembre, y que habían votado por Hindenburg, en 1925, como un símbolo de la vieja Alemania, pero que lo abandonaron, en 1932, como una forma de llegar a un acuerdo con el futuro destino de una nueva nación. Aclamado locamente por las multitudes que agitaban enseñas negras, blancas y rojas del imperio, Hindenburg parecía ser un Ersatzkaiser (un sustituto del Káiser), lo mejor y más parecido que había al Emperador exiliado. Los votantes expresaban «un anhelo generalizado por los “buenos viejos tiempos”», explica un influyente historiador.[248] ¿Los anticuados nacionalistas no habían finalmente aplastado a los socialistas y republicanos que miraban hacia el porvenir? Dado que recurrían a las mismas fuerzas, los nazis parecían ser básicamente un movimiento contrarrevolucionario que debía su energía a «ideas nacionalistas, conservadoras e incluso monárquicas, sancionadas por la tradición», tal como expresa Martin Broszat, aunque el movimiento había hecho concesiones necesarias al formato y la retórica de la política de masas.[249]

El problema con esta explicación es que no puede dar cuenta de la celeridad con la que los antiguos partidarios de Hindenburg lo abandonaron por Hitler en 1932. Incluso en el distrito de Neidenburg, al este de Prusia, donde Hindenburg había detenido a los rusos en la batalla de Tannenberg, el mariscal de campo fue aplastado por el «cabo bohemio» dos a uno.[250] El hecho de que las lealtades a la tradición resultaran tan frágiles sugiere que los ideales del pasado habían perdido su poder de convicción. De hecho, un examen más detallado de las elecciones de 1925 indica que los votantes no buscaban volver a los «buenos viejos tiempos», sino dar forma a un nacionalismo popular que, en última instancia, Hitler podía encarnar mucho más factiblemente que Hindenburg. Más que como una pálida versión del Káiser alemán, Hindenburg ganó la presidencia de 1925 como una pálida versión del Volksmann, del tribuno del pueblo alemán.

La primera ronda de elecciones se caracterizó por una campaña de siete candidatos típicamente confusa; pero la segunda ronda, cuando el respetado líder católico, Wilhelm Marx, se midió con Hindenburg, fue la más animada. Una coalición notablemente amplia de grupos cívicos, asociaciones patrióticas y partidos burgueses manejó la campaña de abril de 1925 desde las bases. La campaña de Hindenburg tuvo una gran semejanza con el trabajo cívico: coros, clubes atléticos, sociedades de tiro al blanco, gremios de artesanos, organizaciones cristianas y asociaciones de amas de casa, todos desempeñaron un rol activo. Incluso los socialdemócratas, quienes tenían a su disposición los recursos de una organización impresionante y, por lo general, entraban en las elecciones de Weimar mejor preparados que sus adversarios nacionalistas, admitieron que esta vez «la burguesía» estaba unida en una «gran cadena de reacción» hasta el último hombre.[251] Uno de los eslabones más fuertes era sin duda el grupo paramilitar, los Stahlhelm, que distribuía panfletos en los barrios y en los pueblos más alejados, organizaba desfiles de fin de semana, y el día de las elecciones condujo a los votantes en camiones hasta las urnas. En muchos casos, por primera vez desde la Revolución de noviembre, los ciudadanos se dejaron llevar por la pasión de la política pública. Dependiendo de sus preferencias políticas, la gente agitaba la bandera rojo y oro de la república o el estandarte negro, blanco y rojo del imperio. En cientos de comunidades alemanas, tal como describe el novelista Ernst Glaeser sobre su estado natal de Württembeg, el tejido de la vida cívica se desgarró en dos mitades hostiles: republicanos y nacionalistas.[252]

Hindenburg era un candidato de ensueño por su papel como comandante supremo durante la primera guerra mundial. Atraía a católicos y protestantes por igual y captó a votantes que se habían abstenido en la primera ronda. Sin embargo, más significativas aún eran la amplitud y la fuerza de la coalición que lo apoyaba a nivel local. En un momento en que los partidos tradicionales estaban sufriendo un ataque considerable por parte de pequeños partidos independientes de clase media, cuando los nacionalistas disentían con la actitud conciliatoria de la política externa de Stresemann, y cuando las políticas a favor del comercio del canciller Luther inquietaban a los desposeídos ahorradores, a los obreros cristianos y a los pequeños comerciantes, el bloque de Hindenburg constituía un logro notable. Además en las manifestaciones públicas, sus simpatizantes hicieron gala de un aplomo sin precedentes. A diferencia de la furtiva movilización tras la Revolución de noviembre y el renuente alistamiento de las Guardias Cívicas, los burgueses partidarios de Hindenburg se congregaron en público y, una vez que su candidato obtuvo el triunfo, se burlaron de los socialistas de una manera inusualmente agresiva que anticipaba los desfiles con antorchas del 1932, ocho años más tarde.

Al día siguiente de la elección, el 27 de abril de 1925, los simpatizantes de Hindenburg, en un número inmenso, tomaron las calles, seguros de que con la victoria de Hindenburg se había detenido definitivamente el avance del socialismo y de la forma republicana de gobierno. En Goslar, ciudad que tenía una importante minoría de clase trabajadora, los Stahlhelm, grupos de regimientos y la Liga Gimnástica organizaron un desfile triunfal, que condujo a cientos de burgueses por las angostas calles de la ciudad medieval hasta la plaza del mercado. Allí, el editor del periódico local, August Wilhelm Silgradt, felicitó a los alemanes por abrirse paso a través del laberinto de la revolución y alcanzar el «recto sendero del honor». En Helmstadt, asociaciones patrióticas, clubes de tiro al blanco y confraternidades estudiantiles, con banderas y cintas, marcharon «en gran número», seguidos por los entusiastas habitantes de la ciudad. En toda Alemania, los burgueses decoraron sus casas con estandartes negros, blancos y rojos y se congregaron alrededor de los monumentos conmemorativos de la guerra o de las estatuas de Bismarck para festejar el triunfo de Hindenburg. En otros lugares, Stahlhelmers exaltados atacaron a socialdemócratas, poniendo en marcha el vertiginoso descenso hacia la violencia política que en los años siguientes continuarían las SA de forma mucho más implacable. En 1925 la derecha alemana ya se encontraba rebosante de confianza. Los socialdemócratas, en cambio, habían comenzado a retirarse. En las ciudades pequeñas de todo el país, los ataques perpetrados por los Stahlhelm contra los trabajadores quedaban impunes, los republicanos tenían dificultades cuando querían alquilar un salón en una taberna para celebrar sus reuniones, y los clubes socialistas perdieron muchos miembros.[253]

La coalición popular que apoyaba a Hindenburg no era una simple alianza circunstancial reunida en torno de un único candidato para una elección decisiva, pero se disgregó una vez reanudada la política parlamentaria. En los años siguientes, los burgueses se reunieron en repetidas oportunidades para afianzar la alianza nacionalista que la campaña de Hindenburg había congregado.

Antes de la guerra, el cumpleaños de Bismarck había sido ocasión de festejos patrióticos; durante el último período de los años veinte, Hindenburg recibió ese mismo honor. Las conmemoraciones para honrar al Presidente fueron celebradas en 1925 y en 1926, pero cuando Hindenburg cumplió ochenta años, el 2 de octubre de 1927, los barrios burgueses estallaron en un gran festejo.

Una vez más fue la gente común reunida en clubes sociales y asociaciones patrióticas la que desempeñó los roles más importantes, organizando desfiles y reuniones, preparando torneos atléticos y certámenes de destreza, y adornando las calles con banderas negras, blancas y rojas. El comité organizador de Goslar, por ejemplo, constituye el cuadro típico de la unidad burguesa: políticos locales se unieron a los Stahlelmers, la junta de Gremios y la Cámara de Comercio trabajaron conjuntamente con la Liga de Empleados Públicos Alemanes y la Unión Nacional Alemana de Empleados de Comercio; y las iglesias protestantes cooperaron con la parroquia católica. En el pequeño pueblo de Esbeck, en el norte de Alemania, los partidarios de Hindenburg se reunieron en la sala más grande del pueblo, el Nuthmannschen Halle, que había sido decorado para la ocasión con laureles y banderas imperiales. Las autoridades locales se pusieron de pie para decir unas palabras, pero el centro de los festejos fueron los clubes locales: uno tras otro, el coro del pueblo cantó, la asociación gimnástica hizo saltos acrobáticos, y la sociedad teatral leyó poesía. Para honrar a Hindenburg, los atletas de la cercana Rotenburg, en Wümme, formaron una pirámide humana de cuatro niveles de altura sobre la cual los presentes colgaron enormes fotografías del Presidente. Tras la enérgica demostración gimnástica, los coros de Rotenburg brindaron un entretenimiento musical más distendido.

Aunque la escala de los festejos fue más majestuosa en las ciudades más grandes, el espíritu popular de la fiesta era el mismo. En Osnabrück, por ejemplo, filas de escolares y divisiones de los Stahlhelm, la Jungdo, grupos de regimientos, clubes de tiro al blanco, asociaciones atléticas, sociedades de canto y los distintos gremios conformaron un enorme desfile que marchó de un extremo al otro de la ciudad. Cientos de miles de patriotas alquilaron ómnibus para ir a Berlín y atestaron la capital para lograr llegar a la Unter den Linden y la Friedrichstrasse, la ruta del desfile motorizado de Hindenburg. Los Stahlhelm, los Boys Scouts, la Unión Nacional Alemana de Empleados de Comercio, grupos juveniles y conductores de tranvías uniformados; todos formaban una colorida cadena de vida asociativa en la gran metrópolis.[254]

Eclipsados por los subsecuentes acontecimientos, la escala y el alcance de los festejos en honor de Hindenburg han sido en gran parte olvidados. No obstante, el octogésimo cumpleaños de Hindenburg fue una manifestación genuina y multitudinaria de una determinación y un logro políticos. Fue este espectáculo desenfrenadamente espontáneo y cien por ciento alemán, adornado con la bandera tricolor del imperio lo que tanto impresionó a los observadores. Mientras que antes de 1924 los burgueses rara vez habían marchado abiertamente por las calles, dejando la esfera pública a los proletarios socialdemócratas, y prefiriendo reunirse en salones, bajo los auspicios de los líderes de los partidos tradicionales, la elección de Hindenburg marcó un punto de inflexión. Las multitudes abandonaron impetuosamente los ámbitos cerrados de las salas de reunión y tomaron las calles, las plazas públicas, y finalmente, en un gesto de conquista política, los barrios de la clase trabajadora.

Los Stahlhelm fueron el núcleo alrededor del cual se cristalizó esa exuberante socialización nacionalista. Año tras año, durante el fin de los años veinte y principios de los treinta, miles de consagraciones locales de la bandera imperial terminaban en la fanfarria del Día de los Stahlhelm regional y alcanzaban el punto culminante del año en el Día de los Soldados del Frente, cuando cientos de miles de patriotas se reunían en Magdeburgo, Berlín o Hamburgo. Cada nuevo año, ya fuese a lo largo de la Breite Strasse de un pueblo o la Unter den Linden de Berlín, el mes de marzo atraía a espectadores entusiastas, rememoraba la unidad de la burguesía y reinterpretaba la reconquista de la comunidad en nombre de la nación. El pueblo, de algún modo, reconocía que las calles eran la vía alternativa de la nueva política. Los Stahlhelmers se enfrentaban con los obreros del Reichsbanner frente a las sedes de los sindicatos y marchaban atravesando —«invadiendo»— los barrios proletarios y las ciudades «rojas», Berlín y Hamburgo. Quebraban permanentemente el dominio proletario de la plaza pública y, de ese modo, triunfaban en un terreno en el que, a principios de los años veinte, habían fracasado los Freikorps y las Guardias Cívicas. Es verdad que los Stahlhelm estaban insertos dentro de las rondas «filisteas» de festejos de las pequeñas ciudades, pero no obstante supieron, a su vez, enrolar a muchos burgueses —hombres y, en menor medida, mujeres— en una campaña política nacional dirigida a reconquistar el país. La Weser Zeitung de Bremen reconoció precisamente ese hecho el Día de los Soldados del Frente de 1927: «Alemania no sólo cuenta con una organización masiva de la izquierda sino también de la derecha».[255] La movilización pública se convirtió en una medida de la vitalidad de la derecha. Por consiguiente, los festejos en honor de Hindenburg dejaban una clara sensación de fuerza y unidad: «Alemania está avanzado de nuevo», concluían los editores de la conservadora Deutsche Allgemeine Zeitung.[256]

En contraste con la oficiosa pompa de la era del Káiser, en la que el rango social y el protocolo militar prevalecían aun en los pueblos y ciudades más pequeñas, los Días de Hindenburg y los Días de los Stahlhelm giraban en torno a las asociaciones voluntarias y dependían de la energía de los ciudadanos particulares. Desfiles compuestos por diferentes clubes y asociaciones, a los que se sumaban los artesanos, los empleados y los trabajadores cristianos, y los grupos femeninos; grandes manifestaciones en la plaza del mercado; gestos privados, tales como la colocación de adornos patrióticos en las ventanas y el despliegue de banderas imperiales; todo esto transmitía el profundo y sentido júbilo de los burgueses. Esos festejos se asemejaban a un gemütlich (campechano) carnaval de verano o a una Schützenfest (fiesta de un club de tiro) de proporciones nacionales, y tenía poco en común con la cuidada coreografía de la ceremonias de preguerra por el Día de la Fundación o el Día de Sedán; no había divisiones sociales estrictas entre los huéspedes invitados y los espectadores, no había gradas para los notables del municipio ni ningún baile de disfraces sólo para invitados. Como en julio y agosto de 1914, eran los mismos ciudadanos quienes constituían el espectáculo. El sentimiento nacional era tan exaltado porque los festejos en honor de Hindenburg congregaban y reunían a ciudadanos de todos los estratos sociales, a la vez que representaban un frente unido contra la izquierda de la clase obrera. Era más la escala democrática que la pompa monárquica la que confería a los festejos nacionalistas su atractivo popular.

La elección de Hindenburg constituyó un admirable modelo para una exitosa movilización política. A diferencia de los partidos, cuya política partidaria en la lejana Berlín sólo parecía dividir aún más a los alemanes, las asociaciones tales como los Stahlhelm unían a los burgueses y enfrentaban con éxito a la izquierda socialista en asambleas públicas. Además, la importancia dada a las grandes reuniones y las actividades tumultuosas atraería a un número mayor de gente que la acción exclusivamente parlamentaria de los partidos. Durante las elecciones de Hindenburg los partidos ya habían jugado un papel bastante secundario, y en los años siguientes el Stahlhelm, la Jungdeutscher Orden, y otras formaciones paramilitares reemplazaron a las organizaciones locales de los partidos como patrocinadores de festejos patrióticos. Entusiasmados por sus éxitos locales, los Stahlhelm intentaron incluso obligar a los partidos burgueses a cooperar de una manera más permanente. Conquistó el efusivo aplauso de la prensa por sus vigorosos esfuerzos por construir una lista unida para las elecciones regionales en Sajonia en 1927 y en Braunschweig en 1928. Al fracasar en este intento, crecieron los sentimientos antipartidarios. «Todo ha de seguir como estaba. Los partidos no quieren poner en peligro sus intereses mediante la cooperación», comentó disgustado un periódico liberal de Braunschweig. Los políticos tal vez elogiaran en público la unidad burguesa, pero a puertas cerradas continuaba sencillamente el «viejo juego», agregó un desilusionado editor de Pirna, Sajonia.[257]

A pesar de su frenética actividad, los Stahlhelm se mostraron incapaces de organizar efectivamente la creciente ola antiparlamentaria. Los veteranos funcionaron en reiteradas oportunidades como mediadores, con la esperanza de convencer a los partidos políticos de suscribir un programa nacionalista, pero en última instancia dependían de la cooperación de los políticos que congregaban. Aunque los Stahlhelmer proveyeron a las campañas de la burguesía con muchos y muy necesarios soldados, en general siguieron siendo una fuerza auxiliar de la política parlamentaria. Lo que los Stahlhelm no supieron ver es que la impaciencia popular con los partidos se alimentaba tanto de su desatención de la economía y los reclamos sociales de los ciudadanos comunes como de su incapacidad para unirse contra la izquierda. El antisocialismo consumía la energía de los Stahlhelm. Como resultado de esta situación, los Stahlhelm se volvieron más abiertamente reaccionarios. Para 1929, se había acercado cada vez más al derechista Partido Nacional Popular Alemán, confundiendo evidentemente la beligerancia antirrepublicana con el radicalismo político y perdiendo, de ese modo, el empuje que había ganado desde la elección de Hindenburg frente al advenedizo nacionalsocialismo.

A pesar de su fracaso, la actividad de las ligas nacionalistas logró, no obstante, transformar por completo los barrios alemanes. Quien hubiese visitado un hogar nacionalista no habría encontrado en él prácticamente ningún rastro de la desesperación y la nostalgia típicas de los años inmediatamente posteriores a la revolución. A mediados de los años veinte, jóvenes nacionalistas, muchos de ellos veteranos de guerra, algunos exmiembros de los Freikorps, se presentaron en las plazas de los pueblos con confianza y aplomo. La Jungedeutscher Orden, los Stahlhelmy una docena de otras organizaciones más pequeñas (Werwolf, Viking, Bayernbund, Tannenbergbund, al igual que una amplia gama de grupos juveniles y asociaciones culturales), dejaron ver la agilidad organizativa de la clase media alemana. También eran sorprendentemente exitosos para captar obreros. Ni la Liga de la Armada, antes de la guerra, ni el Partido de la Patria, durante la revolución, ni las Guardias Cívicas o los Freikorps, tras la revolución, habían logrado movilizar a los patriotas en una proporción semejante. Se realizaban manifestaciones públicas hasta en las ciudades más pequeñas. Aunque siempre más evidente en las regiones protestantes, la polarización política entre la izquierda y la derecha llegó a dividir también a los católicos alemanes. En medio de un abigarrado calendario de festejos —los Días de Hindenburg, los Días de los Stahlhelm, y los Días de Alemania—·, los alemanes de clase media llegaron a considerar sus barrios en términos cada vez más nacionalistas y familiares. Esa circunstancia no se debía sólo al hecho de que las manifestaciones patrióticas y las marchas por las victorias electorales, adornadas con los colores del imperio, reclamaban ahora como propios los espacios que antes habían constituido el dominio de los socialdemócratas, sino porque los ciudadanos participaban en las festividades patrióticas de una manera natural e informal. Resultado de esta situación fue una correspondencia entre el nacionalismo alemán y la Gemütlichkeit (la campechana intimidad) del terruño, una combinación ganadora ya en 1914.

La Alemania de los Stahlhelm era antisocialista pero no aristocrática; nacionalista pero no monárquica; autoritaria y reaccionaria pero no exclusivista. En ese sentido, era un producto de la naturaleza auténticamente popular de la guerra mundial. Al mismo tiempo, la enfática diferenciación que hacía el pueblo entre la virtud de la nación y la perfidia de sus enemigos —judíos, eslavos, bolcheviques— preservaba un lugar para todo tipo de grupos völkish y antisemitas, incluidos los nazis, quienes tras hacerla suya, aprovecharon ampliamente esta plataforma. En 1929 los nacionalsocialistas se unieron a comisiones opositoras del plan Young, en todo el Reich, y compitieron lado a lado con políticos veteranos del Partido Nacional Popular Alemán y del Partido del Pueblo Alemán en listas comunes y coaliciones locales (en Turingia y en Braunschweig, por ejemplo). La vida asociativa burguesa brindó una cubierta para una política antiparlamentaria cada vez más militante. En muchos sentidos, favoreció un «nacionalismo integral» que rechazaba por completo un orden político pluralista. Bajo esa luz, la elección de Hindenburg no fue un resabio de otra época. Fue más bien un precursor de la fusión fascista que vendría.

Los partidos independientes y los movimientos populares

Se habían fundado grupos de Stahlhelm y se habían celebrado solemnes ceremonias de consagración de la bandera en las ciudades más pequeñas de Alemania, en lugares perdidos como Oelber y Baddeckenstadt, en el Klein-Elbe, así como en el Gross-Elbe. Externamente este hecho constituía el signo más evidente de la asombrosa movilización política desarrollada por ciudadanos anteriormente inactivos. Las filiales de los Stahlhelm eran casi tan numerosas y comunes como los locales de la socialdemocracia. Pero otro tipo de marchas surcaba a la vez los campos de Alemania. A lo largo del escabroso extremo norte del país, donde el pobre suelo arenoso se une con los terrenos pantanosos del litoral marítimo, los granjeros se habían alzado en armas. Un «maravilloso día de invierno bañado por el sol», el domingo 28 de enero de 1928, «los pequeños propietarios rurales de Schleswig-Holstein marchaban hombro a hombro por las calles». Los granjeros se habían reunido en las plazas de los mercados, reclinados sobre sus Krückstöcke (bastones), para escuchar «breves y concisos discursos». Por lo menos 140.000 habían viajado en señal de protesta hasta Husum, Niebüll, Rendsburg, Schleswig y Flensburg, a Eckernförde, Heide, Nenmünster, Plön, Segeberg, Oldesloe, Ratzebugr, e Itzehor.

En cada ciudad, los oradores condenaban furiosamente las políticas agrícolas del Reich, en particular los acuerdos comerciales que reducían las tarifas de algunos productos y abrían la vía a la importación de carnes congeladas. En una época en que los precios de los productos agrícolas habían alcanzado niveles históricamente bajos, éstas eran circunstancias calamitosas. Créditos escasos, impuestos altos y una magra ayuda federal a esta región proclive a las inundaciones completaban la lista de protestas. Tras organizar los reclamos por propia iniciativa, Otto Johannsen exigió en una asamblea de unos 20.000 simpatizantes que Alemania se volviese autosuficiente en el rubro de alimentos y desmantelara la «economía de egresos irrestrictos» (hemmunlose Ausgabewirtschaft), una limpieza interna que despejaría el camino para el repudio de las reparaciones que habían mantenido a Alemania sujeta por las cadenas de un Sklavenvolk, un pueblo de esclavos.[258]

Fue un espectáculo sorprendente el de ese domingo de enero. Los granjeros, por lo general renuentes a abandonar sus herramientas de trabajo, excepto, quizá, para un esporádico juego de cartas los fines de semana, colmaron la ciudad. Allí se les unieron los comerciantes y los artesanos, ansiosos de manifestar contra las leyes laborales, los altos impuestos, y la corrupción general que parecía imperar en Berlín. Las manifestaciones de ese domingo en Schleswig-Holstein fueron el punto culminante de una inquietud cada vez más turbulenta en todo el país. En junio y julio de 1926, los habitantes de algunas ciudades de Sajonia habían marchado en protesta de las políticas fiscales que parecían favorecer al movimiento obrero y a las grandes industrias. Más de 7.000 artesanos, propietarios de viviendas, y pequeños comerciantes salieron a las calles en Plauen, 9.000 en Zwickau, y 8.000 en Chemnitz.[259] Un año más tarde 1.000 propietarios de viviendas de Oldenburg protestaron contra el impuesto a las hipotecas saldadas durante la inflación (un tibio intento por redistribuir las horribles pérdidas de 1922-23).

Unas semanas antes de las acontecimientos de Schleswig- Holstein, el 5 de enero de 1928, los granjeros invadieron la pequeña capital de distrito de Aurich, en Frisia del este, llenando una sala de reunión tras otra, Berms Garten, el Piquerhof, luego la oficina local de agricultura, y finalmente el más lujoso Bürgergarten. El total de los manifestantes, calculado en 5.000 personas, superó todas las expectativas. Ese mismo día, campesinos del pueblo cercano de Ahlhorn se pusieron de acuerdo y decidieron exigir la suspensión de los impuestos «hasta la llegada de mejores condiciones», el cierre de las oficinas fiscales de recaudación, y, como una última idea, la deportación forzada de todos los funcionarios públicos a Canadá.[260] El 17 de enero las manifestaciones abrumaron a Strollhamm y Westerstede, y el 26 de enero, Oldenburg, la capital provincial fue inundada por 40.000 manifestantes procedentes de los pueblos de llanuras circundantes. Artesanos, comerciantes y propietarios de viviendas se unieron a los granjeros de la provincia en el Pferdemarkt de la ciudad en una de las manifestaciones de clases medias más grandes de la década.

Cuando dos días más tarde las noticias de la insurrección de Schleswig-Holstein se conocieron en el resto del país, los granjeros y los pequeños comerciantes de toda Alemania salieron a las calles. A principios de febrero, 15.000 manifestantes marcharon sobre la capital de Mecklenburg, Schwerin. El 14 de febrero un número igual de granjeros y comerciantes se congregaron en Hildesheim, mientras que otros 4.000 lo hicieron en Uelzen. A fines de febrero, miles de manifestantes de clases medias marcharon por las calles de Göttingen, Celle y Magdeburgo. También se produjeron manifestaciones en Sajonia: en Meissen, Freiberg, Pirna, Zittau, Dobeln Löbau, Stollberg y Zwickau. Movimientos similares estallaron en

Braunschweig, Hanover, Pomerania, Prusia del este, y Turingia.[261] Estas manifestaciones fueron tanto más impresionantes puesto que ocurrieron en ciudades de tamaño medio de entre 25.000 y 75.000 habitantes. La escala y el número de protestas y la naturaleza y de los resentimientos políticos que éstas expresaban indican que se trataba de algo más que una simple reacción a una época de penurias económicas.

Los observadores expresaron reiteradamente su sorpresa ante el hecho de que la clase media se hubiese vuelto tan activa. «Ni Aurich ni el este de Frisia habían visto jamás una demostración tan multitudinaria», expresó exultante el periódico local. «Los granjeros realmente deben de estar sufriendo», señalaron los editores de Holzminden, «si están decididos a emplear las armas de los revolucionarios políticos».[262] Lo que sorprende aún más es que las manifestaciones unieron a distintos sectores sobre una base común. No eran sólo los granjeros en las plazas del mercado quienes manifestaban, sino también los almaceneros, los panaderos y los plomeros. Mientras que a principios de los años veinte, el foco de la actividad política de la clase media había sido limitado, concentrado como estaba en lograr para cada gremio la representación política dentro de los partidos burgueses, para fines de esa misma década el foco se había desplazado; los partidos habían pasado a ser el blanco de furiosas denuncias pronunciadas por diversos manifestantes reunidos en las calles.

Las enfurecidas multitudes condenaban reiteradamente las políticas fiscales del gobierno, pero ya no quedaban excluidos de sus condenas ni los partidos políticos ni los grandes grupos de intereses. «El hecho es que», censuraba Claus Heim, «el estado, el gobierno, los partidos y las organizaciones agrícolas, las cámaras de agricultura y las cooperativas han fracasado. El hecho es —continuaba en su convincente cadencia— que durante años el campesino ha pagado sus contribuciones y durante años ha oído sobre todas las cosas que han hecho por él y, sin embargo, ve que su situación empeora cada vez más».[263] A pesar de todas las promesas, los partidos liberal y conservador habían dado su consentimiento al aumento de los impuestos. Mientras que representaban asiduamente los intereses de los grandes terratenientes y los grandes industriales, habían descuidado a las clases medias, o al menos ésa era la percepción general. Los problemas rurales no tenían nada que ver con inundaciones o malas cosechas, concluyó un granjero enfurecido de Klein-Oldendorf, cerca de Emden. Tenían un origen explícitamente político: «Todos los diputados que nos han traído estos problemas deberían ser arrojados por la borda. No nos sirven para nada». Y no bastaba simplemente con promulgar resoluciones o enviar peticiones a Berlín: “Berlín posee enormes cestos de papeles para las protestas escritas del Volk», señaló un escritor que simpatizaba con los manifestantes.[264] Había llegado la hora de una acción directa. Una vez fracasada la gestión de los partidos tradicionales, ya no tenía mucho sentido seguir trabajando con los grupos de interés agrario, cuya función había sido la de negociar los votos del sector a cambio de influencia parlamentaria. Al elogiar las virtudes de la acción directa, mediante la negativa de pagar los impuestos e impedir los remates forzados, los manifestantes agrícolas amenazaban el fundamento mismo de la política burguesa. No sorprende que los voceros de los grupos de interés hayan intentado en vano moderar al Landvolk popular, o movimiento de los pobladores rurales. Las protestas se esparcieron, en especial una vez que el movimiento encontró sus mártires en aquellos activistas que fueron encarcelados por no pagar los impuestos, interrumpir los remates bancarios, y poner bombas en oficinas del gobierno en Oldenburg, y Lüneburg. De manera intermitente en los años 1930 y 1931, miles de granjeros marcharon sobre las capitales de distrito para brindar su apoyo a compañeros acusados en los tribunales o darles la bienvenida una vez excarcelados.

A la vez que los granjeros repudiaban la representación de los políticos de carrera, hábilmente desarrollaron una esfera alternativa de actividad. Una red de asociaciones paramilitares, como el Stahlhelm y la Jungdeutsaher Orden, y grupos vecinales más pequeños, sociedades de taberna y muchas familias apoyaron las protestas. Sencillos y modestos líderes populares sin ninguna trayectoria pública previa pasaron a un primer plano: Claus Heim y Otto Johannsen, por ejemplo. Al mismo tiempo, el levantamniento del Landvolk capturó la imaginación de los disidentes políticos de todas las facciones. Los agitadores comunistas y los voceros völkish, los Stahlhelmers y los hitlerianos, todos viajaron hasta Schleswig-Holstein. No había grupo radical que no quisiese codearse con los enlodados granjeros que habían rehabilitado las palabras del crítico cultural del siglo XIX, Paul de Lagarde: «¡Que Alemania recuerde que la vida auténtica crece desde abajo hacia arriba, no de arriba hacia abajo!». Cantada al compás de la popular canción de tirador certero Le he dado al ciervo, la Canción del colocador de bombas se mofaba de la repentina popularidad del Landvolk.

Ich leg die Bomb’ im Landratsamt

Im Reichstag Dynamit,

Vom Heerscherhause angestammt

Sing ich voll Stolz mein Lied.

Vom Hugenberg hab ich das Geld,

Von Hitler das Gewehr,

Der Ehrhardt hat Gift gestellt,

Und Ludendorff den Sp-e-e-er.

(Coloco la bomba en la Prefectura

En el Reichstag la dinamita

De la casa real hereditaria

Lleno de orgullo canto mi canción

De Hugenberg tengo el dinero,

De Hitler el arma

Ehrhart ha puesto el veneno

Y Ludendorff la la-a-a-nza).

Para cada uno de ellos —Hugenberg, Hitler, Ehrhardt, Ludendorff— el Landvolk era «el primer signo» de un «nuevo espíritu» en la Alemania de posguerra. Representaba «movimiento y lucha».[265]

El Landvolk era sólo el ejemplo más espectacular de cómo los grupos de clase media exigían una mayor participación en los asuntos políticos. Entre 1924 y 1930, en toda Alemania, los granjeros, los propietarios de viviendas, y los empleados públicos abandonaron a los políticos tradicionales en distintas elecciones y propusieron listas electorales propias. Se acusaba reiteradamente a los partidos burgueses de buscar mantener relaciones amistosas con los ricos y poderosos y de ignorar la situación de los alemanes comunes. A esa misma escena representada en decenas de ámbitos diferentes, se agrega la historia del parlamentarismo alemán durante los años veinte. En el nivel nacional los dos partidos liberales, el Partido Democrático y el Partido Alemán del Pueblo, se habían identificado demasiado estrechamente con los intereses industriales como para merecer más que unas pocas líneas. Primero habían abandonado su redil los trabajadores tories y los empleados de comercio, luego los artesanos, los comerciantes y los granjeros. Incluso el Partido Nacional Popular Alemán, que había atraído a millones de votantes de clase media y aun de clase trabajadora en 1924, gracias a su firme postura «antisistema», resultó poco hospitalario para los trabajadores y los empleados, una vez que el archirreaccionario Alfred Hugenberg asumió el control del mismo en 1928.

Cada nueva temporada política traía consigo un nuevo grupo de secesionistas que retiraba su apoyo al partido. Un dudoso conjunto de fragmentos parlamentarios, por lo general de origen muy heterogéneo, emergía para arrebatar el poder a los jefes de los partidos: el Wirtschaftspartei de clase media había competido en elecciones nacionales desde 1920, pero apareció como un importante factor de irritación para los grandes partidos después de 1924; para 1930 se habían unido a la refriega un Christlich-Nationale Bauernund Landvolkpartei (Partido Cristiano Nacional de los Campesinos y Granjeros), un Christlich-sozialer Volksdienst (Servicio Cristiano y Social del Pueblo), un Konservative Volkspartei (Partido Conservador del Pueblo), una Volksnationale Reichsvereinigung (Asociación Nacional del Reich del Pueblo), y un Reichspartei für Volksrecht und Aufwertung (Partido del Reich para la Justicia y la Revalorización del Pueblo). Las políticas fiscales ortodoxas de cada uno de los viejos partidos de clase media, a principio de los años treinta, comprometían cada vez más su capacidad para ayudar a aquellos votantes que seguían fieles a ellos.

A primera vista, el sistema de partidos alemán parecía encontrarse en un estado de total confusión. Sin duda alguna ésa era la impresión que se transmitía desde Berlín. Al no haber sabido construir con los fragmentos del panorama partidario un programa nacionalista unificado y asediadas en sus bases, tanto por la incesante actividad de los grupos nacionalistas como por la creación de listas independientes por parte de los grupos de interés decepcionados, las organizaciones partidarias se derrumbaron y las tesorerías de los partidos se vaciaron. Los miembros dejaron de asistir a las reuniones, no se podía reclutar voluntarios para distribuir propaganda y los oradores enfrentaban salas de asambleas incómodamente vacías. Ya en 1926, un liberal de Hildesheim informó que «todos los nacionalistas» entraban gustosamente en asociaciones patrióticas pero evitaban los partidos, que eran vistos con creciente antipatía. «No había nada peor que un partido político»; esto resumía la opinión de los habitantes de la pequeña ciudad de Gandersheim, cerca de Braunschweig.[266] No sorprende entonces que los parlamentarios se sintiesen cada vez más incómodos durante las campañas electorales. En un determinado momento, un activista del Landvolk, volviéndose a un diputado nacionalista alemán del Reichstag, con quien compartía el estrado, dijo ante el aplauso de la audiencia: «Sólo por la gracia de Dios ustedes son tolerados entre nosotros».[267]

En esta atmósfera los activistas locales no podían hacer mucho más que urgir a los políticos de Berlín a «convencer a los Stahlhelm y a la Jungdo» de arriba “a asumir una actitud más amistosa hacia los partidos». Desgraciadamente para los partidos, no había muchas salidas. Más de 300 ramas del Partido Popular Alemán en Braunschweig en 1920 se habían reducido a 100 en 1925 y a sólo 33 en 1929. La caída del Partido Democrático Alemán fue aún más drástica; excepto en el sudoeste de Alemania, lo único que quedaba del partido en 1930 eran comités ejecutivos regionales. El Partido Nacional Alemán mantuvo una presencia local, pero los activistas de los partidos informaban una disminución en el número de afiliaciones y falta de interés. «Nuestro partido lentamente está extinguiéndose», se lamentaba un nacionalista alemán en el baluarte partidario de Potsdam; la generación mayor de preguerra se mantenía leal, pero la gente más joven se había desplazado hacia los programas más activos de las ligas nacionalistas o de los nacionalsocialistas.[268] Durante las semanas de campaña previas a las elecciones para el Reichstag de 1930, que fueron consideradas, en gran parte, como un punto crítico en el destino a largo plazo del gobierno parlamentario y que generaron una concurrencia de votantes por encima del promedio (81,5% contra 74,6% apenas dos años antes), los partidos burgueses tradicionales no se veían por ningún lado. Publicaban avisos incendiarios en los periódicos pero rara vez realizaban reuniones públicas. [269] En ese caso, el medio era el mensaje.

Sin embargo, la disolución de los partidos liberales y conservadores fue sólo una parte de la historia. Las mismas fuerzas que habían debilitado a los principales partidos también alentaron y animaron a una amplia gama de votantes de clase media y trabajadores tories que insistían en obtener influencia y representación. Las protestas del Landvolk y las listas independientes daban testimonio de las capacidades organizativas de los mismos granjeros, artesanos y pequeños comerciantes que los partidos habían tratado con tanto desdén. Desde 1918, los grupos de clase media habían ido adquiriendo un mayor poder político, y tanto sus actividades de lobby dentro de los grandes partidos como sus listas independientes reflejaban fortaleza, no impotencia. También sería engañoso considerar esta proliferación de partidos independientes simplemente como una consecuencia del egoísmo material de los grupos ocupacionales. Sin duda alguna, muchos alemanes buscaban una representación más efectiva de sus intereses particulares en partidos consagrados a un solo tema. Pero por lo general, expresaban un descontento general con los partidos políticos, las acciones de lobby y los acuerdos parlamentarios. Los nuevos partidos resultaban atractivos para los votantes, porque expresaban la indignación general ante la política de los grandes partidos de la burguesía que se limitaban a favorecer los grandes negocios. Fueron los pequeños partidos independientes, producto de desmembramientos y disidencias, los que embellecieron la escena política con una retórica que resaltaba los derechos constitucionales y los intereses públicos y que representaba una visión refrescantemente moral de la nación.[270]

La aparición del Landvolk ponía en evidencia que una política que pretendiese tener éxito con la clase media tenía que reconocer como una voz política las demandas de aquellos grupos previamente mudos, como los pequeños granjeros, los empleados de comercio y los artesanos. Las protestas callejeras, donde los individuos se unían en una muchedumbre indiferenciada, expresaban los mismos sentimientos antielitistas. Los partidos que no adherían a ese sentimiento populista se derrumbaban, como sucedió con los así llamados partidos populares de posguerra, el Partido Popular Alemán y el Partido Nacional Alemán del Pueblo, al igual que el Partido Democrático Alemán. Incluso los Stahlhelm perdieron parte de su considerable autoridad política por oponerse a partidos independientes en nombre de la unidad nacionalista. Agruparse en torno a la bandera no bastaba para mantener el apoyo de votantes que, desde 1914, juzgaban su entorno político de acuerdo con el patrón de la Volksgemeinschaft. Los ciudadanos alemanes buscaban, además del orgullo nacional, la reforma social; la clásica combinación populista.

Sin embargo, al final, las protestas del Landvolk no pasaron de ser un mero episodio en la historia de Alemania. Las relaciones entre los granjeros del campo y los pequeños comerciantes de la ciudad se deterioraron cuando el Landvolk trató de golpear en Berlín y Hamburgo, boicoteando a los minoristas de Husum y Aurich. Además, los movimientos constituidos en torno a un solo tema, como el Landvolk, quedaban atrapados en una situación paradójica. Aunque invocaban el bien común, lo hacían según una plataforma política acotada. Los partidos independientes expresaban su impaciencia frente al imperio de los intereses especiales, mediante la proliferación de intereses unilaterales. Por consiguiente, no representaban una respuesta duradera para el resentimiento generalizado de los votantes. A fines de los años veinte, los votantes se volcaron masivamente hacia los partidos pequeños para expresar el enojo popular con los grandes partidos, pero pronto los abandonaron, una vez que se hizo evidente la incapacidad de los nuevos grupos para reconstruir la comunidad política. No obstante, en medio de esta gran versatilidad de los votantes de clase media, que en un determinado momento daban sus votos a los partidos de intereses sectoriales, luego se unían al gran partido de los no votantes, para después marchar con los Stahlhelm, o asistir a los discursos de los radicales políticos, como los nazis, hubo un lugar al que ya no regresaron: a los grandes partidos burgueses, que en ningún momento recuperaron sus pérdidas de los años veinte. A pesar de la gran volatilidad de la política alemana, los partidos tradicionales no revivieron.

Entran los nazis

Las marchas de los Stahlhelm y las protestas del Landvolk fueron los dos contrapuntos del radicalismo de la clase media durante la República de Weimar. Por un lado, los burgueses de las provincias amaban la nación y se identificaban con su destino. En festivales y ceremonias caseras, no sólo honraban el esfuerzo de la guerra y el gran destino imperial que ésta había develado y denunciaban las violaciones a la soberanía alemana, sino que hacían valer la unidad nacionalista contra una izquierda supuestamente antipatriótica y traidora. La actividad patriótica desarrollada durante los años veinte procuró recuperar la solidaridad nacional de agosto de 1914. Bajo esta luz, parece evidente que millones de votantes buscaban identidades políticas más abarcativas que la profesión o el gremio. Por otro lado, un número creciente de alemanes insistía en el desarrollo de formas democráticas de política, en las que todos los grupos ocupaban un lugar de honor y todos los intereses sociales recibían igual consideración. Aunque los activistas de clase media detestaban la república, las manifestaciones que realizaban y las listas independientes que conformaban se basaban en el legado de noviembre de 1918. Los ciudadanos hacían pleno uso de la nueva retórica constitucional de derechos y prerrogativas. Estaba claro que no existía ninguna posibilidad de volver a la política obsecuente de la era de preguerra.

El hecho de que la política alemana se haya mantenido tan versátil durante los años veinte se debía al distinto énfasis que tanto votantes como candidatos ponían en la idea de la Volksgemeinschaft. Había una gran cantidad de grupos que daban amplia expresión a sentimientos patrióticos, temores antisocialistas, resentimientos contra las elites, pero pocos encontraban el justo equilibrio. Los nacionalistas alemanes de Hugenberg enarbolaban orgullosamente el estandarte negro, blanco y rojo del Imperio Alemán, pero con demasiada frecuencia desalentaban a los votantes por su postura reaccionaria en temas sociales. Aunque los veteranos de los Freikorps se granjearon el elogio de muchos alemanes por atacar a los comunistas, se adaptaban mal a las actividades de la vida social de las pequeñas ciudades. El Landvolk producía los ruidos populistas correctos, pero sus miras resultaron demasiado estrechas. Los Stahlhelmers se esforzaban por crear la unidad nacional y tenían grandiosas visiones del futuro político de Alemania, pero seguían aferrados a los partidos tradicionales. Lo que la mayor parte de los burgueses, además de muchísimos trabajadores, buscaba era un movimiento político que fuese desembozadamente nacionalista, con la mirada puesta en el futuro, abierto a todos los estratos de la sociedad, y que reconociese los reclamos de los ciudadanos, sin volver a dividirlos por gremios u ocupaciones. El partido que se ajustaba más estrictamente a esta fórmula era el Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores de Adolf Hitler.

Los nazis eran un elemento familiar dentro de la política nacionalista, incluso antes de su gran triunfo electoral de septiembre de 1930. Desde la Revolución de noviembre, en la mayoría de las ciudades de Alemania, habían existido grupos racistas de distinto tipo, que imprimían burdos panfletos difamatorios antisemitas, y urdían oscuras historias apocalípticas en las duras épocas de penurias económicas, y que patrocinaban a oradores como Ludwig Münchmeyer, un ministro degradado de la pequeña isla de Borkum, que entretenía a miles de oyentes con sus historias sobre los intentos del gobierno de procesarlo. Pero en su mayoría, estos grupos evitaban la política electoral y preferían la ebria intimidad de las semanales Bierabende (noches de cervezas). Seguían atrapados en un mundo de preguerra que era tan antiurbano y antiindustrial como antisemita.

Adolf Hitler, un habitué de los albergues para hombres de Viena antes de la guerra, se movía con soltura en esos círculos. Pero Hitler, que había crecido políticamente durante la guerra mundial, tenía ambiciones más grandes. Sus visiones de una Alemania racialmente pura, económicamente productiva y militarmente poderosa lo llevaron a buscar audiencias cada vez mayores, a atraer a trabajadores socialistas y a construir lentamente la maquinaria de un movimiento político de masas. En 1919, se unió, en Múnich, al minúsculo Partido Alemán de los Trabajadores de Anton Drexler, pero pronto se cansó de esa atmósfera de club, en la que se había refugiado un pequeño grupo de hombres decepcionados. Hábil activista y soberbio orador, Hitler surgió como un líder carismático en el rebautizado Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores, aunque apartó a muchos de los «pioneros» más viejos, como más tarde los apodaría con desdén Goebbels, en su implacable campaña por transformar una asociación entregada a los debates en un disciplinado partido político.[271]

Hitler era un revolucionario que valoraba la autoridad y la organización. Su habilidad política hizo de él «el rey de Múnich» en 1922 y 1923, el orador de derecha más incendiario de la muy polarizada capital de Baviera. No obstante, un error de cálculo básico cometido por él en ocasión del golpe de Beerhall [Putsch de la Cervecería], en noviembre, casi desbarata al Partido Nazi. Este golpe, obra de un aficionado, basado en la sorprendente exageración del control que Hitler creía tener sobre las tropas del pueblo, es decir las unidades de la policía bávara de Kahr y los soldados de la Reichwehr de Seekt, terminó en un melodramático juicio que brindó al líder nazi una enorme publicidad. Hitler, quien hasta ese momento era una personalidad exclusivamente bávara, apareció en las primeras planas de toda Alemania, granjeándose un cierto grado de admiración por asumir la total responsabilidad de sus acciones y afirmar la nobleza de su traición frente a lo que él consideraba un sistema republicano corrupto.

Pero la consecuencia más importante del golpe fue que impulsó a Hitler a reorientar el movimiento nazi, apartándolo de las conspiraciones de los Freikorps hacia una política de masas. No fue tanto la marcha de Mussolini sobre Roma, en octubre de 1922, como la Revolución alemana de noviembre de 1918 la que brindó a Hitler un modelo de trabajo para la insurrección política. En su opinión, los nacionalsocialistas tenían que emular los logros de los socialdemócratas, quienes se habían organizado como un gran partido popular y, como consecuencia de ello, habían adquirido la capacidad de paralizar al Reich (tal como habían hecho, según creía Hitler, en 1918). Tras su liberación de la cárcel de Landsberg, en diciembre de 1924, Hitler trabajó sistemáticamente para crear un movimiento disciplinado que, en lugar de derrocar la democracia alemana, fuese capaz de arrollarla.[272] Para lograrlo, Hitler contaba con dos recursos: la simpatía de miles de votantes enemistados con el régimen, gracias a la amplia publicidad que le había aportado el juicio, y la determinación de organizar ese respaldo en una amplia campaña política.

Cuando Hitler regresó a la vida política, encontró al Partido Nazi en un estado de total desorden. Le llevó dos años reafirmar su autoridad y controlar a los miembros más díscolos. Condiciones económicas más favorables, tras la estabilización de la moneda, también operaron en contra de los pronunciamientos apocalípticos de Hitler. Pero sería errado considerar, como creen algunos autores, que en el período 1924-1929, Hitler estuvo retirado de la escena pública.[273] Tal vez en ese lapso los nazis hayan perdido votos en las urnas, pero lograron un éxito extraordinario en su objetivo de organizar el partido y despertar la curiosidad de la gente. Durante esos cinco años, más de un votante de cada cinco cambió de preferencia partidaria, incluso en momentos en que la economía recuperaba la posición internacional de Alemania, como resultado del Plan Dawes y el Tratado de Locarno. Miles de ciudadanos seguían declarando su hostilidad hacia la República de Weimar, votando por partidos independientes, colmando con su presencia las reuniones de los Stahlhelm, y, finalmente, escuchando los discursos de los nacionalsocialistas.

En sólo el primer año de reorganización (1925), los nazis lograron celebrar más de 2-370 reuniones públicas en toda Alemania.[274] Tras el golpe, la primera aparición pública de Hitler fue programada para las ocho de la noche del 27 de febrero de 1925. Las primeras personas se congregaron en el Bürgerbraükeller de Múnich, a mitad de la tarde, y para las seis la policía cerró la sala, que estaba repleta hasta su capacidad máxima con unos cuatro mil asistentes. Otras dos mil personas no pudieron ingresar y debieron regresar a sus hogares.[275] En Braunschweig, uno de los pocos estados donde no se había prohibido a Hitler aparecer en público en los años anteriores a 1927, tuvieron que ponerse en servicio trenes especiales para llevar a miles de ciudadanos de las ciudades circundantes hasta la capital provincial, para oír hablar al rebelde racista, en noviembre de 1925. En Oldenburg, los nazis celebraron reuniones casi mensualmente, durante toda la década de los años veinte. Guando hablaban personalidades conocidas como Hitler o Goebbels, la asistencia excedía las mil personas. En dos ocasiones, en marzo de 1927, la sala más grande de Oldenburg, la Unionsaal, estuvo repleta al máximo antes de que llegaran los oradores nacionalsocialistas.

Un corresponsal del Deutsches Volkstum, una publicación mensual nacionalista pero no partidaria del nazismo, dio una admirada descripción de una reunión de 1927, en Hamburgo:[276]

Media hora antes de que comenzara la reunión, cientos de personas se apiñaban contra la entrada de la sala… debido a la demanda popular, la reunión había sido trasladada a la sala más grande de Hamburgo. Ya era difícil conseguir entradas de 3 marcos; todas las de 1 marco se habían agotado muy pronto. Minuto a minuto la sala va volviéndose cada más silenciosa. El susurro de las conversaciones indica el creciente entusiasmo de las masas. Mucha gente está parada sobre sillas para ver la llegada ele Hitler. Los acomodadores anuncian que todavía hay cientos de personas afuera y piden que hagan lugar a aquellos que están esperando…

Quizá sólo un tercio de los presentes está conectado con el partido, la mayoría vino por curiosidad.

Los nazis también eran muy bien recibidos en las ciudades pequeñas. Una Kaisersall repleta, la sala de reuniones más grande de Goslar, dio la bienvenida a oradores locales del nacionalsocialismo, en septiembre de 1925. Además, por lo general, los periódicos burgueses informaban de estos acontecimientos con simpatía.[277] Toda esa conmoción sacudía los barrios de clase media, mucho antes de que comenzara el período de penurias económicas. Para 1928, escribe Karl Dietrich Bracher, una falange de 100.000 nacionalsocialistas había constituido «cuadros muy compactos» en todas partes de Alemania. Un año más tarde, el partido contaba con 3.400 sedes partidarias, más de la mitad de las que habían logrado organizar el Partido Democrático Alemán o el Partido Alemán del Pueblo, en su momento de mayor expansión en 1919-20. Entre abril de 1929 y mayo de 1930, los nazis entrenaron el increíble número de 2.000 oradores para que realizaran campañas en distritos de todo el Reich. A pesar del poco impresionante 2,6% obtenido en las elecciones para el Reichstag de 1928, no parece apropiado referirse al Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores como una entidad política pequeña e irrelevante.[278] Quizá los alemanes se abstuviesen de votar a los nazis, pero eso no quiere decir que no los estuviesen escuchando.

A veces, los nazis han sido confundidos con personajes marginales, veteranos de la primera guerra mundial que no habían logrado completar sus estudios universitarios, jóvenes que cambiaban asiduamente de trabajo, solitarios ineptos que descubrían en la postura intransigente del partido una causa y una identidad. Esta visión de individuos marginales sólo se ajusta verdaderamente a la realidad en el sentido de que los nazis trabajaban fuera del reducido marco exclusivista de la política burguesa. Pero sería erróneo pensar que los hombres de Hitler se diferenciaban por su aspecto o sus actitudes o eran de algún modo ajenos a la sociabilidad burguesa. Los nacionalsocialistas participaban de la vida de club local y se integraban en las fiestas patrióticas, en realidad mucho más de lo que lo habían hecho los hombres de los Freikorps a principios de los años veinte. Antes del gran resultado electoral del 1930, 46 nazis de la ciudad de Marburgo, Hesse, pertenecían a otras 73 organizaciones, mayormente agrupaciones eclesiásticas, coros, y diversos grupos de interés. Obviamente no todos los nazis utilizaban toda ocasión social para hablar del partido, pero las conversaciones habituales en la mesa de la taberna, entre los cambios de turno en el trabajo, y durante las reuniones de club transmitían el mensaje del partido.[279] Como los miembros de otras agrupaciones sociales, los nazis procuraban parecer hospitalarios y sociables, patrocinando conciertos, conmemoraciones del Día de la Fundación y fiestas de Navidad. En la ciudad bávara de Günzberg, por ejemplo, los nazis participaban de la costumbre local, y todos los años erigían un árbol de mayo. En la baja Sajonia, celebraban las «noches de Hermann Löns», en conmemoración del popular poeta, nativo de esa región.[280] Insertos en la vida social de provincia, los nazis podían fácilmente atraer una multitud de gente si contaban con el tema correcto. Los nazis locales, por ejemplo, aprovechaban rápidamente los disturbios de las pequeñas ciudades: una elección del consejo de una escuela en Northeim, en la que participaban los irreligiosos socialistas; la suspensión de maestros antirrepublicanos en Goslar.

Para millones de burgueses, que en mitad de los años veinte marchaban junto con los Stahlhelm, abandonaban a los partidos tradicionales y votaban por alguna lista independiente, los nacionalsocialistas no eran ni una presencia prohibida ni un partido extremista. No fue tanto que los alemanes fueron gradualmente acercándose a una posición nazi bien definida y previamente poco atractiva. Se trató más bien de que los activistas nazis, durante el período de reconstrucción del partido, después de 1925, fueron haciéndose cada vez más presentes en los entornos barriales, y los vecinos fueron tomando mayor conciencia de sus talentos organizativos y de la determinación política del partido. Los nazis no se apoderaron, en un algún tipo de invasión audaz, de pueblerinos inocentes; dieron una definición política a afinidades mantenidas en la imprecisión y a expectativas frustradas. De pronto, el camino se mostraba despejado. Para nacionalistas alemanes como Elisabeth Gebensleben, la esposa del subalcalde de Braunschweig, la política se convirtió en una pasión, «y las recompensas políticas estaban cada vez más ligadas al avance de los nacionalsocialistas, que para 1930 habían cobrado “un empuje [tan] magnífico».[281]

En pocos años, los esfuerzos organizativos finamente ideados por los nazis dieron sus frutos, aunque los comienzos siempre fueron modestos. «Hice mi debut en Andernach, una pequeña ciudad al sur de Alemania», recordaba un nazi. «Por las noches marchábamos de ciudad en ciudad… por lo general teníamos que dar vueltas durante una semana hasta poder conseguir una sala. Una vez que teníamos el lugar de reunión, teníamos que empezar a buscar un orador».[282] En Northeim, fueron cuatro hombres los que tomaron la iniciativa en la primavera de 1929, organizando reuniones semanales en el Salón de Subasta de Ganado. Sólo un puñado de pobladores curiosos asistieron a las primeras charlas sobre «el socialismo nacional» y el programa del partido. Pero cada nuevo lunes, más y más visitantes iban ocupando los asientos; la asistencia pronto llegó a un promedio de cuarenta personas. Poco después, el partido afilió a quince miembros nuevos.[283] De pronto, en Andernach, Northeim, el partido parecía cobrar vida; no como un intruso merodeando por el paisaje bucólico de una pequeña ciudad, sino más bien como un competidor familiar en un lugar ya perturbado por revolucionarios socialistas, agitadores del Landvolk, y columnas del Stahlhelm.

A pesar de la decepcionante cifra del 2,6% de los votos en las elecciones para el Reichstag de junio de 1928, los nazis fueron mejorando sus actuaciones durante 1929. Por lo general, los historiadores han presumido que la participación de Adolf Hitler ese año, en la campaña contra el Plan Young, el Reichausschuss für das Deutsche Volksbegehren, (Comisión Nacional para el Plebiscito) junto a grandes figuras políticas como el nacionalista alemán Alfred Hugenberg y el comandante de los Stahlhelm, Franz Seldte, dieron al partido los fondos que tan desesperadamente necesitaba, publicidad gratis y legitimidad política. Esos historiadores suelen argumentar que sin el esfuerzo de los conservadores contra la política de reconciliación internacional de Weimar, los nazis habrían seguido siendo un grupo marginal. Pero un examen más detallado revela que, aparentemente, muy poco dinero fue para los nazis. El imperio periodístico de Hugenberg rara vez informaba sobre los discursos de Hitler, y los nacionalsocialistas pasaron la mayor parte del tiempo luchando por obtener votos en elecciones locales, en vez de intentar juntar firmas contra el Plan Young.

De hecho, la presencia de Hitler en el Reichsausschuss fue probablemente el resultado de su creciente autoridad, de la que Hugenberg esperaba sacar algún provecho. Después de todo, cada nueva elección desde 1924 indicaba que Hugenberg y su partido se hallaban en dificultades. Para 1929, los nazis eran los principales beneficiarios de las defecciones del nacionalismo alemán. A diferencia de la conducción más patricia de los partidos burgueses, que no se sentía obligada a luchar por obtener votos, a pesar de la creciente evidencia sobre la insatisfacción de los votantes, los nazis celebraron 1.300 reuniones en los últimos treinta días anteriores a las elecciones para el Landtag, celebradas en Sajonia, en mayo de 1929, y duplicaron sus votos a un 5%. En octubre el partido dio otro salto al 7% de los votos en Baden (de 2,9 en 1928), y dos mese más tarde a más del 11% en Turingia (de 3,7). Las elecciones municipales en Prusia mostraban la misma tendencia. Los nacionalistas alemanes fueron aplastados en Hanover y Wiesbaden. Incluso en el izquierdista Berlín, los nacionalsocialistas recaudaron casi 140.000 votos, un éxito personal del Gauleiter de Berlín, Joseph Goebbels, para quien el resultado fue nada menos que una «victoria abrumadora».[284] Para fines de 1929, el ímpetu político estaba con los nacionalsocialistas, cuyas conquistas llegaban principalmente a expensas de los partidos nacionalistas tradicionales.

Ciertos elementos básicos del mensaje nazi hablaban a las aspiraciones políticas que los ciudadanos habían alimentado durante más de diez años. En primer lugar, los nazis se oponían inconfundiblemente a los socialdemócratas, a quienes acusaban de traicionar al pueblo alemán y de conspirar junto con los «grandes capitalistas», corruptos y contaminados por los judíos. Como las marchas de los Stahlhelm, los eventos nazis manifestaban el poder de los jóvenes nacionalistas y su voluntad de desafiar y derrotar a los socialistas. «Irradiando [a su paso] determinación y autodisciplina», comentaba exultante un diario de una pequeña ciudad de Sajonia, el Waldheimer Tageblatt, las «columnas [de las sa] causaron una buena impresión». De acuerdo con la liberal Chemnitzer Allgemeine Zeitung, una manifestación nazi, en junio de 1930, procedió con «orden ejemplar»; «por sobre todo, los esfuerzos del partido están dirigidos contra el marxismo».[285] Los nazis atraían una y otra vez el apoyo del pueblo, «generando la imagen de un movimiento joven, viril y políticamente intransigente —una imagen que se encarnaba en las sa», las violentas tropas de asalto que atacaban y conquistaban tabernas «rojas», barrios «rojos», y ciudadelas «rojas», como Berlín y Braunschweig.[286] La violencia contra supuestos enemigos de la nación, más especialmente socialdemócratas y comunistas, pero luego judíos, eslavos y otros no alemanes, era un elemento central, tanto de las tácticas nazis como de su ideología.

Al mismo tiempo, los nacionalsocialistas hacían todo lo posible por encajar dentro de la sociabilidad simple y campechana que habían creado los habitantes de las ciudades alemanas desde el fin de la guerra. De forma más convincente que el resto de los grupos de derecha, los nazis acogían en sus actividades a los participantes de todas las clases sociales, en especial a los trabajadores. Además, el creciente cuadro de oradores con que contaba el nacionalsocialismo hacía de ellos expertos en la mayoría de los temas impositivos o agrícolas de cada región, ya que viajaban por todo el país y demostraban tener una gran capacidad para hablar de temas prácticos y concretos con prácticamente todo el mundo, una táctica ideada no tanto para representar mejor los intereses materiales, sino más bien para ganar credibilidad como personas comunes que comprendían al proverbial «hombre de la calle». Oradores errantes como Jan Blankenmeyer de Oldenburg, que hablaba en Plattdeutsch o bajo alemán, y Heinrich Lohse, jefe de Gau (distrito) en Schleswig-Holstein, tenían una genuina sensibilidad populista que probablemente era más importante que las propuestas específicas que hacían a los diferentes gremios. Versados en las costumbres de la sociabilidad de taberna, abiertos a todos los simpatizantes independientemente de su estatus, los nazis parecían ser para millones de protestantes y católicos los representantes de un auténtico partido del pueblo. En cualquier caso, rara vez cometieron el error de los nacionalistas alemanes de celebrar reuniones políticas en el mejor hotel de la ciudad.

Una fugaz mirada a la actividad de las tropas de asalto revela el gran atractivo que pudo haber ejercido el mensaje social nazi. En épocas de apremios económicos, cuando el estado reducía los programas de bienestar social y éstos demostraban ser deplorablemente inadecuados, los nazis erigieron un «rudimentario contraestado de bienestar social» para beneficio de sus seguidores, respondiendo a la crisis de una manera concreta. Durante la campaña del Reichstag en el otoño de 1930, por ejemplo, la policía de Berlín señaló que «se recolectó enérgicamente comida y se la distribuyó a las tropas de asalto», un aprovisionamiento que continuó después de las elecciones para «hombres con un largo tiempo de servicio en las grandes unidades de las SA». Durante una huelga metalúrgica, los miembros del partido que se encontraban de huelga eran alimentados tres veces al día en bares nazis. Los grupos de mujeres asociados con el partido eran particularmente activos. Los nazis de Königsberg cantaban sus alabanzas en un resumen revelador de la vida política local:[287]

Las doce miembros del partido de 1931 no habrían podido por sí solas lidiar con la cantidad constantemente creciente de trabajo de asistencia a las miembros del partido desocupadas y a los hombres de las SA y sus familias, por más que hacían todo lo posible. Sin embargo, huelga decir que el Grupo de Mujeres Nazis incluía a las esposas y a las hijas de los miembros del partido, aunque ellas mismas no fuesen realmente miembros. Así el sinfín de tareas: organizar hosterías para las SA, recolección de alimento y ropa, regalos de Navidad, atención de los enfermos y encarcelados, deberes de primeros auxilios en las reuniones etc., siempre podían realizarse con un cuerpo mayor de colaboradoras.

El vigoroso activismo de sus miembros reiteraba el mensaje nazi de que el partido estaba dedicado a mejorar las vidas de los alemanes comunes y corrientes; por el contrario, los partidos burgueses tradicionales no hacían más que reforzar su reputación de inmovilidad, ya que sus campañas carecían por completo de dinamismo. Aquí estaba un verdadero partido del pueblo, señaló la Werdauer Zeitung, respecto de una asamblea nazi celebrada en marzo de 1930: «El obrero, el maestro artesano, el empleado público, el granjero, todos se encontraban presentes, y no», agregaban los editores, «como representantes de este o aquel grupo de interés».[288] El compromiso del partido de organizar políticamente aun los valles más aislados subrayaba este mismo hecho. Seguramente, los nazis no lograron llevar su mensaje a todas las pequeñas ciudades, pero en los meses previos a las elecciones para el Reichstag de 1930, llegaron más lejos que el resto de los partidos, a excepción quizá de los socialdemócratas. Los nacionalsocialistas de Sajonia, por ejemplo, celebraron la cifra sorprendente de 2.000 reuniones sólo en el mes de septiembre de 1930.[289] Comparados con los partidos burgueses tradicionales, que seguían manteniendo una actitud distante, los nazis buscaban alemanes en todas partes donde se los pudiese encontrar: en tabernas, en campos de fútbol, en las plazas de los mercados. Esas apariciones en público otorgaban credibilidad a la repetida identificación retórica de Hitler con las tribulaciones del pueblo.

Pero a pesar de esa actitud de cercanía con el alemán común y corriente, los nazis insistían en que el suyo era un movimiento con un propósito nacional. Los discursos y la propaganda de los nacionalsocialistas repudiaban la política mezquina de los parlamentarios burgueses y «reaccionarios», y la proliferación de grupos de interés y partidos independientes. Discurso tras discurso, Hitler era muy claro a este respecto. En todo el país, sus partidarios tendían a dirigirse a los votantes como ciudadanos en asambleas masivas, en lugar de como bloques o miembros de un determinado grupo de interés, y machacaban una y otra vez sobre la necesidad de solucionar los problemas locales, liberando a toda la nación del desgobierno republicano.[290] La solidaridad nacional era la respuesta a los acuciantes problemas de Alemania: la reforma social, la productividad económica, la vergonzosa paz. Había un intento deliberado de incorporar a los alemanes en un destino colectivo y de presentar a Hitler más como el salvador de la nación que como un político activo y diligente.

La propaganda nazi retrató con total eficacia las opciones políticas en términos utópicos: aquí había un partido que se oponía inexorablemente al actual «sistema» y, una vez en el poder, reconstruiría la nación. Der Schritt auf die Strasse (el paso en la calle), la imagen y el sonido de los miembros del partido, marchando por las calles, congregándose en la sala de reuniones, de campaña por los barrios; todo transmitía el mismo mensaje de dinamismo y movimiento. Las instrucciones del partido exhortaban a los activistas locales a aunar sus esfuerzos organizativos hacia una «gran noche alemana», que presentaría a las sa y a su banda y, de ese modo, causaría un «gran impacto», con estandartes, banderas, símbolos y uniformes, canciones, y el saludo de «Heil Hitler». Ya fuese en pequeñas asambleas en el «salón de subasta de ganado» del pueblo o en espectáculos multitudinarios en el Sportpalast de Berlín, el partido ensayaba constantemente la toma del poder.[291]

La estética de la movilización proclamaba muy eficazmente un estado de emergencia en el que había que elegir un bando, tomar decisiones, aceptar sacrificios, emprender acciones armadas, y todo eso revelaba la gestación de una nueva nación. «Los nazis transmitían una sensación de energía infatigable», recordó una mujer. «Siempre veías la esvástica pintada en las aceras o éstas cubiertas de panfletos». El ama de casa de Northeim, además de muchas otras, se sentía «atraída por la sensación de fuerza que transmitía el partido, aunque había muchas cosas en él que eran más que cuestionables».[292] El día después de una gran asamblea que contó con la presencia de Hitler en Braunschweig, para la cual la ciudad se había engalanado con los colores patrios y miles de nazis marcharon por el área del castillo para luego terminar saqueando distritos proletarios, Elisabeth Gebensleben escribió a su hija en Holanda: «No podrías creer lo que sucedió en Braunschweig, nuestra vieja y tranquila ciudad… estamos viviendo como alemanes, orgullosos y libres. Alemania realmente está despertando».[293] Los detalles específicos no importaban tanto como la voluntad de los nazis de dar vuelta una nueva página de la historia de la nación. Como ningún otro movimiento político, los nazis idearon la coreografía para el inicio de una nueva Alemania.

La revolución nazi

A fines de los años veinte, los barrios de clase media se hallaban en el centro de una verdadera insurrección popular. La extendida familia Haedicke-Rauch-Gebensleben ilustra a la perfección la politización que se había producido. La preocupación de Bertha, a fines de 1918, de que los burgueses no tomasen las cosas en sus propias manos había cedido, en 1924, a la exuberante actividad de Eberhard, en nombre de los nacionalistas alemanes y los Stahlhelm, y finalmente, en 1931, al delirante entusiasmo de Elisabeth por los nazis. En esas circunstancias, la república y los partidos democráticos que la apoyaban gozaban de poca legitimidad. Las luchas sobre qué bandera enarbolar, si la roja, negra y blanca del imperio, bajo la cual habían muerto tantos hombres en la guerra, o los venerables colores rojo, oro y negro, de 1848, consumían la política cotidiana. Con el paso del tiempo, estos conflictos fueron tornándose cada vez más peligrosos. Los movimientos políticos de todo tipo hacían un uso efectivo de las calles, creando una propaganda visual y acústica cada vez más impactante. Los socialdemócratas, organizados en el Reichsbanner, y los Stahlhelm se confrontaban como formaciones paramilitares armadas. Tantos ciudadanos se habían enrolado en ejércitos políticos de izquierda o derecha que el novelista Ernst Glaeser pudo referirse a su héroe marginado de la era Weimar como «el último civil».[294] Al mismo tiempo, los partidos tradicionales se habían derrumbado, en particular a nivel local, dando lugar a un conjunto de grupos disidentes. Todo esto ya había ocurrido antes de los primeros éxitos electorales de los nazis en 1929 y 1930.

Sin embargo, fue el Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores y no otro grupo «nacional socialista» el que sorprendió a los observadores políticos, acumulando el 18% de los votos a fines del verano de 1930 y consolidando la rebelión popular de los últimos años. Y fueron los nazis quienes emergieron como el partido más grande de Alemania en 1932 y 1933 y, de ese modo, obtuvieron el derecho a asumir el gobierno de la nación. ¿Por qué los nazis lograron realizar lo que no pudieron llevar a cabo los Stahlhelm, el Landvolk y ni siquiera el muy estridente Partido Nacionalista Popular Alemán de Hugenberg? En otras palabras, ¿cómo se diferenciaron los nazis de los otros movimientos y de qué manera constituyeron una fuerza política más innovadora y efectiva? Responder a esta pregunta significa poder explicar las razones del inmenso poder de atracción del fenómeno nazi.

Para empezar deben tenerse en mente dos cuestiones importantes. En primer lugar, los partidos independientes y las campañas centradas en una sola temática no podían evitar ser parte de la misma inmovilidad política que condenaban. En el momento en que las clases medias perdieron confianza en la representación de los intereses gremiales o profesionales por parte de los partidos burgueses tradicionales, dejaron por completo de pensar en términos ständish (corporativos). Mediante el empleo de un lenguaje embebido de categorías morales, tales como corrupción, traición y virtud, llegaron a identificar sus propios intereses con la renovación política nacional. Una importante minoría de trabajadores llegó a conclusiones similares respecto de los socialdemócratas, quienes, dado que parecían estar cada vez más ligados al gobierno en Berlín, fueron quedando más estrechamente asociados con las calamidades económicas de principios de los años treinta. Como consecuencia de esta situación, los partidos mayoritarios que se habían acercado a los ciudadanos mayormente como miembros de distintas ocupaciones o gremios, los grupos de interés que habían estado durante mucho tiempo entre las organizaciones voluntarias más activas después de la guerra, e incluso los partidos independientes que habían servido como un primer vehículo de las protestas, se debilitaron y perdieron influencia.

Por el contrario, los nazis, con sus manifestaciones masivas y su retórica apocalíptica, crearon un foro político, en el que la nación podía ser imaginada como un todo nacional en el que cada alemán (no judío), independientemente de su estatus social, ocupaba un lugar de honor y participaba, por lo tanto, de un deslumbrante futuro de prosperidad. Los nazis desarrollaron una imagen de sí mismos como un partido constructivo y pujante que aunaría a los alemanes en una Volksgemeinschaft militante y reminiscente de los días de agosto de 1914.[295] Era un populismo que prometía ir más allá de las instituciones liberales para recuperar una identidad nacional esencial y poderosa. Ningún otro partido recreó el espectáculo de la nación resurgente en marchas y manifestaciones masivas de una manera tan impresionante.

La invocación incesante de la Volksgemeinschaft también atraía a las mujeres alemanas, quienes creían que el proyecto de la salvación nacional les otorgaría las responsabilidades y los roles públicos de los que habían gozado durante la guerra. En los años posteriores al largo conflicto armado, el ideal progresista de independencia siguió sin cumplirse, mientras que los partidos tradicionales terminaron por descuidar a las mujeres, cuyo apoyo habían solicitado con tanto afán en las primeras campañas de la República de Weimar. Aunque los nazis se consideraban, en primer lugar, soldados de la Patria, el énfasis que el partido ponía en la juventud, los deportes y el trabajo comunitario parecía dejar lugar para que las mujeres desempeñaran un importante papel en la revolución nacional.[296]

En segundo lugar, los nazis también aprovecharon la política crecientemente reaccionaria de los nacionalistas alemanes y de los Stahlhelm. El Partido Nacional Popular Alemán tenía probablemente buenas posibilidades de transformarse en un partido de oposición genuinamente popular. Con más de un quinto del electorado en 1924, su base política no era tan diferente de la del Partido Nazi ocho años más tarde. El partido había sabido ganarse el voto de los obreros tories y los empleados de comercio. De hecho, las clases medias berlinesas dieron a los nacionalistas alemanes la mayoría de lo votos que el partido obtuvo en la capital; a nivel nacional, sólo los socialdemócratas tenían un mayor electorado proletario, en 1924.[297] Sin embargo, los nacionalistas alemanes desperdiciaron su oportunidad, desarrollando en los años siguientes lo que los votantes consideraron una política cada vez más dirigida a los grandes negocios. «Sentía cierta estima por los partidos de derecha en razón de su “nacionalismo”», recordó uno de los primeros alemanes en convertirse al nazismo, «pero echaba de menos la actitud correcta con respecto a la gente; la predisposición a ayudar».[298] Los nacionalistas estaban además demasiado atados al pasado, hasta el punto de tratar al período posterior a 1918 exclusivamente en términos referidos a la época de preguerra, como un kaiserloser Zeit, un tiempo sin Káiser o interregno.[299] Alfred Hugenberg, industrial del Ruhr, barón de la prensa, y notorio pangermanista, convulsionó radicalmente al partido, al asumir la conducción del mismo en 1928, pero su ascenso produjo tantos rechazos como adhesiones. Era un político decidido pero, nacido en 1865, difícilmente habría podido ser confundido con un político de la nueva Alemania. Hugenberg sencillamente no atraía a un número suficiente de votantes jóvenes, los veteranos de guerra y babyboomers de preguerra que ahora se acercaban a la adultez. En una palabra, los nacionalistas alemanes estaban envejeciendo. Y como los Stahlhelm también estaban estrechamente ligados con Hugenberg, su suerte también quedó sellada.

El inicio de la Gran Depresión en 1929 generalizó aún más las razones para no votar a los partidos de intereses sectoriales o a los nacionalistas alemanes. La escala verdaderamente dramática de la emergencia nacional resaltaba la mezquindad de los grupos independientes; cuestiones como la importación de carne congelada o los impuestos a las hipotecas no podían compararse con la crisis de millones de desocupados. Contra ese telón de fondo, la insistencia nazi en un cambio radical más que en la efectiva representación de los intereses sectoriales parecía razonable. Al mismo tiempo, la enorme cantidad de alemanes desocupados volvía claramente impopulares las políticas fiscales deflacionarias promovidas por los nacionalistas alemanes. Comparado con Hugenberg, Hitler hablaba en la voz activa de un tiempo profundamente futuro.

Nada revelaba mejor el éxito obtenido por los nacionalsocialistas en su política de asociarse a la idea de la Volksgemeinschaft y distanciarse de las fuerzas reaccionarias que su empeño por atraer a los trabajadores alemanes. Desde el comienzo mismo, la inclusión de la palabra «trabajadores» los distinguió del resto de los nacionalistas y les confirió un prestigio entre los jóvenes alemanes, para quienes los iconos del trabajador y el soldado simbolizaban la contribución de los alemanes comunes durante los años de guerra. El «nacionalsocialismo» evocaba los esfuerzos cooperativos de aquella época. Y no fueron sólo los trabajadores de regiones industriales de baja tecnología, donde las empresas eran pequeñas y muy distantes unas de otras, y donde los activistas socialistas tenían dificultades para penetrar, sino también muchos antiguos socialdemócratas los que hallaron atractiva la invocación que hacían los nazis de la Volskgemeinschaft. Investigaciones recientes han demostrado que casi un tercio de los miembros del Partido Nazi y de sus votantes eran trabajadores, muchos de ellos obreros industriales. En las elecciones de 1932, los nazis realizaron importantes incursiones en el campo de los socialdemócratas —uno de cada diez votantes nazis en el verano de ese año era un exsocialdemócrata—, aunque el grueso del apoyo obrero al partido provenía de trabajadores protestantes practicantes que nunca se habían considerado a sí mismos socialistas.[300]

¿Cómo interpretar el número sorprendentemente grande de votos de la clase trabajadora a favor de los nazis, que hasta hace muy poco los estudiosos sencillamente pasaban por alto? En la era de la movilización de las masas, la clase comenzó a perder fuerza como factor determinante de las lealtades políticas. La larga guerra demostró ser una experiencia fundamental, incluso para los socialdemócratas, quienes en general alimentaban la esperanza de ser incluidos dentro de la comunidad nacional y quienes conmemoraban los esfuerzos y sacrificios que los legitimaban como ciudadanos plenos. El Reichsbanner, la contrapartida socialdemócrata de los Stahlhelm, honraba, si no la guerra, al menos el esfuerzo bélico, y desempeñó un papel activo en la política patriótica, realizando manifestaciones en favor del Anschluss con Austria en su reunión anual de Magdeburgo, en 1925, y celebrando en 1930, en Colonia, la evacuación aliada de Renania. A la vez, muchos trabajadores se sentían atraídos por el mensaje nazi de que la solidaridad nacional, la productividad económica, y las aspiraciones imperiales podrían traer prosperidad a todos los alemanes. Para ellos, una auténtica Volksgemeinschafl volvía innecesario el separatismo de clases. Mientras los socialdemócratas no supiesen hablar al sentimiento nacional de los trabajadores, quienes, como cualquier otro ciudadano, se sentían ligados al paisaje, a las costumbres y a la historia de Alemania, el amplio apoyo de la clase obrera seguía siendo vulnerable.[301] Incluso los comunistas, que estaban mucho más identificados con el internacionalismo proletario, jugaron la carta nacionalista para obtener el respaldo de los trabajadores contra la paz imperialista de Versalles y la ocupación francesa de la cuenca del Ruhr.

Los nazis también aprovecharon los errores estratégicos de los socialdemócratas, quienes, durante la Gran Depresión, parecían más interesados en proteger los beneficios de los trabajadores (todavía) empleados que en ofrecer soluciones radicales para la crisis general. A pesar de su historia revolucionaria, el partido se asemejaba cada vez más a un gran grupo de interés. Por el contrario, fueron los nazis quienes adoptaron con exuberante entusiasmo el plan de creación de trabajo de inspiración socialista que los líderes socialdemócratas habían rechazado como irresponsablemente inflacionario. Particularmente en las elecciones de julio de 1932, los nazis proclamaron el lema Arbeit und. Brot. «Trabajo y Pan» fue también el título del discurso de Gregor Strasser en el Reichstag, ampliamente publicitado y pronunciado el 10 de mayo de 1932 (reimpreso en cientos de miles de ejemplares), en el que el nazi de izquierda habló en favor de los «anhelos anticapitalistas» de las tres cuartas partes de la nación y de la lucha emancipadora del «pueblo» contra el «estado», y prometió comida para «todos» y la organización del «trabajo nacional». Hitler se hizo eco de esos sentimientos en las campañas de 1932, dando marcha atrás en sus objetivos racistas, y apelando, en cambio, al deseo generalizado de superar las diferencias de clase y partido.[302]

Los nazis supieron insertar mejor que ningún otro partido el deseo de una reforma social dentro del marco nacional, y cuanto más frenéticos eran sus arrebatos, más decididos e intransigentes parecían. La gen te joven, las amas de casa, e incluso los obreros industriales tenían la impresión de que los nazis estaban del lado de la «justicia social»; estas palabras exactas aparecen constantemente en las historias orales y en las entrevistas contemporáneas.[303] El mensaje nazi era brutal, y muchos observadores lo consideraban demagógico y propagandístico; no obstante, debe recordarse que miles de alemanes se sintieron atraídos hacia el movimiento por idealismo, y que respondieron con un genuino entusiasmo a la tarea de renovar la nación. En cuanto a los socialdemócratas, no supieron responder con propuestas positivas propias. Con frecuencia, «su marxismo los disuadía de remendar los defectos del capitalismo»[304] pero, por otro lado, su riguroso racionalismo les impedía transformar sus valores sociales indiscutiblemente humanos en una visión utópica más convincente. Como consecuencia de esto, al menos medio millón de trabajadores alemanes, incluyendo muchos antiguos socialdemócratas, votaron por el Partido Nazi para fines de 1932.

Al mismo tiempo, sólo los socialdemócratas más disciplinados comprendían la tolerancia que manifestaba el partido por Heinrich Brüning, el así llamado canciller del hambre. Y una vez más fueron los nazis quienes prometieron terminar con el «sistema» antidemocrático y hacerlo con un estilo político dinámico. Según su punto de vista, tanto los socialdemócratas como los reaccionarios sociales habían fallado a la nación, adhiriendo a mentalidades de casta que el nacionalsocialismo finalmente superaría. En la mente de un número cada vez mayor de alemanes, tanto de trabajadores como de burgueses, de protestantes y católicos por igual, los nazis representaban la renovación, sus adversarios la reacción y la transigencia con los enemigos de la nación; los nazis hablaban por el pueblo, sus adversarios a través de corruptos grupos de interés, burocracias ineptas y una cancillería distante y distraída.[305] El sistema parecía estar tan fracturado, sus defensores tan desorientados, y los camisas pardas parecían tan enérgicos y bien organizados que mucha gente, fuese simpatizante o no, sencillamente daba por hecho que los nazis tomarían el poder.[306]

A fines de 1932, los nazis eran el único partido aceptable para los votantes no marxistas y no católicos, que constituían la mayoría de los votantes alemanes. El hecho de que ningún otro partido de derecha haya podido ni remotamente representar un desafío para los nacionalsocialistas indica sencillamente la insistencia con la que los votantes parecían querer un cambio fundamental. Los nazis no ganaron por ser similares sino por ser diferentes de sus competidores dentro del redil burgués. Como declaró Hitler en reiteradas oportunidades: «Los nacionalistas de derecha carecían de conciencia social, los socialistas de izquierda carecían de conciencia nacional».[307] Esta postura reflejaba una genuina fractura con las tradicionales instituciones políticas de Alemania. Primero los Stahlhelm de forma tentativa y luego los nacionalsocialistas de forma mucho más exitosa habían roto los estrechos límites de la política burguesa, no sólo organizándose de una manera pública que se dirigía a los alemanes en tanto individuos y ciudadanos más que como miembros de entidades cooperativas, sino abriendo también sus filas a ciudadanos de clases inferiores, a conscriptos al igual que a oficiales, a trabajadores y comerciantes, a empleados uniformados así como a profesionales. Volvieron a imaginar a la nación como el sujeto fundamental de la historia y respondieron tanto a los anhelos nacionalistas como a los impulsos de reformas sociales que las experiencias de la época de guerra habían legitimado. El nacionalsocialismo constituía así la culminación de un proceso de movilización popular que se remontaba a 1914 y más allá aún, y no puede ser considerado simplemente como la consecuencia de la catástrofe económica y el trauma social. Aunque el nacionalsocialismo no era la culminación inevitable de tendencias políticas originadas en la primera guerra mundial, era un heredero reconocible de ellas.

El 30 de enero de 1933, los nacionalsocialistas constituían el partido más grande y socialmente más diverso de Alemania. Sin embargo, Hitler no logró tener consigo a todos los votantes. De hecho, una mayoría de ellos no eligió a los nazis. En julio de 1932, los nazis recibieron el 3,9%. Tres culturas políticas se mostraron más o menos resistentes al nacionalsocialismo: los socialdemócratas, aunque sufrieron serias bajas durante el curso de 1932; los comunistas y el Partido Católico de Centro. Especialmente en las grandes ciudades, una cultura socialista bien desarrollada mantenía a las comunidades de clase trabajadora políticamente intactas. En muchas ciudades más pequeñas, donde los granjeros y los trabajadores constituían dos medios claramente diferenciados, los socialdemócratas también resistieron a los nazis. No obstante, la tendencia era clara: los socialdemócratas estaban perdiendo partidarios que se pasaban tanto al bando de los comunistas a la izquierda del espectro político como al de los nazis a la derecha. Los comunistas también resistían a los nazis, y no en menor medida porque su electorado era reclutado mayoritariamente entre los desocupados crónicos y otros sectores económicos marginalizados. Más inmunes a los nazis eran, sin embargo, los votantes católicos de las provincias de la Silesia Superior, de Baviera Inferior, y norte de Westfalia. Pero incluso allí, los nazis obtuvieron algunos simpatizantes entre los pequeños propietarios rurales católicos y los trabajadores.[308] Ningún partido logró con tanto éxito romper el patrón social de comportamiento electoral como los nacionalsocialistas, quienes en 1932 tuvieron una importante presencia en casi todos los distritos electorales y, muy probablemente, estuvieron mejor representados que la maquinaria «roja» de los socialdemócratas, sus más poderosos competidores. La insurrección nazi fue más vasta que las celebraciones espontáneas que aclamaron la guerra en julio y agosto de 1914 o el levantamiento popular contra el Kaiserreich, cuatro años más tarde. Nunca antes la historia moderna alemana había visto un movimiento popular tan inmenso.

Es un lugar común considerar que el voto nazi reflejaba básicamente el resentimiento y la frustración de las clases medias bajas. No obstante, la creencia de que los votantes de clase alta en los distritos urbanos más acomodados se mantuvieron inmunes a los atractivos del nazismo resulta insostenible. De hecho, cuanto más rico era el distrito mayor fue la cantidad de votos nazis.[309] Aunque un cierto número de profesionales educados desdeñaban privadamente a Hitler y a sus seguidores de clase media baja, apoyaron los grandes lineamientos de la revolución nacional. La vasta mayoría de los opositores burgueses del nazismo no apoyaba la república (una figura como Thomas Mann constituye una excepción), y seguía esperando su desaparición. Por esta razón, las modestas pérdidas nazis en las elecciones de noviembre y diciembre de 1932 no pueden ser tomadas como una seria indicación de una relajación de las tensiones políticas: los nacionalistas alemanes de Hugenberg fueron sus principales beneficiarios, y no eran grandes defensores de la constitución; en cualquier caso, era improbable que pudiesen retener ese nuevo respaldo de los votantes, que seguirían buscando alternativas «nacionalsocialistas» más amistosas de un tipo u otro. Al mismo tiempo, los socialdemócratas continuaron perdiendo votos, y otros republicanos creíbles, los así llamados «alemanes decentes», eran difíciles de encontrar.[310]

Dada la agitación política de 1932 —cinco agotadoras campañas electorales; rondas irregulares de negociaciones entre Hitler y los sucesivos gobiernos de Brüning, Papen y Schleicher, la tolerancia del gobierno en junio, una entrevista humillante con Hindenburg en agosto, la colaboración con los comunistas en la huelga del transporte de noviembre en Berlín, y la defección de Gregor Strasser en diciembre—·, el partido mantuvo bastante bien la cohesión. Seguramente, los nacionalsocialistas no eran inquebrantables. El apoyo electoral del partido era frágil y el número de afiliaciones decaía con rapidez. No obstante, vale la pena señalar que los exnazis ni se volvían fervientes republicanos ni se retiraban de la política, de modo que la extinción de los nacionalsocialistas no habría salvado a la República de Weimar. Además, los votantes nazis desencantados terminaron ofreciendo al partido un respaldo entusiasta tras la toma del poder. Independientemente de si los nacionalistas se consideraban o no hitlerianos en 1933, acogieron la revolución nazi como la coronación de sus propios y diversos esfuerzos por lograr la renovación política, que habían perseguido en una variedad de frentes desde la guerra.

Incluso suponiendo como posible el vuelco más espectacular de los acontecimientos —el derrumbe del movimiento de Hitler, una posibilidad bastante cercana en ese momento, según afirman algunos historiadores, o la negativa de Hindenburg de designar al Führer como canciller— la República de Weimar no habría recuperado la estabilidad, porque el apoyo al partido no se basaba ni en la propaganda nazi ni en la desesperación económica sino en imágenes altamente emotivas de una nación virtuosa. La ideología importaba y no tenía ninguna intención de desaparecer. Por supuesto, esto no quiere decir que el mundo no podría haberse ahorrado la brutalidad del nacionalsocialismo en el poder: ni Hitler ni el holocausto tuvieron nada de necesario. No obstante, todos los intentos por definir la naturaleza contingente de la llegada de Hitler al poder en 1933 no alteran de manera sustancial el cuadro de la dinámica política popular aquí delineado.[311]

Con excepción de los socialdemócratas y los comunistas, aquellos que no votaron por los nazis en marzo de 1933 coincidían con los que sí lo hicieron en los siguientes puntos, magistralmente sintetizados por Ian Kershaw: «un antimarxismo virulento y la sensación de que era necesaria una poderosa contraofensiva contra la izquierda; una profunda hostilidad hacia el fracasado sistema democrático y la creencia de que se necesitaba una conducción fuerte y autoritaria para lograr la recuperación; y un sentimiento generalizado, que incluso se extendía a la izquierda, de que Alemania había sufrido un fuerte agravio en Versalles».[312] Paso a paso, «Hitler fue ganando para su bando a esa “mayoría de la mayoría” que no había votado por él en 1933».[313]

Sin embargo, había un punto clave en la visión del mundo de Hitler que no era compartido entusiastamente ni comprendido plenamente por la mayor parte de los votantes: el lenguaje racista de su darwinismo social; su absoluto antisemitismo, y la rigurosa administración eugénica que implicaban tales convicciones tal vez hayan movilizado a los verdaderos creyentes pero no a los simpatizantes del partido.[314] Los prejuicios antisemitas eran moneda corriente entre los cristianos alemanes; sin duda alguna lo eran entre los Gebensleben, quienes rutinariamente distinguían entre alemanes y judíos, en la creencia de que separaban los buenos de los malos, pero eso no los predispuso a votar por Hitler en lugar de por Hugenberg ni fue lo que inspiró fundamentalmente sus entusiasmos políticos.[315] Decir que los alemanes votaron por el Partido Nazi porque expresaba mejor un antisemitismo generalizado en la sociedad de Weimar es perder de vista por completo los modos en los que los nazis se distinguieron de los otros partidos y de esa manera dieron al electorado razones para votar por ellos. La mayoría de los alemanes fue cambiando de preferencias políticas durante la República de Weimar; el antisemitismo tenía poco que ver con esa versatilidad. Sugerir lo contrario es despojar al fenómeno nazi de toda ideología. Sin embargo, los términos brutales en los que todos los nacionalistas consideraban a los enemigos de Alemania y la manera correspondientemente imperiosa en que definían su futuro volvieron a la mayoría de los alemanes cómplices de los crímenes del nazismo, llevándolos a aceptar el estado racial totalmente articulado por Hitler después de 1933 y a hacer la vista gorda cuando las antipatías del régimen adquirieron un carácter asesino.

Los nacionalsocialistas no ganaron votos porque eran similares a los partidos tradicionales de clase media, sino porque eran muy distintos. No cabe duda de que los nazis compartían el antimarxismo y el hipernacionalismo de la derecha alemana; sin embargo también hablaban de las responsabilidades sociales y colectivas de Alemania, y acogían con agrado en sus filas a los trabajadores. Ofrecían, por lo tanto, una visión convincente de la nación como una entidad solidaria que tenía muy poco en común con el obsecuente sistema de jerarquías del Segundo Reich, el arrebatado anexionismo de la Alemania de la época de guerra, o las prerrogativas de los grupos de interés de la República de Weimar. Lo que más atraía de los nazis era su visión de una nueva nación basada en el Volk, que correspondía tanto con el nacionalismo populista de la clase media como con las sensibilidades socialistas de los trabajadores y que dejaba lugar tanto para los deseos individuales de movilidad social como para los reclamos colectivos de igualdad social. El hecho de que la colectividad estuviese definida en términos de raza no limitaba seriamente su resonancia popular y es probable que la volviera más sustancial y viable.

Aunque la designación de Hitler como canciller, a fines de enero de 1933, giró en torno a las negociaciones a puertas cerradas entre reaccionarios contumaces y declarados monárquicos, tales como Paul von Hindenburg, Alfred Hugenberg, y en especial Franz von Papen, Hitler jamás habría figurado en sus cálculos de no haber sido el líder del partido más grande de Alemania. Por más que las elites locales, tales como los terratenientes, los comerciantes y el clero, trabajaron junto con el nacionalsocialismo y a su debido tiempo lo legitimaron, el éxito de los nazis se basaba en un levantamiento popular más amplio, que había desafiado y socavado el poder de la elite conservadora a lo largo de los años veinte. Ya los Stahlhelm y el Landvolk habían organizado la comunidad de formas más eficaces y de ese modo propulsado dentro de la esfera pública a un número mayor de alemanes. La guerra había tenido las mismas consecuencias una década antes. Así, la toma del poder de los nacionalsocialistas en 1933 fue el triunfo de un «jacobinismo de derecha», en el que una variedad de grupos de clase trabajadora y de clase media buscaban una voz que los representara y reformas políticas en nombre de la nación alemana.[316]

Considerar a los nazis, como muchos observadores todavía lo hacen, como un movimiento conservador o reaccionario o pequeño burgués que formaba las tropas de choque de los grandes capitales es perder de vista la destrucción que provocaron en los partidos tradicionales y las formas revolucionarias de legitimidad política que validaron. Su agresivo nacionalismo y virulento antisemitismo y su concepción elitista del liderazgo no borraba su atractivo populista y anticapitalista (como tampoco el amplio atractivo del nazismo exculpa el racismo, la violencia y la intolerancia que promovió). Desafortunadamente, nuestra visión de cómo funcionaba la política de Weimar aún está demasiado delineada por las obras salvajes de Kurt Tucholsky, John Heartfield y George Grosz, quienes retrataron a Alemania como Teutschland, una reserva de acartonados monarquistas, generales sanguinarios, industriales con monóculos, y académicos con cicatrices de sable en el rostro, que de algún modo se combinaron para producir el horror del Tercer Reich. Los historiadores de la República de Weimar citan constantemente las sátiras de Tucholsky, reproducen los fotomontajes de Heartfield y ponen en palabras los grabados de Grosz. Tomemos, por ejemplo, las reminiscencias de Hannah Arendt: «Las caricaturas de George Grosz no nos parecían sátiras sino reportajes realistas: conocíamos a esos tipos; nos rodeaban por todas partes».[317]

Sin embargo, estas observaciones oscurecen por completo la esencia del nacionalsocialismo, que representaba un repudio popular de Teutschland en nombre de una nación renovada, el Tercer Reich. El hecho de que el nazismo atraía a los anhelos utópicos de muchos trabajadores alemanes también resultó incomprensible para el periódico socialdemócrata Vorwärts, que reveló su ignorancia del respaldo popular al nazismo en sus titulares del día en que Hitler asumió el poder: «Gabinete Hitler-Papen. “Los Acomodados” y Tres Nazis: Un gobierno del Gran Capital».[318] Independientemente de las concesiones que los nazis hubiesen podido realizar a los ojos de sus simpatizantes, lo único que los volvía poderosos era el hecho de que eran percibidos como una alternativa básica a Brüning y Hugenberg. De allí se deduce que no podamos explicar la gran atracción popular que ejercía el nacionalsocialismo, señalando meramente al militarismo, al nacionalismo o incluso al autoritarismo alemán. Recorridos habituales como de Lutero a Hitler o de Bismarck a Hitler no bastan para explicar el fenómeno, porque no dan cuenta del elemento clave de la llegada de los nazis al poder, a saber, el activismo sin precedentes de tantos alemanes en las tres primeras décadas del siglo XX y la legitimidad de ese activismo para alcanzar derechos políticos en nombre del pueblo alemán.

Los nacionalsocialistas encarnaban un deseo vago pero extremadamente amplio de renovación nacional y reforma social que ni la Alemania del Káiser ni la de Weimar habían podido satisfacer. Es verdad que elementos sociales muy diversos, con una variedad de apremiantes preocupaciones sociales y económicas, constituían el electorado nazi. Teniendo en mente esta particularidad, Martin Broszat llegó a afirmar que el nazismo era un movimiento «con una base amplia, pero con raíces poco profundas».[319] De manera similar, Thomas Childers describe el respaldo que recibía el partido como «de un kilómetro de ancho», pero «en puntos críticos de un centímetro de profundidad». La mayoría de los votantes, concluye, se sentían atraídos por los nazis por «insatisfacción, resentimiento y temor».[320]

Estas explicaciones tienen sentido a la luz de las caóticas condiciones desencadenadas por la Gran Depresión, en las que angustiados votantes rebotaban de un mesías político a otro y se sentían al mismo tiempo atraídos y frustrados por la furia de las denuncias de Hitler sobre la República de Weimar. Pero me resulta insatisfactoria la presunción de que las penosas condiciones de la época provocaban que un elector ensimismado rebotara de un partido a otro. Un examen de los nacionalsocialistas dentro del contexto más amplio de las insurrecciones políticas del siglo XX, desde julio y agosto de 1914 a noviembre de 1918, sugiere que los votantes alemanes actuaron de una manera mucho más coherente e ideológica. Aquellos votantes que abandonaron a los nacionalsocialistas por lo general no regresaron a los viejos partidos de clase media. Siguieron simpatizando con la «Oposición Nacional», independientemente de si era articulada por Hitler, por los Stahlhelm o por otros grupos radicales. En otras palabras, siguieron siendo de orientación «nacionalsocialista», aunque ya no fuesen nacionalsocialistas. El apoyo o la oposición al nazismo no deberían oscurecer la dinámica fundamental de la política alemana en el siglo XX, que fue la formación de una pluralidad nacionalista radical que repudiaba el legado del conservadurismo alemán tan completamente como rechazaba la promesa de la socialdemocracia.

Durante la República de Weimar, los alemanes de tendencia nacionalista buscaron una política que propusiese una visión del mundo fuertemente «nacionalsocialista», una política que permitiese tanto el resurgimiento económico y militar de Alemania como una reconciliación social. Los temores reales provocados por la Gran Depresión volvieron más urgente esta búsqueda, pero no la iniciaron. A lo largo de los años veinte, tanto la clase media como la clase trabajadora se movilizaron para recrear la nación-estado como un todo social, y lo hicieron con una agilidad y una confianza considerables. A pesar de los traumas económicos del período de Weimar, la intimidante hiperinflación de 1922-1923 y la corrosiva caída del comercio de 1930-1933, se ha exagerado la figura del votante desesperado. Sobre todo en la derecha, los alemanes demostraron ser mucho más diestros e ideológicamente comprometidos de lo que permitiría suponer la imaginería de la catástrofe.

Los nacionalsocialistas cautivaron la imaginación política de casi uno de cada dos votantes, porque desafiaron el legado autoritario del imperio, rechazaron la visión basada en la división de clases de la socialdemocracia y los comunistas, y honraron la solidaridad a la par que sostuvieron el chauvinismo de la nación en guerra. Trenzaron así hábilmente las hebras de la izquierda y la derecha políticas, sin ser leales a los preceptos de ninguno de los dos bandos. Movilizando enormes energías y profundas expectativas de un nuevo comienzo, imaginando la nación como un nuevo cuerpo ferozmente nacionalista, capaz y dispuesto a ensangrentar las calles para realizar sus metas, los nazis tomaron el poder en enero de 1933, en lo que equivalió a una auténtica revolución nacional.

Salchichas, cerveza, una exhibición aérea, seguida luego por fuegos artificiales; los festejos en la capital alemana contaban con todo el aparato de una tradicional fiesta de primavera rebosante de alegría en pleno siglo XX. Sin embargo, el Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores que gobernaba la nación buscaba promover mucho más que un entretenimiento familiar. Declarado por el nuevo régimen como un Feiertag der nationalen Arbeit —un feriado del trabajo nacional— el 1° de mayo de 1933 fue meticulosamente coreografiado para honrar a los trabajadores y demostrar el sentido de propósito nacional que, según se afirmaba, animaba ahora al pueblo alemán. Los nazis tomaron el 1° de Mayo del repertorio socialista y se lo apropiaron para revalidar las operaciones fundamentales de su partido: la popularización del nacionalismo alemán de modo que fueran el trabajador, el artesano y el granjero quienes representaran a la totalidad del pueblo alemán; y la nacionalización de lo que habían sido hasta ese momento símbolos internacionales de exaltación de una clase y de reforma social. El mensaje de este 1° de Mayo era que el bienestar económico y el reconocimiento social que habían buscado durante tanto tiempo los trabajadores y, en especial, los trabajadores socialistas estaban indisolublemente ligados a la nación. En comparación con la actitud de resistencia y desafío con que habían manifestado separadamente unos de otros los socialdemócratas y los comunistas el 1° de mayo de 1932, al igual que en años anteriores, el contraste no podría haber sido mayor. En lugar del lenguaje de la lucha de clases, se oían los términos de una retórica de pertenencia nacional; en lugar de los gestos de la discordia, se adoptaban las posturas de la reconciliación.

No obstante, el grado de credibilidad de esta versión nazi del 1° de Mayo sigue siendo tema de debate. Mientras los obreros marchaban por las calles de Berlín hasta el área reservada para ferias, cerca del aeropuerto de Tempelhof, con su típica ropa de trabajo, organizados en grupos por fábrica o gremio, como si constituyesen los distintos eslabones de una cadena de producción nacional, era evidente que muchos de esos trabajadores interpretaban el papel prescripto con bastante incomodidad. Sólo una delgada línea de espectadores se extendía a lo largo de la ruta del desfile. Al menos en ese 1° de Mayo, la naturaleza teatral de la producción política nazi resultaba demasiado evidente. Para muchos observadores, era obvio que las calles no eran más que un escenario, los guardapolvos azules sólo un vestuario, los gestos y los discursos seguían torpemente un guión, y la audiencia se mostraba muy poco animada.

Los aspectos coercitivos de los roles fijos interpretados ese día se volvieron más explícitos al día siguiente, cuando los nazis invadieron físicamente los edificios de las organizaciones sindicales socialistas y las suprimieron. Al poco tiempo, los nazis crearon su propio Frente Obrero Alemán bajo la conducción de Robert Ley. El 1° de Mayo fue en gran parte una trampa montada para el golpe del 2 de mayo. Y sin embargo, el 1° de Mayo no constituyó por completo una farsa, ya que, por más torpe que fuese esa coreografía, correspondía en líneas generales a las ideas emocionalmente resonantes que muchos trabajadores compartían sobre la nación. El 1° de Mayo de 1933 brindó una muestra tanto del genuino apoyo como del puro terror que caracterizarían la vida pública del Tercer Reich. Ese día es, por lo tanto, un momento apropiado para explorar la credibilidad de la revolución nacionalsocialista.

La formación en «estrella» del desfile era familiar para los trabajadores, ya que pertenecía al formato básico de todas las grandes asambleas que se habían llevado a cabo durante la República de Weimar: la monstruosa manifestación en protesta por el asesinato del ministro del Exterior Walther Rathenau, en junio de 1922, o la enorme asamblea en el Lustgarten, en oposición al fascismo, en enero de 1933. Desde todos los puntos de la periferia de barrios obreros, las columnas marchaban hacia un punto central de la ciudad. Desde el extremo oeste en Charlottenburg, desde el sur —Wilmersdorf, Schöneberg, Marienfelde y Neukölln—; desde Friedrichshain al este, y Prenzlauer Berg y Wedding al norte, columnas de 50.000 obreros cada una marcharon hacia la gran planicie escalonada de Tempelhof, donde se reunieron en bloques, cada uno designado por un número; I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX. Más de un millón de alemanes en total —trabajadores, empleados, jóvenes— reunidos en Tempelhof. Los ómnibus y los tranvías de Berlín trasladaron más de dos millones de personas ese 1° de Mayo.[321]

Sin embargo, en esa oportunidad, las multitudes de clase trabajadora no ocuparon el área como mejor les pareció, con amigos y vecinos, paseando libremente por el lugar, cantando o dando discursos, como había sucedido en los festejos del 1° de Mayo durante el período de Weimar. Muy por el contrario, los participantes se presentaron en sus trabajos antes de comenzar el día, marcharon con sus compañeros de fábrica, y observaron una disciplina tan ejemplar como la de la planta de producción, ordenándose en equipos, en filas, y en cuadros, siguiendo las directivas, las señales y los cordones: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X. Todos los demás tenían que pagar dos marcos para ingresar en el Tempelhof.

A primera vista, las apretadas filas adquirían el aspecto de una formación casi militar de la que parecía quedar excluida toda espontaneidad y libertad. ¿Qué podía expresar mejor la naturaleza totalitaria del régimen que esos bloques de trabajadores arrancados de sus barrios proletarios, vestidos como los miembros de tantas corporaciones y reunidos para oír hablar al «Führer» hasta perder la voz? Las ceremonias públicas como ésta construían el mundo de ensueño del nacionalsocialismo en el que el Volk se encontraba presente, completamente unido y perfectamente sincronizado. Sin embargo, la sospecha, la apatía y el temor se ocultaban detrás de la fachada de los festejos del 1° de Mayo, las manifestaciones de Nuremberg, y otros resonantes espectáculos del Tercer Reich. Los participantes a menudo abandonaban las filas. «Cuando el desfile pasó por un retrete público, me dije: «aquí voy»», recordaba un obrero sobre el desfile de camino a Tempelhof. «Cuando me salí de la fila, el tipo de al lado salió también, y una vez que terminamos, nos fuimos corriendo hacia nuestras casas». [322] La historia se repitió en otros lugares. La gente salteaba los desfiles del 1° de Mayo y visitaba otros espectáculos nazis de manera rutinaria. Así comienza a aflorar un cuadro de esta dictadura de la virtud del siglo XX: la gente prefería quedarse en casa en vez de participar de la exigente vida social impuesta por el nacionalsocialismo. De este hecho se deduce que cualesquiera que hayan sido las osadas promesas realizadas por los nazis antes de 1933, el régimen no generó un genuino consenso y su oportunismo desilusionó a sus simpatizantes. Los historiadores coinciden en esto: la indiferencia a los acontecimientos públicos y un retraimiento hacia la esfera privada caracterizaron gran parte de la vida cotidiana de Alemania en 1933.[323]

Dada la naturaleza marcial y autoritaria del régimen nazi, ese retraimiento hacia la vida privada tiene sentido. Halaga el buen concepto que tenemos de nosotros mismos y de la multitud de «alemanes decentes». Sin embargo, está en total desacuerdo con la intensa movilización política anterior a 1933, y muy bien podría tratarse de una exageración. Los Gebensleben y los Rauchs, los nacionalistas de diversas edades que aparecieron en distintos momentos de esta historia, siguieron ciertamente participando con entusiasmo de las actividades del régimen, como voluntarios, reclutas, guardias y soldados. De hecho, de acuerdo con su propio testimonio, los dos trabajadores que se escaparon de la fila para ir al baño, al volver a sus departamentos en un distrito proletario, encontraron las fachadas de las viviendas de inquilinato cubiertas con banderas nazis. Habían burlado hábilmente el control de los funcionarios del partido; sin embargo, casi «se desmayan» al ver a tantos hitlerianos comunes en sus propios barrios. Aunque con dudosa objetividad, los periódicos nazis se refirieron puntualmente a las esvásticas que flameaban en bastiones «knallrot» (totalmente rojos; es decir comunistas): Wedding, Spandau, e incluso en los Laubenkolonien, los jardines cuidados por tantos trabajadores.[324] Obviamente, el 1° de Mayo de 1933 fue un acontecimiento mucho más complejo que el esquema blanco y negro de un orden nacionalsocialista opresivo contra la animosa libertad de la clase trabajadora.

Pero por sobre todo, es difícil aceptar sin más la idea de que los alemanes comunes eran indiferentes al espectáculo fascista. Sabemos que muchos trabajadores odiaban a los nazis. Incluso ciertos grupos que habían votado por los nazis terminaron finalmente por cansarse de los incesantes desfiles. No cabe duda de que la inevitable relajación de las tensiones políticas después de 1933 dejó frustrados a los dirigentes del partido: «Todo miembro del partido debe considerar como un deber asistir», insistían una y otra vez en Northeim: «No debe permitirse que ningún ciudadano permanezca en su casa».[325] Sin embargo, el desaliento que implican esas exhortaciones no logra convencer porque despolitiza sumariamente a la gran cantidad de alemanes que se habían mostrado tan activos durante los años veinte. ¿Los simpatizantes de los nazis realmente se retiraron de pronto a su vida privada? Dada la enorme atracción que ejercían el renaciente patriotismo y las ideas de solidaridad nacional, no tiene sentido creer que tantos alemanes ingresaban en la plaza pública con reticencia. ¿Qué sucedió con la atractiva idea de la «Revolución Nacional»? Una mirada más detallada sugiere que siguió habiendo un entusiasmo considerable por la causa nazi mucho después de que éstos tomaran el poder en enero de 1933. Aunque el movimiento socialdemócrata clandestino reunió evidencia de que muchos trabajadores no participaron de los eventos oficiales del 1° de Mayo de 1933 y de los años siguientes, el hecho es que, tal como señalaron invariablemente los informantes: «Una vez más Tempelhof estuvo repleto».[326] Esta conclusión de que el nazismo siguió gozando de un amplio apoyo a pesar del desengaño es una conclusión lamentable, pero se ajusta mejor a los hechos que cualquier otra.

¿Por qué razón los trabajadores y, en una cantidad aun mayor, la clase media llenaban una y otra vez Tempelhof? En primer lugar, los festejos estaban lejos de ser tan opresivos como habrían podido sugerir algunas de las imágenes geométricas de grandes masas disciplinadas que circulaban en los medios. En las márgenes de la congregación, las familias hacían picnics y los niños jugaban. La gente vagaba de un lado al otro por detrás de las filas, disfrutando de un día libre, bebiendo cerveza, comiendo salchichas y, al anochecer, maravillándose de los fuegos artificiales que seguían al discurso del Führer. El 1° de Mayo en la Alemania nazi desdibujaba así el límite entre un carnaval de verano y una reunión política. Tanto para participantes como para organizadores, el efecto de uno no cancelaba el otro. De hecho, es probable que la recreación y la disciplina se adaptaran bastante bien, en la medida en que el ánimo festivo y lúdico de posguerra civil parecía descansar sobre la higiene política que habían logrado los nazis.

Los gestos simbólicos del régimen también importaban. Para los trabajadores, que habían observado a los socialdemócratas luchar tanto y tan duro y siempre infructuosamente para convencer al Reichstag de reconocer el 1° de Mayo como una fiesta oficial, la perentoria declaración de los nacionalsocialistas en abril de 1933 debe de haber sido un auténtico acontecimiento. Y lo que es más; en un país donde la mano de obra superflua había sido dejada a un lado por un estado incapaz de mantener los beneficios por desempleo y en donde los trabajadores que aún seguían aferrados a sus empleos sabían que sus hijos tenían pocas perspectivas de mejoramiento social, debido a los profundos y persistentes prejuicios de clase, Hitler produjo un verdadero impacto por el simple hecho de honrar de manera tan pública la contribución de los trabajadores manuales a la nación. Sus gestos, incluso si no pasaban de ser sólo gestos, no tenían precedentes. Resulta revelador que en abril de 1933, los líderes de los sindicatos socialistas reconocieran calurosamente el abrazo de la Volksgemeinschaft recientemente propuesta, y urgieran a sus miembros a participar de las ceremonias oficiales que los nazis habían planificado.[327]

Los socialdemócratas siempre señalaron que eran los trabajadores quienes extraían el carbón, fabricaban el hierro y el acero, y armaban la maquinaria que había hecho de Alemania una potencia mundial; y los nacionalsocialistas pasaron a conmemorar precisamente eso el 1° de Mayo. Las delegaciones de los trabajadores de todo el país, y de la región del Sarre (ocupada por Francia), la ciudad libre de Danzig (otra criatura de Versalles), y Austria (ya simbólicamente incorporada al Tercer Reich), fueron llevadas en avión a la capital como huéspedes especiales del gobierno. Como parte de su emisión especial del 1° de Mayo, la radio alemana transmitió en vivo la llegada con alfombra roja de los trabajadores en el aeropuerto (1:00) y más tarde su audiencia con el Reichpräsident Hindenburg y el Reichkanzler Hitler (5:30). Durante todo el día, mientras las multitudes se dirigían hacia Tempelhof, la radio pasaba las canciones de «los mineros, los granjeros y los soldados», transmitía una «sinfonía del trabajo», compuesta por Hans-Jürgen Nierentz y Herbert Windt, y ponía al aire entrevistas con personas comunes (especialmente seleccionadas): un trabajador portuario de Hamburgo, un trabajador agrícola de Prusia del este, un metalúrgico de la región del Sarre, un minero de la región del Ruhr, y un vinicultor del valle del Mosela. Una y otra vez, se utilizaba la participación de individuos para representar el todo: trabajadores de distintas regiones y de diversos gremios eran los eslabones que conformaban la gran cadena del ser alemán. En ese 1° de Mayo, los trabajadores no entraban en la esfera pública como una clase aparte, como proletarios luchando contra la adversidad. Lo hacían como profesionales reconocidos y capaces que pertenecían de pleno derecho a la nación.

El 1° de Mayo era también una celebración desembozada del nacionalismo alemán, en la que los trabajadores desempeñaban los papeles principales. Cuando los «poetas de los trabajadores» leyeron sus obras (3:05), articularon la «voz» auténtica del «hombre de la calle» que había hecho las paces con el nacionalsocialismo en un atractivo lenguaje vernáculo. Con esas lecturas los nazis esperaban revivir la cultura patriótica de los trabajadores que había florecido durante la primera guerra mundial, cuando los poetas de los trabajadores, tales como Karl Bróger y Heinrich Lersch, encontraron por primera vez una audiencia nacional. Más tarde, el ensayista Eugen Diesel —hijo del gran ingeniero— abrió un cofre de maravillosas palabras para describir el paisaje construido por la mano del hombre con líneas de alta tensión, fábricas y campos cultivados, que correspondía tan bien con la musculosa vitalidad del Tercer Reich (6:20).

Durante todo ese tiempo, escuadrones de aviones Junker sobrevolaban Tempelhof. Entre los pilotos que realizaban la demostración se encontraba el popular Ernst Udet, a quien los socialdemócratas habrían reconocido de inmediato, ya que había participado en ceremonias republicanas. Durante una hora por la tarde, el nuevo zepelín transoceánico de Alemania, de 236 metros de largo, dio vueltas alrededor de la ciudad, mientras proseguía su espectacular tour de veintiséis horas por todo el país. La exhibición aérea era un elemento favorito en los círculos de trabajadores, porque no sólo mostraba la capacidad industrial de los trabajadores alemanes sino que los incorporaba, a la vez, dentro de un espectáculo más amplio de propósito e identidad nacionales. Incluso antes de que Hitler subiese al escenario (8:00), la coreografía del 1° de Mayo había estrechado los lazos entre los trabajadores y la nación, entre los maquinistas y los sueños de la era de la máquina, entre la maestría técnica y la proeza nacional.[328] Tras el discurso de Hitler, la entonación colectiva del himno nacional, y una exhibición de fuegos artificiales, el 1° de Mayo de 1933 llegó a su cierre, poco antes de medianoche. Al día siguiente, el Berliner Morgenpost, apenas tres meses antes un periódico de tendencia socialdemócrata, anunció con un estallido de alegría: «la manifestación más grande de todos los tiempos».[329]

La representación mediática de la gran fiesta exaltó los temas nacionales. Cortando, empalmando, y editando las imágenes del acontecimiento, las revistas ilustradas (la más vendida Berliner Illustrierte Zeitung, la más conservadora Die Woche, y la propia Illustrierte Beobachter de los nazis) mostraban una reunión en la que las masas desordenadas se habían solidificado, formando una Volksgemeinschaft coherente. En dos páginas enteras de la Berliner Illustrierte, podía verse la foto familiar del Graf Zepelín, proyectando su sombra sobre una multitud densamente apiñada. Era una foto sorprendente, en la que la gente aparecía enmarcada por uno de los símbolos tecnológicos y militares más significativos de la nación. Las imágenes de la Alemania unida narraban la historia de ese día y, de ese modo, permitían a los lectores reconocerse, insertándose así en el destino colectivo del pueblo. El hecho de que se estuviese redefiniendo el significado de la palabra alemán con el fin de excluir de él a los ciudadanos judíos fue pasado por alto. Lo que se reproducía y lo que se destacaba en la memoria colectiva era la multitud congregada dentro del marco de la nación.

Más tarde, en los años treinta, las cámaras cinematográficas recrearían lo que los individuos —allí parados, esperando, mientras trataban de echar un vistazo— no habían podido experimentar: el movimiento sincronizado de las masas alrededor del líder, planteado como un plebiscito coreográfico. El mismo espectáculo estaba subordinado a su reproducción mecánica. Gracias a noticieros semanales y, en especial, a El Triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl, la version cinematográfica de la reunión partidaria de 1934 en Nuremberg, que fue exhibida en las salas de teatro repletas de toda Alemania, los torpes movimientos vacilantes de los individuos alemanes podían ser proyectados como una historia nacional comprensible.[330] En última instancia, lo que el espectáculo nazi buscaba recrear para cada persona individual era la experiencia de Adolf Hitler en el momento en que se fundió con la multitud patriótica, en la Odeonplatz de Múnich, el 2 de agosto de 1914, y reconoció la correspondencia de su identidad personal con la identidad nacional de Alemania.

En este punto cabe una palabra de advertencia. Los espectáculos públicos tales como el 1° de Mayo y las Asambleas de Nuremberg no transformaron a los alemanes en nazis. Las identidades sociales no pueden moldearse como en el torno de un alfarero. Muchos alemanes siguieron siendo escépticos sobre las convenciones sociales y las estructuras autoritarias del Tercer Reich. Lina actividad comercial floja y crecientes economías de escala, en especial cuando el rearme sacó a Alemania de la depresión, significaban que los comerciantes y artesanos de clase media seguían con sus lamentos y quejas, a pesar de que los nazis habían limpiado Alemania de marxistas. Por otra parte, es verdad que para 1936 los trabajadores gozaban de pleno empleo, aunque a su vez debían soportar más horas de trabajo y por lo general salarios inelásticos. Los vecinos de los barrios terminaron, a su vez, por despreciar a los «pequeños nazis», los jefes locales de partido, cuya venalidad y corrupción alcanzaron niveles sin precedentes. Existe sobrada evidencia de que los nazis se constituyeron en una nueva elite de características muy desagradables: la opulencia en la que vivía el líder de los trabajadores Robert Ley o el ministro de aviación Hermann Goering daba testimonio de este hecho. A la luz de estas afirmaciones, no sorprende que los espectáculos políticos del régimen fuesen recibidos con cierta apatía. Además, a pesar de los jubilosos festejos que acompañaron a los grandes éxitos de Hitler en cuestiones de política exterior —la remilitarización de Renania, la anexión de Austria, la «devolución» del país de los Sudetes, y las rápidas victorias militares contra los archienemigos del Reich, Polonia y Francia— la solidaridad de los alemanes se debilitó una vez que comenzaron las derrotas, después de 1942.[331]

La tan vanagloriada Volksgemeinschaft del Tercer Reich era dudosa e incierta en muchos aspectos. No obstante no debería ser descartada como inválida o ilegítima. A pesar de la evidencia que indica que el dinero y la alcurnia aún importaban en la Alemania nazi, se discutía ampliamente sobre la vigencia de los códigos de etiqueta y los privilegios del estatus y la importancia del reconocimiento al mérito. Durante los años treinta mucha más gente participó de la renovación de la nación y sintió el impulso emocional de la nacionalidad de lo que había sucedido un siglo antes. El énfasis puesto por el régimen en la solidaridad nacional y en el elitismo racial produjo una liberación psicológica. Vale la pena recordar las palabras con las que el Berliner Morgenpost anticipaba el primer 1° de Mayo nazi en Tempelhof: «Todas las clases sociales alemanas están confundidas» en el campo, «confundidas y entremezcladas». Y «no ven lo que las separa, sino lo que las une».[332] Estaba en ciernes una nueva etapa política.

Nada obliga a confiar plenamente en la exactitud de los informes de prensa; sin embargo resulta sorprendente ver con qué rapidez los periódicos liberales, como el Morgenpost y el Berliner Tageblatt, adoptaron el mensaje nazi, aunque aludieran a la existencia de una enorme avidez de integración, que seguramente movilizaba a los alemanes comunes. Como consecuencia de esto, muchos ciudadanos «sentían» el nacionalsocialismo más democrático que la República de Weimar o que la Alemania del káiser Wilhelm.[333] Se había producido una ruptura histórica con el viejo conservadurismo alemán; reconociendo este hecho, millones de alemanes, en particular los más jóvenes, se sintieron cada vez más cómodos con el nazismo en el Tercer Reich. Al mismo tiempo, el vasto esfuerzo por rearmar y reequipar a la nación brindaba oportunidades para la movilidad social hasta entonces desconocidas. Los trabajadores como clase sufrían, pero aquellos individuos que aceptaban las premisas de una sociedad de consumo orientada hacia los logros (y decidida a la guerra) podían esperar recompensas. Numerosos estudiosos también nos recuerdan que la actitud de los nazis de honrar a los trabajadores debe tomarse con seriedad y argumentan que sus esfuerzos por integrar el movimiento obrero dentro de la comunidad nacional produjeron efectos. En particular, se ha reconocido que el Frente Obrero Alemán mejoró las condiciones de los trabajadores. Análisis similares de la Juventud Hitleriana y del servicio social de los activistas de clase media sugieren que la política interior del régimen gozaba de un importante respaldo. Los nacionalsocialistas eran populares en la medida en que estaban identificados con una nueva visión nacional que enfatizaba la integración de los alemanes, la reforma social y la prosperidad económica.[334]

Finalmente, lo que los nazis lograron no fue la creación de un nuevo tipo de alemán sino más bien la validación de nuevos roles sociales que un número creciente de alemanes intentaba desempeñar. Aunque estos roles no abarcaban la totalidad de la vida social alemana y no regulaban todos o siquiera la mayoría de los intercambios que la gente tenía entre sí, creaban expectativas y presunciones. Una parte importante del fenómeno nazi se produjo dentro del campo de la subjetividad. El nazismo brindaba la posibilidad de una renovada esfera social que retuvo su considerable poder de atracción hasta último momento. Entre los años 1933 y 1945, los alemanes vivieron en dos mundos. En medio del universo familiar de lazos estables con la familia, la región y el medio social, los nazis construyeron un «segundo mundo» a partir de «una red de organizaciones» en las que «los criterios tradicionales de valor y ubicación sociales no tenían validez».[335]

Aunque muchos preceptos fascistas jamás dejaron de ser sólo una «feliz ilusión» —schöner Schein —, a la vez impulsaron a la población a transitar vías nuevas y concretas. «Confundidas y entremezcladas» —la descripción del 1° de Mayo dada por el Berliner Morgenpost— es una visión demasiado optimista; no obstante describe fielmente el modo en que los alemanes comenzaron a movilizarse en la esfera pública durante el período nazi. Miles y miles de berlineses marcharon hasta Tempelhof el 1° de Mayo, más de un millón de voluntarios participaron en la Winterhilfe, la campaña anual de caridad del Reich, varios millones de jóvenes más fueron reclutados en la Juventud Hitleriana, más de dos millones de trabajadores se inscribieron en programas de aprendizaje organizados por el Frente Obrero Alemán, por lo menos ocho millones de alemanes se enrolaron en ligas locales de defensa civil, y nada menos que el sorprendente número de cincuenta y cuatro millones participó, sólo en el año 1938, de algún tipo de actividad recreativa patrocinada por los nazis (Kraft durch Freude, Fuerza a través de la Alegría).[336] Los nazis promovían con éxito la participación de los alemanes en el acto creativo de construir una comunidad nacional. A la par que este compromiso brindaba particulares recompensas sociales, resultaba especialmente atractivo para ciertas concepciones de idealismo público fuertemente arraigadas.

El servicio activo durante la guerra, a partir de 1939, no hizo sino fortalecer aún más el rol de las instituciones nacionalsocialistas en la vida cotidiana. La guerra permitió a los nazis actualizar sus ideas sobre la movilización nacional y la jerarquía racial. Entrar en la zona de guerra era entrar en la construcción de un mundo nuevo organizado alrededor de la idea de raza. Los brutales combates en el frente oriental, por ejemplo, parecían confirmar la validez del despiadado desprecio del partido por los «subhumanos» eslavos.[337] El extraordinario esfuerzo por extirpar la vida judía y finalmente exterminar a los judíos mismos intensificó el antisemitismo indiscriminado que tantos alemanes habían aprendido a desarrollar en su país. Durante la guerra, la visión del mundo nazi se había convertido en gran medida en la imagen visible del mundo. Sin abandonar los lazos familiares, vecinales y de camaradería laboral, los alemanes se desplazaban con relativa facilidad de un contexto social al otro, adoptando, al hacerlo, el vocabulario de la integración nacional, el mesianismo del culto al Führer, los términos de una lucha constante, y finalmente la identidad de amos arios respecto de los civiles europeos conquistados y los trabajadores extranjeros.[338]

El hecho de que tantos alemanes comunes hayan sido cómplices del asesinato de judíos y otros así llamados indeseables no fue tanto una función de un antisemitismo genocida que ellos compartían «ingenuamente» con los líderes nazis; más bien podría afirmarse que durante los doce años que duró el Reich, un número cada vez mayor de alemanes llegó a desempeñar roles activos y, por lo general, compatibles dentro de la revolución nazi, para luego aceptar los términos intransigentes del racismo nazi. De hecho, fue la docilidad con la que los alemanes se enrolaron en el destino nacional lo que permitió a los nazis preparar una nueva ronda de movilizaciones cada vez más feroces, las que a su vez fortalecieron el destino común del pueblo, acercándolo cada día más a su total aniquilación. La solidaridad nacional se basaba en última instancia en la guerra, a tal punto que la comunidad terminó quedando indisolublemente ligada a su antítesis: la muerte. Al precio de millones de vidas inocentes, el nazismo se autoaniquiló en la guerra racial más tremenda de los tiempos modernos, pero no sin antes haber demostrado la enorme importancia que tenía para la imaginación del siglo XX la unión nacional. Es esa movilización de violencia en nombre del populismo y del nacionalismo étnico lo que constituye la impronta profunda e indeleble de los años 1914-1945, de la revolución alemana del siglo XX.

La unión nacional; es ésta la dinámica clave de la política del nacionalsocialismo. El atractivo del movimiento radicaba en una visión de la nación que reconocía y legitimaba políticamente al pueblo, sobre la base de lo que cada uno de sus miembros hacía por el Volk y no de quién era de acuerdo con jerarquías de estatus, una visión que prometía la reforma social y la estabilidad económica. Fundaba esa renovación en una ruptura radical con las tradiciones políticas del pasado. No cabe duda de que el régimen no alcanzó sus metas, pero sus logros no quedaron tan malogrados como para no gozar de una considerable legitimidad en todas las capas de la sociedad alemana. Además, la legitimidad del Tercer Reich reposaba en algo más que en los simples beneficios obtenidos por los alemanes particulares. Examinar los logros sociales de los años 1933-1945 como si fuesen los distintos artículos de un balance comercial supone creer que la toma del poder en 1933 fue una especie de apuesta gigantesca que tomó a los alemanes un poco por sorpresa y que seguiría siendo aceptable sólo en la medida en que continuase generando beneficios (salarios, producción, exenciones impositivas). Según mi opinión, el consenso «nacionalsocialista» no fue en absoluto un fenómeno tan circunstancial. Tuvo raíces ideológicas más profundas, que conectaban a los dirigentes en el poder con las aspiraciones de los ciudadanos y que otorgaban a las políticas del régimen un grado bastante considerable de familiaridad y pertinencia.

En 1933, millones de simpatizantes nazis podían alegar la posesión de un largo historial de activismo político en el que se habían enfrentado a los adversarios comunistas y socialdemócratas o batallado contra las elites conservadoras, incluso en el caso de que no hubiesen actuado como nazis, sino como alguna especie de nacionalistas radicales o de socialistas vagamente místicos. Durante los años veinte, los votantes abandonaron aquellos partidos considerados antipatrióticos o poco inclinados a la reforma social o que carecían de sensibilidad popular. Elección tras elección, en cada una de las cuales no menos de un cuarto del electorado cambiaba de preferencias partidarias, fue conformándose gradualmente una pluralidad «nacionalsocialista». Esa dinámica terminó, en última instancia, por favorecer más a los nacionalsocialistas que a cualquier otro grupo político, aunque inicialmente beneficiara al Partido Nacional Popular Alemán, los Stahlhelm, y al Landvolk. En suma, los nazis no eran marginados políticos.

Mi argumento de que el nacionalsocialismo fue el resultado de amplias tendencias de la política alemana que se iniciaron en la primera guerra mundial me lleva a rechazar explicaciones que son o bien exageradamente circunstanciales o bien exageradamente consensuales. En primer lugar, creo haber demostrado que los nazis no fueron el resultado de una crisis extraordinaria. Su poder de atracción no puede ser explicado, señalando vagos resentimientos que el pueblo alemán tenía contra los aliados o contra el Tratado de Versalles. Había suficientes partidos que atacaban enérgicamente la posición internacional de Alemania después de la primera güera mundial; el Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores no ocupó un vacío en esta cuestión. Por otro lado, si bien es cierto que el movimiento de Hitler debió gran parte de su impulso revolucionario a la catástrofe económica provocada por la Gran Depresión, la política alemana ya se encontraba extremadamente enturbiada por la llegada de nuevos grupos y partidos políticos antes de la caída de la Bolsa de Nueva York en 1929. Los partidos tradicionales de clase media que habían administrado al Reich Alemán desde la unificación en 1871 ya estaban en un estado avanzado de disolución, y el electorado había respondido en reiteradas oportunidades a esas iniciativas «nacional-sociales» que proponían una sociedad más inclusiva y solidaria, de acuerdo con las ideas soñadas en agosto de 1914. Aun dejando de lado los efectos de la Gran Depresión, la política alemana seguía obedeciendo a un rumbo autoritario y bastante poco convencional. En cierto sentido, era de esperar que al final del camino apareciera, si no una nueva comunidad de estilo fascista, algún tipo de régimen militarista y ambicioso.

En segundo lugar, rechazo la idea de que los nazis simplemente pusieron en funcionamiento prejuicios culturales compartidos por la mayoría de los alemanes. El antisemitismo ciertamente era un sentimiento corriente en la Alemania de Weimar, probablemente más común que en los años de preguerra, pero este solo hecho no explica por qué la gente votó a Hitler o siquiera por qué la mayoría de los activistas se unieron al partido. Los judíos alemanes no figuraban entre los temas conflictivos que los nazis enarbolaban contra otros grupos políticos ni entre los gestos más espectaculares de la actividad partidaria de la que participaban tantos ciudadanos. Como tampoco supuestas inclinaciones antidemocráticas o militaristas de los alemanes nos explican por qué estas inclinaciones habrían favorecido a los nazis en vez de a los políticos autoritarios tradicionales. Para comprender lo que ocurrió en esos años debemos tener en cuenta los millones de alemanes que abandonaron sus antiguas lealtades partidarias para afirmar nuevas preferencias. El rasgo político sobresaliente que esta versatilidad valida son las diferencias entre los grupos partidarios, no un determinado código cultural en común. Es, por lo tanto, importante tomar con seriedad la pretensión nacionalsocialista de ser un movimiento revolucionario que no buscaba su legitimidad en el pasado.

El nacionalsocialismo proponía regenerar la nación, aunque la atracción que ejercía esa renovación no era la misma para todos los ciudadanos alemanes. Precisamente porque su intención era renovar, los nazis repudiaban tradiciones más antiguas y consideradas menos progresistas. De forma más evidente, fueron los adversarios implacables de los socialdemócratas y los vencedores finales de una contienda abiertamente ideológica con la izquierda. Al mismo tiempo, los nazis rompieron con los administradores liberales del estado, con los conservadores sociales, y con los autoritarios tradicionales. Sentían tan poco afecto por el Kaiserreich como por la República de Weimar. En suma, los nazis fueron innovadores ideológicos. El Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores respondió de una manera efectiva a las demandas políticas de soberanía política y reconocimiento social, e insistió en el hecho de que esos objetivos podían ser alcanzados a través de la unión nacional, lo que brindaría a los alemanes un sentido mancomunado y abarcativo de identidad colectiva y un fuerte papel en la política internacional.

Fue la enorme amplitud de ese programa de renovación lo que hizo que los nazis se destacaran del resto de los partidos políticos y lo que los volvió tan atractivos para una pluralidad de votantes. Si Hitler y sus seguidores se hubiesen limitado simplemente a recircular el antisemitismo del Partido Alemán de los Trabajadores de Anton Drexler o a lanzar furiosas y amenazadoras invectivas contra el vergonzoso Tratado de Versalles o hubiesen dedicado todas sus energías a combatir a los socialdemócratas y a otros traicioneros «criminales de noviembre», el movimiento se habría estancado por completo. Eso es precisamente lo que les ocurrió a Wolfgang Kapp y los Freikorps de 1919-1920, y también lo que explica el fracaso de Alfred Hugenberg y de los nacionalistas alemanes en 1924-1930. Por el contrario, los ataques tanto contra conservadores como contra marxistas, las denuncias de los acuerdos de poder locales así como del parlamento nacional, y una visión afirmativa de una nación próspera y tecnológicamente avanzada confirieron a los nazis un fuerte matiz ideológico.

En una época como la actual, en la que el conflicto cívico es definido en términos de afinidades culturales, resulta tanto más importante, aunque por momentos difícil, recordar la fuerza de la ideología. Antiguos odios étnicos, fundamentalismos religiosos y «civilizaciones» transnacionales son los elementos que dominan las discusiones contemporáneas sobre la inestabilidad y el malestar, interpretados con frecuencia en términos de la fricción entre cualidades culturales básicamente esenciales que han entrado en contacto entre sí. Sin embargo, el fenómeno nazi no fue una expresión exacerbada de valores alemanes, aunque éste haya declarado la supuesta superioridad del pueblo alemán. Tampoco fue el resultado patológico de una época de crisis económica. Por el contrario, el nacionalsocialismo comprendía un programa de regeneración cultural y social, basado en la superordenación de la nación y el Volk, y estrechamente modelado en el espíritu público y la militancia colectiva de la nación en guerra.

Eso lo volvía un contendiente político diferente y desestabilizador, que amenazaba con socavar la posición privilegiada de las elites sociales, asimilando, a la vez, los logros obtenidos por los movimientos de clase obrera. El nacionalsocialismo echaba sus raíces en la imaginación de la gente porque apelaba a las aspiraciones populares que habían quedado frustradas desde la unificación de Alemania y a virtudes solidarias engendradas por la primera guerra mundial. Al congregar el amplio respaldo de la sociedad alemana, amenazaba también a grupos políticos muy definidos y rechazaba las prerrogativas cívicas de ciudadanos que no querían o no podían pertenecer al nuevo estilo de comunidad nacional. De ese modo, a la vez que los nazis preconizaban un nacionalismo integral de características casi redentoras, crearon nuevas categorías de marginados, de enemigos y de víctimas. El nazismo no fue un fenómeno ni accidental ni unánime.

Glosario

Anschluss: Unión. Se refiere a la anexión de Austria a Alemania.

Arbeiten und Soldatenräte: Consejos de trabajadores y soldados.

Arbeit und Brot: Trabajo y pan.

Beamtenrat: Consejo de empleados.

Brotschlangen: Filas o colas del pan.

Burgfrieden: Tregua política.

Bürgenräte: Consejos de ciudadanos o vecinos.

Bürgertum: Clases medias.

Durchhalten: Soportar algo hasta el final.

Einwohnerwehr: Guardia cívica.

Ersatzkaiser: Káiser sustituto.

Feiertag der nationalen Arbeit: Fiesta del trabajo nacional.

Feldpostbriefe: Cartas del correo militar.

Freikoips: Cuerpos de voluntarios armados.

Freiwillige Ordnungsbund: Liga Voluntaria del Orden.

Gauleiter: Líder o jefe de distrito.

Grippeferien: Vacaciones por gripe.

Heimat (die): Patria.

Hilfsdienstgesetz: Ley de servicio auxiliar.

Hilfskomissionen: Comisiones o juntas de ayuda o asistencia.

Jungdo: Joven Orden Alemán.

Justizrat: consejero de justicia.

Kaiserloser Zeit: Interregno.

Kaiserreich: Imperio Alemán.

Kaisertreu: Fiel al káiser.

Källefetien: Vacaciones por frío.

Kartoffelschlangen: Filas o colas de las patatas.

Kaserne: Cuartel.

K-Brot: Véase Kriegsbrot.

Kein Bruderkampf: Que no haya lucha entre hermanos.

Klassenkampf: Lucha de clases.

Klassenkrieg: Guerra de clases.

Kraft durch Freude: Fuerza a través de la alegría.

Kriegerfrauen: Mujeres de combatientes.

Kriegsküchen: Cocinas o comedores de guerra.

Krieg und Küche: Guerra y cocina.

Kriegsbrot: Pan de guerra.

Landtag: Estados provinciales del Reich.

Landvolk: Movimiento popular rural.

Luftexistenzen: Seres del aire.

Nationales Framendlest: Servicio Nacional de Mujeres.

Mein Kampf: Mi lucha.

Mittelstandküchen: Cocinas o comedores para las clases medias.

Platz: Plaza.

Reichkanzlei: Canciller del Reich.

Reichpräsident: Presidente del Reich.

Reichsgründungtag: Da de la Fundación.

Reichstag: Parlamentos del Reich.

Reichswehr: Fuerzas Armadas del Reich (1919-35).

Schloss: Castillo, palacio, véase Stadtschloss.

Schmachfrieden: La paz vergonzosa (de Versalles).

Schutzkorps: Cuerpo de defensa o protección del partido nazi.

Schutzstaffel: SS, guardias de seguridad del partido nazi.

Sedantag: Da de Sedán.

Sondersammlungen: Colectas o recaudaciones especiales.

Stadtschloss: Castillo o palacio de la ciudad.

Stahlhelm: Cascos de Acero

Stand: Estamento o corporación de pertenencia.

Steckrüberwinter: Invierno de los nabos.

Strasse: Calle.

Sturmabteilung: SA, tropas de asalto.

Sturmführer: Jefe de una brigada de asalto del partido nazi.

Tieigarten: Jardín zoológico.

Vaterlandslosen Gesellen: Camaradas sin patria.

Verlustliste: Lista de bajas.

Volk: Pueblo

Volksgemeinschaft Comunidad del pueblo.

Volksgut: Una propiedad del pueblo; equivalente a Allgemeingut, bien común o general.

Volkskraß: Fuerza del pueblo.

Volksmann: Tribuno del pueblo.

Volkspartei: Partido del pueblo.

Volkslaat: Estado del pueblo.

Wandervogel: Explorador.

PETER FRITZSCHE (3 de julio de 1959), es un profesor estadounidense especializado en historia moderna europea y alemana. La corriente de investigación a la que se adscribe se centra en la investigación comparativa sobre la memoria y la identidad, y los usos vernáculos del pasado en la Europa contemporánea.

De sus libros más recientes destaca Stranded in the Present: Modern Time and the Melancholy of History (2004). Entre sus otras publicaciones figuran: Rehearsals for Fascism: Populism and Political Mobilization in Weimar Germany (1990); A Nation of Fliers: German Aviation and the Popular Imagination (1992); Berlin 1900 (1996). Junto a Charles C. Stewart, ha editado Imagining the Twentieth Century (1997).

Peter Fritzsche se doctoró en la Universidad de California, Berkeley, en 1986.

Notas

[1] Rudolf Herz y Dirk Halfbrodt, Fotografie und Revolution (Múnich, 1988), pp. 279, 281; Heinrich Hoffmann, Hitler wie ich ihn sah: Aufzeichnungun seines Leibfotografen (Múnich, 1974), p.32.<<

[2] Richard Hanser, Putsch: How Hitler Made Revolution (Nueva York, 1971), pp. 76-77.<<

[3] Adolf Hitler, Mein Kampf, trad. John Chamberlain et al. (Nueva York, 1941), pp. 210-211. [Mi Lucha, Barcelona, Fapa ediciones, 2003],<<

[4] Mein Kampf citado en J. P. Stern, Hitler: The Führer and the People (Berkeley, 1975), p. 54. Véase también Illustrierter Beobachter, n° 31, 2 de agosto de 1930.<<

[5] No estoy de acuerdo con las conclusiones de Daniel Jonah Goldhagen en Ordinary Germans: Hitler’s Willing Executioners (Nueva York, 1996), pero comparto la importancia que otorga al deseo y la ideología para la comprensión del nazismo.<<

[6] «Berliner Beobachter», Berliner Lokal-Anzeiger, n° 374, 26 de julio de 1914.<<

[7] «Öesterreichfreundliche Kundebungen in Berlin», Berliner Tageblatt, n° 374, 26 de julio de 1914. Tengo una gran deuda con los minuciosos estudios de Jeffrey Verhey, «The “Spirit of 1914”: The Myth of Enthusiasm and the Rhetoric of Unity in Wold War I Germany» (Tesis de Ph. D., Universidad de California, Berkeley, 1991); y con Jeffrey Smith, «A People’s War: The transformation of German Politics, 1913-1918» (Tesis de Ph. D., Universidad de Illinois, 1997). Las traducciones al inglés, salvo especificación en contrario, son mías.<<

[8] «Das Strassenbild am Sonntag», Vossiche Zeitung, n° 375, 27 de julio de 1914.<<

[9] «Das Aufflammen des nationales Hochgefühls in Berlin», Kreuz-Zeitung, n° 346, 27 de julio de 1914.<<

[10] Véase Verhey, «Spirit of 1914», pp. 105-107.<<

[11] Franckfurter Zeitung, citado en ibid., p. 3.<<

[12] «Zweite Bakonrede des Kaisers, 1. August 1914», en Ulrich Cartarius, ed., Deutschland im Ersten Weltkrieg (Munich, 1982), p. 15.<<

[13] Modris Ekstein, Rites of Spring: The Great War and the Birth of the Modern Age (Boston, 1989), p. 61.<<

[14] Fritz Fischer, Germany’s War Aims n the First World War (Nueva York, 1967); Hans Ulrich Wehler, The German Empire, 1871-1918, trad. KimTraynor (Leamington Spa, 1985).<<

[15] Verhey, «Spirit of 1914», p. 141. Véase también Wolfgang Kruse, Krieg und Nationale Integration: Eine Neuinterpretation des sozialdemokratichen Burgfriedenschlusseses 1914/1915 (Essen, 1994).<<

[16] Ambos citados en Verhey, «Spirit of 1914», pp. 163-64.<<

[17] Siegfried Jacobson, Die ersten Tage (Konstanz, 1916), pp. 30-31, citado en Bernd Ulrich «Die Desillusionierung der Kriegsfreiwilligen von 1914», en Wolfram Wette, ed., Der Krieg des kleinen Mannes: Eine Militärgeshcichte von unten (Munich, 1992), pp. 111-112.<<

[18] Smith, «A People’s War», capítulo 2.<<

[19] Peter Fritzsche, Reading Berlin 1900 (Cambridge, 1996), pp. 165-169.<<

[20] Smith, «A People’s War», capítulo 3. Belinda Davis, «Reconsidering Habermas, Genderm and the Public Sphere: The Case of Wilhelmine Germany», en Geoff Eley, ed., Society, Culture and the State in Germany, 1870- 1930 (Ann Arbor, 1996), p. 48.<<

[21] «Erste Balkonrede Kàiser Wilhelms II, 31. Juli 1914», en Cartarius, ed., Deutschland im Ersten Weltkrieg pp. 12-13.<<

[22] Véase, p. ej. Bernd Weisbrod, «German Unification and the National Paradigm», German History 14 (1996), pp. 193-203; Elksteins, Rites of Spring, Liah Greenfield, Nationalism: Five Roads to Modernity (Cambridge, 1992).<<

[23] BerlinerLokal-Anzeiger, n° 389, 8 de agosto de 1914, citado en Laurence Moyer, Victory Must Be Ours: Germany in the Great War, 1914-1918 (Nueva York, 1995), p. 88.<<

[24] Friedrich Meinecke, The German Catastrophe (Boston, 1963), p. 25.<<

[25] Ernst Glaeser, Class of 1902, trad. Willa y Edwin Muir (Nueva York, 1929), pp. 213-214.<<

[26] Johanna Boldt a Julius Boldt, 27 de agosto y 3 de septiembre de 1914, citado en Edith Hagener, «Es ließ sich so sicher an Deinem Arm»: Briefer einer Soldatenfrau 1914 (Weinheim, 1986V pp. 41-46.<<

[27] Philip Scheidemann citado en Cartarius, ed., Deutschland im Ersten Weltkrieg, p. 23. Véase también Jagow, «2. Stimmungbericlt», 2 de septiembre de 1914, en Ingo Maternay Hans-Joachim Schreckenbach, eds., Berichte des Berliner Polizeipräsidenten zur Stimmung und Lage der Bevölkerungen in Berlin 1914-1918 (Weimar, 1987), pp. 4,6.<<

[28] Citado en Ute Daniel, Arbeitfrauen in der Kriegsgesellschaft: Beruf Familie und Politik im Ersten Weltkrieg (Göttingen, 1898), p. 23.<<

[29] Karl Kraus, «Kriegssegen», Die Feckel 27 (diciembre de 1925), pp. 29-42; Hermann Bahr, Kriegssegen (Múnich, 1915), pp. 19-33; Ernst Toller, Eine Jugend in Deutschland (Múnich, 1978), p. 53.<<

[30] Glaeser, Class of 1902, pp. 214, 327, 350.<<

[31] Hagener, «Es lief sich so sehr an Deinem Arm», p. 39.<<

[32] Volker Ullrich, «Kriegsalltag. Zur inneren Revolutionierung der Wilhelminischen Gesellschaft», en Wolfgang Michalka, Der Erste Weltkrieg: Wirkung Wahrnehmung, Analyse (Munich, 1994), p. 604.<<

[33] Lothar Burchardt, «Die Auswirkungen der Kriegswirtschaft auf die deutsche Zivilbevölkerung im Ersten und im Zweiten Weltkrieg», Militärgeschichte Mitteilungen 1 (1974), pp. 66-69.<<

[34] Volker Ullrich, Kriegsalltag: Hamburg im ersten Weltkrieg (Colonia, 1982), pp. 41, 43.<<

[35] Además de Ullrich, Kriegsalllag, véase Klaus-Deiter Schwartz, Weltkrieg und Revolution in Nürnberg: Ein Beitrag zur Geschichte der deutschen Arbäterbetuegung (Stuttgart, 1971), esp. p. 131; Karl-Ludwig Ay, Die Entstehung einer Revolution: Die Volkstimmung in Bayern während des Ernsten Weltkrieges (Berlin, 1968); y Manfred Faust, Sozialer Burgfrieden mi Ernsten Weltkrieg: Sozialistische und christliche Arbeiterbewegung in Köln (Essen, 1992), esp. pp. 67-68.<<

[36] Hagener, Es lief sich so sicher an Deinem Arm, p. 68. Los nombres de los muertos están tomados de la «Verlustliste Nr. 8», Berliner Tageblatt, n° 429, de agosto de 1914. Las víctimas sirvieron en el regimiento de granaderos n° 1 de Königsberg; el regimiento de fusileros n° 33 de Gumbinnen; el regimiento de infantería n° 43 de Pillau.<<

[37] Cartas del 3 de agosto de 1914 y septiembre de 1914 en A. F. Wedd, German Student’s War Letters (NuevaYork, 1929), pp. 1, 3. Véase también Ulrich «Desillusionisierung», en Wette, ed., Krieg des Kleinen Mannes, pp. 113-114.<<

[38] Ulrich, «Desillusionisierung», en Wette, ed. Krieg des Kleinen Mannes, pp. 116-117.<<

[39] Ullrich, «Kriegsalltag», en Michalka, ed., Der Erste Weltkrieg, p. 606.<<

[40] Wilhelm Deist, «Verdeckter Militärstreick mi Kriegsjahr 1918?», en Wolfram Wette, ed., Der Kreig des Kleines Mannes: Eine Militärgeschichte von unten (Munich, 1992).<<

[41] Elisabeth Domansky, «Der Erste Weltkrieg», en Lutz Niethammer et al., eds., Bürgerliche Gesellchaft in Deutschland (Francfort, 1990), pp. 287, 290.<<

[42] Anthony Powell citado en Ekstein, Bites of spring, p. 178.<<

[43] Richard Bessel, Germany after the First World, War (Oxford, 1993), pp. 287, 290.<<

[44] Jürgen Kocka, Klassengesellschaft im Krieg, segunda edición revisada (Göttingen, 1978), p. 13.<<

[45] Faust, Sozialer Burgfrieden im Ersten Weltkrieg, p. 55.<<

[46] Ernst Kaeber, Berlin im Weltkrieg: Fünf Jahre städtischer Kriegsarbeit (Berlin, 1921), p. 397.<<

[47] Karl Retzlaw, Spartakus. Aufstieg und Niedergang. Erinnerungen eines Parteiarbeiters (Francfort, 1971), p. 72.<<

[48] Carl Busse, ed., DeutscheKreigslieder 1914/16 (Bielefeld, 1916), p. VI.<<

[49] Bernd Ulrich, «Feldpostbriefe im Ersten Weltkrieg —Bedeutung und Zensur», en Peter Knoch, ed., Kriegsalltags: Die Rekonstruktion des Kriegsalltags als Aufgabe des Plistorischen Forschung und der friedenserziehung (Stuttgart, 1989), p. 43.<<

[50] Carta del 2 de septiembre de 1914 en Hegener «Es lief sich so sicher an Deinem Arm», p. 48.<<

[51] Ulrich, «Feldpostbriefe», en Knoch, ed., Kriegsalltag.<<

[52] Ay, Die Entstehung einer Revolution, p. 25; Schwartz, «Bericht der Abteilung VII, Executive, 3. Kommissariat an der Polizeipräsidenten Berlin», 4 de marzo de 1915, en Maternay Schreckenbach, eds., Berichte, p. 47; Ulrich, «Desillusionisierung», en Wette, ed., Krieg des kleinen Mannes, p. 117.<<

[53] Illustrierte Zeitung, n° 3711, 13 de agosto de 1914; n° 3712, 20 de agosto de 1914.<<

[54] Verhey, «Spirit of 1914», pp. 262, 270-271; Philipp Witkop, Kriegsbriefe deutscher Studenten (Gotha, 1916). También apareció una versión norteamericana de la versión alemana ampliada, A. F. Wedd, German Students, War Letters (Nueva York, 1929). Véase también Ulrich, «Feldpostbriefe», en Knoch, ed., Kriegsalltag, p. 40; y Manfred Hettling y Michael Jaesmann, «Der Weltkrieg als Epos. Philipp Witkops “Kriegsbriefe gefallener Studenten”», en Gerhard Hirschfeld y Gerd Krumeich, eds., Keinerfühlt sich hier mehr als Mensch… Erlebnis und Wirkung des ersten Weltkrieges (Essen, 1993), pp. 175-198.<<

[55] Gunther Mai, «“Aufklärung der Bevölkerung” und “Vaterländischer Unterricht” in Württemberg 1914-1918: Struktur, Durchführung und Inhalte der deutschen Inlandspropaganda im Ersten Weltkrieg», Zeitschrift für Württembergische Landesgeschichte 36 (1977), pp. 199-235.<<

[56] Ibid., p. 215.<<

[57] Moyer, Victory Must Be Ours, p. 99.<<

[58] Nigel Hamilton, The Brothers Mann: The Lives of Heinrich and Thomas Mann, 1871-1950 and 1875-1955 (New Haven, 1979), p. 166.<<

[59] Ulrich, «Desillusionisierung», en Wette, ed., Krieg des kleines Mannes, p. 114.<<

[60] Véase entradas del 6 de agosto de 1914, 10 de agosto de 1914, 23 de agosto de 1914, 24 de agosto de 1914; 15 de agosto de 1915 en Käthe Kollwitz. Die Tagebücher, ed. Jutta Bohnke-Kollwitz (Berlin, 1989).<<

[61] Para Berlin, Irene Stoehr y Detel Aurand, «Frauen im Ersnten Weltkrieg: Opfer oder Täter?», Courage (1982), p. 46; para Francfort, Verhey, «Spirit of 1914», p. 221.<<

[62] Heinrich Haacke, Barmen im Weltkrieg (Barmen, 1929), pp. 42-44. Véase también Elaine Catherine Boyd, «Nationaler Frauendienst: German Middle-Class Women in Service to the Fatherland, 1914-1918» (tesis de Ph.D., Universidad de Georgia, 1979). Sobre los voluntarios socialdemócratas véase Faust, Sozialer Burgfrieden im Ersten Weltkrieg p. 146; yjagow, «2. Stimmungsbericht», 26 de agosto de 1914, en Materna y Schreckenbach, Berichte, p. 5.<<

[63] Anneliese Seidel, Frauenarbeit im Ersten Weltkrieg als Problem der staatlichen Sozialpolitik. Dargestellt am Beispiel Bayerns (Francfort, 1979), p. 107, Nationaler Frauendienst in Berlin, 1914-1917 (Berlin, 1917), p. 41.<<

[64] Christiane Eifert, «Frauenarbeit im Krieg: Die Berliner “Heimatfront” 1914 bis 1918», Internationale Wissenschaftliche Korrespondenz zur geschickte der deutschen Arbeiterbewegung 21 (1985), p. 285; Anne Roerkohl, Hunger-blockade und Heimatfront: Die Kommunale Lebensmittelversorgung in Westfalen während des Ersten Weltkrieges (Stuttgart, 1991), pp. 204-205.<<

[65] Haacke, Barmen, pp. 52, 154-155.<<

[66] «Berliner Kreigsküchen», Berliner Tageblatt, n° 247, 16 de mayo de 1915.<<

[67] Moyer, Victory Must Be Ours, p. 95.<<

[68] Roerkohl, Hungerblockade, p. 201.<<

[69] Jagow, «10. Stimmungbericht», 5 de octubre de 1914, en Maternay Schreckenbach, eds., Berichte, p. 15; von Kessel al Kaiser Wilhelm II, 3 de diciembre de 1914, ibid., p. 30; Verhey, «Spirit of 1914», p. 221.<<

[70] Vorwärts, n° 19,19 de enero de 1915; Berliner Tageblatt, n° 37, 21 de enero de 1915.<<

[71] «Die Wollberge am Königsplatz», Berliner Tageblat, n° 39, 22 de enero de 1915; Haacke, Barmen, p. 67.<<

[72] Haacke, Barmen, pp. 68, 112.<<

[73] Ibid., p. 168; Roerkohl, Hungerblockade, p. 52; Klaus Saul, «Jugend mi Schatten des Krieges: Vormilitärische Ausbildung-Kriegswirtschaftlicher Einsatz-Schulalltag in Deutschland 1914-1918», Militärische Mitteilungen 34 (1938), p. 174 nl73. Sobre el apoyo socialista a las colectas, véase Vorwärts, n° 21,21 de enero de 1915.<<

[74] Moyer, Victory Must Be Ours, p. 162.<<

[75] Roerkohl, Hungerblockade, pp. 53-54.<<

[76] Haacke, Barmen, pp. 167-168; Roerkohl, Hungerblockade, p. 54.<<

[77] Saul, «Jugend im Schatten des Krieges», p. 113.<<

[78] Rudy Koslar, Social Life, Local Politics, and Nazism: Marburg, 1880-1935 (Chapel Hill, 1986), pp. 127-150; Peter Fritzsche, Rehearsals for Fascism: Populism and Politial Mobilization in Weimar Germany (Nueva York, 1990), pp. 76, 250nl; Renate Mayntz, «Die Vereine als Produkt und Gegenwicht sozialer Differenzierung», en Gerhard Wurzbacher, ed., Das Dorf mi Sannungsfeld industrialler Entwicklung (Stuttgart, 1954).<<

[79] Ignaz Jastrow, Gut und Blut, fürs Vaterland (Berlin, 1917), p. 87; Robert Knauss, Die deutsche, englische und. französische Kriegsfinazierung (Berlin, 1923), pp. 150-174; Gerald D. Feldman, The Great Disorder: Politics, Economics, and Society in the German Inflation, 1914-1924 (Nueva York, 1993), pp. 42-43.<<

[80] «Der Hindenburg-Tag», Vossicshe Zeitung, n° 452, 4 de septiembre de 1915.<<

[81] «Der Hindenburg von Berlin», Berliner Tageblatt, n° 452, 4 de septiembre de 1915; «Bei Hindenburg auf dem Königpatz», ibid., n° 453, 5 de septiembre de 1915; «Die Enthüllung des “Eisernen Hindenburg” in Berlin», Norddeutsche Allgemeine Zeitung, n° 246, 5 de septiembre de 1915. ¿Qué sucedió con el «Hinderburg de Hierro»? Aparentemente jamás fue completamente revestido con clavos y a medida que fue prolongándose la guerra cada vez fue menor el número de patriotas que iba a depositar unos marcos para empuñar el martillo. Los andamios fueron robados durante la revolución y las autoridades municipales rápidamente desmantelaron a Hindenburg y utilizaron sus partes como leña, de modo que lo único que quedó fue la maciza cabeza, hallada azarosamente por detectives de la policía en un cobertizo al norte de Berlín, en 1938. Como era demasiado grande para ser colocada en un museo, esta obra de herrería encontró su lugar de descanso final en la vieja estación de tren de Lehrter, donde fue destruida durante la guerra. Véase Paul Weiglin, Berlin im Glanz. Bilderbuch der Reichshauptstadt von 1888 bis 1918 (Colonia, 1954) p. 146.<<

[82] Paul Singer, SPD-Parleitagsprotoholl (Berlin, 1892), p. 131.<<

[83] Konrad Hänisch, Die deutsche Sozialdemokratie in und nach dem Weltkriege (Berlin, 1916), p. 144.<<

[84] Eksteins, Rites of Spring, p. 100.<<

[85] Rheinishce Zeitung (Colonia) 28 de agosto de 1914, citado en Faust, Sozialer Burgfrieden im Ersten Weltkrieg, p. 162.<<

[86] Kruse, Krieg und, nationaler Integration, pp. 91-92, 106.<<

[87] Bieber, Gewerkschaften in Krieg, pp. 122-123.<<

[88] Dittmann, «Bericht der Abteilung VII. Executive, 3. Kommisariat an den Polizeipräsident Berlin», 15 de febrero de 1915, en Materna and Schreckenbach, eds., Berichte, p. 43.<<

[89] Schwartz, Welkrieg und Revolution, pp. 115-16.<<

[90] Faust, Sozialer Burgfrieden in Ersten Weltkrieg, p. 115; Frauke Bey-Heard, Haupstadt und Staatsumwälzung-Berlin 1919: Problematik und Scheitern der Rätebeiuegung in der Berliner Konmmunalverwallung (Stuttgart, 1969), pp. 47-51, 54-59.<<

[91] Gunter Mai, «Burgfrieden und Sozialpolitik in Deutschland in der Anfangphase des Ersten Weltkrieges (1915/5)», Militärgeschichtliche Mitteilungen 20 (1976), pp. 21-50; Mai, Das Ende des Káiserreichs: Politik und Kriegführung im Ersten Weltkrieg (Munich, 1987), pp. 88-95; Hans-Joachim Bieber, Geiuerkschaften in Krieg und Revolution: Arbeitbewegung, Industrie, Staat und Militär in Deutschland 1914-1920 (Hamburgo, 1981), pp. 116-121.<<

[92] Berliner Morgenpost, n° 288, 17 de octubre de 1915.<<

[93] Mai, Das Ende des Kaiserreichs, pp. 95-105; Klaus Schönhoven, «Die Kriegspolitik der Gewehrschaften», en Michalka, ed., Der Erste Weltkrieg, pp. 682-683; y Wilhelm Deist, «Armee und Arbeiterschaft 1905-1918», Francia 2 (1974), pp. 474-477.<<

[94] Robert Sigel, Die Lensch-Cunow-Haenisch-Gruppe: Eine Studie zum rechten Flügel der SPD im Ersten Weltkrieg (Berlin, 19176), pp. 55,100-101; Faust, Sozialer Burgfrieden im Ersten Weltkrieg, pp. 156-57.<<

[95] Mai, «“Vertaidigungkrieg” und “Volksgemeinschaft”», en Michalka, ed., Der Erste Weltkrieg, pp. 590-592.<<

[96] Citado en Verhey, «Spirit of 1914», p. 308.<<

[97] Stolle, «13. Stimmungbericht», 26 de octubre de 1914, en Materna y Schreckenbach, eds., Berichte, p. 20; Jagow, «18. Stimmungsbericht», 30 de noviembre de 1914, ibid. p. 27; von Kessel a káiser Wilheim II, 3 de diciembre de 1914, ibid. p. 30.<<

[98] «Nachts vorm Schloss», Tägliche Rundschau, n° 356, 1° de agosto de 1914.<<

[99] Albrecht Mendelsohn-Bartholdy, The War and German Society: The Testar- ment of a Liberal (Nueva York, 1971), p. 57.<<

[100] Véanse las citas en Verhey, «Spirit of 1914», pp. 297-298.<<

[101] Hetling y Jeisman, «Der Weltkrieg als Epos», en Hirschfeld y Kru- meich, Keiner fühlt sich hier mehr als Mensch.<<

[102] Detlev J. K. Peukert, The Weimar Republic: The Crisis of Classical Modernity, trad. Richard Deveson (Nueva York, 1993), p. 27.<<

[103] Verhey, «Spirit of 1914, pp. 375-377; WolfgangJ. Mommsen, Mwx Weber and German Politics, 1980-1910, trad. Michael S. Steinberg (Chicago, 1984), pp. 244-252; Ludwig Bergstrësser, Die preussiçshe Wahlerchtsfrage im Kriege und die Entstzhurg der Osterbotschaft, 1917 (Tubingen 1929), pp. 125-129, 161; Ute Frevert, Women in German History: from Bourgeois Emancipation to Sexual Liberation, trad. Stuart McKinnon-Evans (Nueva York, 1989), p. 162.<<

[104] Reinhard Rürup, «Der “Geist von 1914” en Deutschland: Kriegsbegeisterung und Ideologisierung des Krieges im Ersten Welkrieg», en Bernd Hüppauf, ed., Ansichten vom Krieg: Vergleichenden Studien zum Ersten Weltkrieg in Literatur und Gesselschaft (Königstein, 1984), pp. 1-30, esp. 16. Véase también Rudolf Kjellen, Die Ideen von 1914-Eine Welt- geschchtliche Perspektive (Leipzig, 1915); Johann Plenge, 1789 und 1914: Die symbolischen Jahre in der Geschichte des politischen Geistes (Berlin, 1916).<<

[105] Wolfgang Kapp, «The National Groups and the Imperial Chancellor», de mayo de 1916, referido en Ralph Laswell Lutz, ed., Fall of the German Empire, 1914-1918 (Nueva York, 1969), pp. 81-106, esp. 82-84.<<

[106] «Warum muss ich in der Vaterlandspartei beitreten», citado en Verhey, «Spirit of 1914», p. 418.<<

[107] Karl Wortman, Geschichte derDeuschten Vaterlands-Partei 1917-1918 (Halle, 1926), p. 7.<<

[108] Dirk Stegmann, «Zwischen Repression und Manipulation: Machteilen und Arbeiter und Angestellenbewegung 1910-1918. Ein Beitrag zur Vorgeschichte der DAPNSDAP», Archiv für Sozialgeschichte 12 (1972), pp. 351-432.<<

[109] Informes del 18 y 19 de julio citados en Materna y Schreckenbach, eds., Berichte, pp. 140-141.<<

[110] Lewald, «Bericht des Polizeipräsidenten Berlin-Lichtenberg an den Polizeipräsidenten Berlin», 16 de octubre de 1915, en Materna y Schreckenbach, eds., Berichte, p. 89. Belinda Davis, en «Home Fires Burning: Politics, Identity and Food in World War I Berlin» (tesis de Ph. D., Universidad de Michigan, 1992), ?.184?45, plantea la posibilidad de que Assmann’s fuese una empresa judía, pero no encuentra ninguna evidencia del antisemitismo que jugó un papel importante en incidentes posteriores.<<

[111] Berliner Morgenpost, n° 288, 17 de octubre de 1915.<<

[112] Burchardt, «Die Auswirkungen der Kriegswirtschaft», Militärgescihctliche Mitteilungen, pp. 68-69, 74.<<

[113] Citado en Ullrich, Kriegsalltag, p. 65.<<

[114] Kuhlmann, «Bericht des Polizeipräsidenten Berlin-Lichtenberg an den Polizeipräsidenten Berlin», 4 de julio de 1917, en Materna y Schreckenbach, eds. Berichte, p. 210.<<

[115] Ullrich, Kriegsalltag, p. 70; Roerkohl, Hungerblockade, p. 323.<<

[116] Ay, Die Entstehung einer Revolution, pp. 35-36.<<

[117] Ibid., pp. 178-183. Véase también Clara Viebig, Töchter derHekuba (Berlin, 1917), pp. 92-93.<<

[118] Ute Daniel, Arbeiterfrauen in der Kriegsgesellschaft: Beruf, Familie, und Politik im Ersten Weltkrig (Göttingen, 1989), pp. 126, 168-69).<<

[119] Jürgen Kocka, Facing Total War: German Society, 1914-1918 (Cambridge, 1984), p. 190n59.<<

[120] Ibid., p. 158.<<

[121] Schwarz, Weltkrieg und Revolution, p. 158; Ay, Die Entstehung einer Revolution, pp. 162-164,177-178.<<

[122] Jagow, «38 Stimmungbericht», pp. 58-59; Dittmann, «Berichte der Abteilung VII, Executive, 3. Kommisariat an den Polizeipräsidenten Berlin», 17 de mayo de 1915, ibid., pp. 60-61.<<

[123] Berliner Morgenpost, n° 179, 29 de junio de 1916.<<

[124] Glaeser, Class of 1902, p. 350.<<

[125] Arthur Holitscher, Mein Leben in dieser Zeit. Der «Lebensgeschichte eines Rebellen» (Potsdam, 1928, citado en Dieter y Ruth Glatzer, Berliner Leben 1914-1918: Eine historische Reportage aus Erinnerungen und Berichten (Berlin, 1983), pp. 146-147.<<

[126] Véase Davis, «Home Fires Burning».<<

[127] Esto es lo que demuestra convincentemente Faust en Sozialer Burgfrieden im Ersten Weltkrieg, pp. 148, 243.<<

[128] Schwartz, Weltkrieg und Revolution, pp. 164, 174-176.<<

[129] Kocka, Facing Total War, pp. 91-111; Robert G. Moeller, German Peasants and Agrarian Politics, 1914-1924: The Rhineland and Westphaliä (Chapel Hill, 1986), pp. 61-67; Andreas Kunz, Civil Servants and the Politics of Inflation in Germany, 1914-1924 (Beilin, 1986), pp. 112-131.<<

[130] Véase Kocka, Facing Total War, y Gerald D. Feldman, Army, Industry and Labor in Germany, 1914-1918 (Princeton, 1966). Para un resumen sobre el estado anímico imperante en la época, Otto Baumgarten, «Der sittliche Zutstand des deutsches Volkes unter dem Einfluss des Krieges», Geistige und sittliche Wirkungen des Krieges in Deutschland (Stuttgart, 1927), pp. 1-88.<<

[131] Walther Lambach, Ursachen des Zusammenbruchs (Hamburgo, 1919), esp. p. 59.<<

[132] Bessel, Germany after the First World War, p. 45.<<

[133] Richard Wall y Jay Winter, eds., The Upheaval of War: Family, Work and Welfare in Europe, 1914-1918 (Cambridge, 1988).<<

[134] Bethmann-Hollweg citado en Hans-Joachim Bieber, Bürgertum in der Revolution: Bürgerräte und Bürgerstreiks in Deutschland 1918-1920 (Hamburgo, 1992), p. 40.<<

[135] Citado en Dieter y Ruth Glatzer, eds., Berliner Leben 1914-1918: Eine historische Reportage aus Erinnungen und Berichten (Berlin, 1983), pp. 434-435.<<

[136] Heinrich August Winkler, Von der Revolution zur Stabilisierung: Arbeiter und Arbeiterbewegung in der Weimarer Republik 1918 bis 1924 (Berlin, 1984), pp. 44, 55; A. J. Ryder, The German Revolution of 1918: A Study of German Socialism in War and Revolt (Cambridge, 1967), p. 155.<<

[137] «Scheidemann ruft die Republik aus, 9.11.1918», en Gerhard A. Ritter y Susanne Miller, eds., Die deutsche Revolution 1918-1919: Dokumente, segunda edición revisada (Hamburgo, 1975), pp. 77-78.<<

[138] Entradas para el 9 y 12 de noviembre de 1918, Harry Kessler, In the Twenties: The Diaries of Harry Kessler (Nueva York, 1971), pp. 7-10.<<

[139] Berliner Tageblatt, n° 576, 10 de noviembre de 1918.<<

[140] Véase, p. ej., Hans Goslar, «Revolution», Deutsche Allgemeine Zeitung, n° 581, 14 de noviembre de 1918; Oskar Müller, Revolution und Parteien”, ibid., n° 586, 17 de noviembre de 1918; Müller, «Bilanz der revolution», ibid. n° 611, 1° de diciembre de 1918.<<

[141] Schleswig-Holsteinische Volkszeitung 5 de noviembre 1918, citado en Koppel S. Pinson, Modem Germany: Its History and Civilization (Nueva York, 1966), p. 357.<<

[142] Ryder, German Revolution, p. 138.<<

[143] Winkler, Von der Revolution, p. 45; Ryder, German Revolution, p. 143.<<

[144] Prince Max von Baden, Erinnerungen und Dokumente, eds., Golo Mann y Andreas Buckhardt (Stuttgart, 1968), p. 588.<<

[145] Winkler, Von der Revolution, pp. 42-43. Véase también Susanne Miller, Die Bürde der Macht: Die deutsche Sozialdemokratie 1918-1920 (Düsseldorf, 1978), p. 82.<<

[146] Hans-Joachim Bieber, Gewekschaften in Krieg un Revolution: Arbeiterbeioegung, Industrie, Staat und Militär in Deutschland 1914-1920, (Hamburgo, 1981), p. 574.<<

[147] Martin Müller-Aenis, Sozialdemokratie und Rätebewegung in der Provinz: Schwaben und Mittelfranken in der Bayerischen Revolution 1918-1919, (Münich, p. 109.<<

[148] Ryder, German Revolution, p. 150.<<

[149] Goslarsche Zeitung, n° 264, 8 de noviembre de 1928. En general Hans-Joachim Bieber, Bürgertum in der Revolution: Bürgerräte und Bürgerstreiks in Deutschland 1918-1920 (Hamburgo, 1992), pp. 50-51.<<

[150] Citado en Bieber, Bürgertum in der Revolution, p. 50.<<

[151] Deutsche Zeitung, 13 de noviembre de 1918, ibid., p. 52.<<

[152] Sobre el reformismo en la Revolución de noviembre véase Müller- Aenis, Sozialdemokratie und Rätebewegung; Barrington Moore, Injustice: The Social Bases of Obedience and Revolt (White Plains, 1978); y Wolfgang J. Mommsen, «The German Revolution, 1918-1920: Political Révolution and Social Protest Movement», en Richard Bessel y E. J. Feucht- wanger, eds., Social Change and Political Development in Weimar Germany (Totowa, N. J., 1981), pp. 21-54.<<

[153] Käthe Kollwitz, entrada del 9 de noviembre de 1918, en Die Tagebücher, ed., Jutta Bohnke-Kollwitz (Berlin, 1989), pp. 378-379.<<

[154] Illustrierter Geschichte der Deutschen Revolution (Berlin, 1929), pp. 201, 207.<<

[155] Kessler, entrada del diario del 12 de noviembre de 1918, In the Twenties, p. 10; Bieber, Bürgertum in der Revolution, pp. 126, 132, 135.<<

[156] Bieber, Bürgertum in der Revolution, pp. 145-146.<<

[157] Ibid., pp. 100-101, 104, 176.<<

[158] Berliner Tageblatt, n° 606, 27 de noviembre de 1918, Bieber, Bürgertum in der Revolution, pp. 100, 103.<<

[159] Berliner Tageblatt, n° 590, 18 de noviembre de 1918; n° 592, 19 de noviembre de 1918.<<

[160] Stefan Grossmann, «Gegen die Redewut», Vossische Zeitung, n° 586, 15 de noviembre de 1918.<<

[161] Berliner Tageblatt, n° 590,18 de noviembre de 1918; n° 596, 21 de noviembre de 1918; n° 604, 26 de noviembre de 1918; n° 608, 28 de noviembre de 1918; n° 615m 2 de diciembre de 1918; n° 621, 5 de diciembre de 1918.<<

[162] Entrada del diario del 15 de noviembre de 1918, Kessler, In the Twenties, p. 13.<<

[163] Véase esp. Manfred Faust, Sozialistische Burgfrieden im Ersten Weltkrieg: Sozialistische und christliche Arbeiterbewegung in Köln (Essen, 1992), pp. 302-306.<<

[164] Berliner-Tageblatt, n° 651, 10 de diciembre de 1918.<<

[165] Entrada del 12 de diciembre de 1918, Kollwitz, Die Tagebücher, p. 389.<<

[166] Ernst von Salomon, Die Geächteten (Berlin, 1930), pp. 26-35, citado y traducido en Robert G. L. Waite, Vanguard of Nazism: The Free Corps Movement, in Postwar Germany, 1918-1923 (Cambridge, 1952), pp. 43-44.<<

[167] Entrada del diario del 18 de diciembre de 1918, Kessler, In the Twenties, p. 37.<<

[168] Entrada del diario del 22 de diciembre de 1918, ibid., p. 39. Véase también Ulrich Kluge, Soldatenräte und Revolution: Studien zur Militärpolilik in Deutschland 1918/79 (Düsseldorf, 1975), pp. 219-220.<<

[169] Waite, Vanguard of Nazims, pp. 12-16, 35-37.<<

[170] Max Hildebert Boehm, «Nationalversammlung und Parteien», Grenzboten 77, n° 4 (1918), p. 197; Eugen Diederichs citado en Gary Stark, Entrepreneurs of Ideology: Neoconservative Publishers in Germany, 1890-1933 (Chapel Hill, 1981), p. 155.<<

[171] Heinrich Kessler, Wilhelm Stapel als politischer Publizist (Nuremberg, 1967), p. 37.<<

[172] Citado en Bieber, Bürgertum in der Revolution, pp. 115-116.<<

[173] Karl Bramer, Das Gesicht der Reaktion, 1918-1919 (Berlin, 1919), pp. 13-15; Friedrich Meinecke, Nach der Revolution: Gesichtliche Betrachtungen über unsere Lage (Munich, 1919); Peter Fritzsche, «Breakdowm or Breakthrough? Conservatives and the November Revolution», en Larry Eugene Jones y James Retallack, eds., Between Reform, Reaction, and Resistance: German Conservatism in Historical Perspective (Providence, 1933), p. 302.<<

[174] Cellesche Zeitung, n° 265, 11 de noviembre de 1918; Ulrich Popplow, «Göttingen in der Novemberrevolution, 1918/19», Göttinger Jahrbuch (1976), p. 219.<<

[175] Müller-Aenis, Sozialdemokratie und Rätebewegung, p. 215.<<

[176] Bertha Haedicke-Rauch a Minna von Alten-Rauch, 28 de noviembre de 1918, en Hedda Kalshoven, ed., Ich denk so viel an Euch. Ein deutsch-höllandicher Briefwechsel, 1920-1949 (Múnich, 1995), p. 49.<<

[177] St. [Stapel], «Wohin geht die Fahrt?» Deutsches Vollkstum, 12, n° 1 (enero de 1919), pp. 1-3.<<

[178] Brammer, Gesicht derreaktion, pp. 13, 22.<<

[179] Bertha Haedicke-Rauch a Minna von Alten-Rauch, 20 de enero de 1919, en Kalshoven, ed., Ich denk so viel an Euch, p.52.<<

[180] Bieber, Gewerkschaften in Krieg und Revolution, p. 583.<<

[181] Bieber, Bürgertum in der Revolution, pp. 104-105.<<

[182] William L. Patch Jr., Christian Trade Unions in the Weimar Republic, 1918- 1933: The Failure of «Corporate Pluralism» (New Haven, 1985), p. 4.<<

[183] Jonathan Osmond, Rural Protest in the Weimar Republic: The Free Peasantry in the Rhineland and Bavaria (Nueva York, 1993), p. 3.<<

[184] Robert G. Moeller, German Peasants and Agrarian Politics, 1914-1924: The Rhineland and Westphalia (Chapel Hill, 1986), p. 79.<<

[185] Calculado de Heinrich August Winkler, Mittelstand, Demokratie und Nationalsozialismus: Die politische Entwicklung von Handwerk und Kleinhandel in der Weimarerrepublik (Colonia, 1972), pp. 225nl24, 229n43, 232n4.<<

[186] Nachrichten für Stadt und Land (Oldenburg), n° 6, 7 de enero de 1919; n° 23, 24 de enero de 1919; nº 39, 30 de enero de 1919; n° 161, 16 de agosto de 1919.<<

[187] Deutsche Handehoacht, nº 18, 26 de octubre de 1920. Véase también Bieber, Bürgertum in der Revolution, p. 145.<<

[188] Bieber, Bürgertum in der Revolution, p. 100; Peter Fritzsche, Rehearsals for Fascism: Populism and Political Mobilization in Weimar Germany (Nueva York, 1900), p. 43; Moeller, German Peasants and Agrarian Politics, p. 76.<<

[189] Fritzsche, Rehearsals for Fascism, pp. 39-54; Larry Eugene Jones, German Liberalism and the Dissolution of the Weimar Party System, 1918-1933 (Chapel Hill, 1988), pp. 28-29, 96; Andreas Kunz, Civil Servant and the Politics of Inflation in Germany, 1914-1924 (Berlin, 1986), pp. 153-154; Moeller, German Peasants and Agrarian Politics, p. 92; Michael Prinz, Vom neuen Mittelstand zum Volksgenossen: Die Entwicklung des sozialen Estatus der Angestellten von der Weimar Republik bis zumEnde der NS-Zeit (Munich, 1986), pp. 50-51. En general, Thomas Childers, The Nazi Voter: The Social Foundations of Fascism in Germany, 1919-1933 (Chapel Hill, 1983).<<

[190] Fritzsche, Rehearsals for Fascism, p. 44.<<

[191] Nachrichten für Stadt und Land (Oldenburg), n° 284, 18 de octubre de 1920; Nordwestedeutsche Handwerkszeitung, n° 27, 5 de julio de 1923.<<

[192] Sobre el Campesinado Libre, véase Osmond, Rural Protest.<<

[193] Spengler citado en Kurt Sondheimer, Antidemokratisches Denken in der Weimarer Republik: Die Ideen der deutschen Nationalismus zwischen 1918 und 1933 (Múnich, 1968), p. 265.<<

[194] Lederer citadz en James Sheehan, German Liberalism in the Nineteenth Century (Chicago, 1978), p. 250. Para la inflación véase Gerald D. Feldman, The Great Disorder: Politics, Economics, and Society in the German Inflation, 1914-1924 (Nueva York, 1993).<<

[195] «Waite, Vanguard of Nazism, p. 40.<<

[196] Hay excepciones importantes, pero considérense las fechas de publicación de los obras estándares como Alfred Brackmann, ed., Baltische Lande (Leipzig, 1939); Claus Grimm, fahre deutscher Entscheidung im Baltikum 1918-1919 (Essen, 1939); CurtHotzel, ed., Deutscher Austand: Die Revolution des Nachkrieges (Stuttgart, 1934; Friedrich Wilhelm von Oertzen, Die deutschen Freikorps, 1918-1923 (Munich, 1939); Hans Roden, ed., Deutsche Soldaten vom Frontheer und Freikorps über die Reichswehr zur neuen Wehrmacht (Leipzig, 1935); Ersnt von Salomon, ed., Das Buch vom deutschen Freikorpkämpfer (Berlin, 1938); y Die Wirren in der Reichshauptstadt und im nördlichen Deutschland 1918-1920 (Berlin, 1940).<<

[197] Carl Schmitt, Political Romanticism, trad. Guy Oakes (Cambridge, 1986 [1919]).<<

[198] Citado en Hagen Schulze, Freikorps und Republik 1918-1920 (Boppard, 1969), p. 56.<<

[199] Citado ibid., p. 328.<<

[200] Waite, Vanguard of Nazism, p. 164.<<

[201] John H. Morgan citado en Schulze, Freikorps und Republik (Bloomington, 1977), p. 66.<<

[202] Waite, Vanguard of Nazim, p. 164.<<

[203] Schulze, Freikorps und Republik, p. 59.<<

[204] James M. Diehl, Paramilitary Politics in Weimar Germany (Bloomington, 1977), p. 62.<<

[205] Fritzsche, Rehearsals for Fascism, pp. 58-61; David Clay Large, «The Politics of law and order: A History of the bavarian Einwohnerwehr, 1918-1921», Transactions of the American Philosophical Society 70, pt. 2 (1980), pp. 34, 46-47.<<

[206] Citado en Waite, Vanguard of Nazism, p. 142.<<

[207] Goslarische Zeitung, n° 64, 19 de marzo de 1920; Helge Matthiesen, «Zwei Radikalisierungen-Bürgertum und Arbeiterschaft in Gotha 1918- 1923», Geschichte und Gesellschaft 1 (1995), p. 47.<<

[208] Martin Broszat, Hitler and the Collapse of Weimar Germany, trad. V. R. Berghahn (Nueva York, 1987), p. 40.<<

[209] Rudy Koshar, Social Life, Local Politics, and Nazism: Marburg, 1880-1935 (Chapel Hill, 1986), pp. 130,127-150.<<

[210] Fritzsche, Rehearsals for Fascism, p. 77.<<

[211] Adelheim von Saldern, «Sozialismilieus und der Aufsteig des Nationalsozialismus in Norddeutschland (1930-1933)», en Frank Bajohr, Norddeutschland im Nationalsozialismus (Hamburgo, 1993), pp. 35-36, 39-40.<<

[212] Elisabeth Gebensleben-von Alten a Irmgard Gebensleben, 27 de abril de 1924 y 2 de mayo de 1924; Irmgard Gebensleben a Elisabeth Gebenleben von Alten, 2 de julio de 1924; Elisabeth Gebensleben-von Alten a Irmgard Gebensleben, 27 de agosto de 1924 y 9 de septiembre de 1924 en Ralshoven, ed., Ich denke so viel an Euch, pp. 68-69, 73.<<

[213] Diehl, Paramilitary Politics, p. 294.<<

[214] New York Times, 31 de enero de 1933.<<

[215] André François-Poncet, The Fateful Years: Memoirs of a French Ambassador in Berlin, 1931-1938, trad. Jacques LeClerq (Nueva York, 1949), p. 48.<<

[216] Der Angriff, n° 26, 31 de enero de 1933.<<

[217] Entrada para el 30 de enero de 1933 en Elke Fröhlich, ed., Die Tagebücher von Joseph Goebbels, pt. 1, vol. 2 (Múnich, 1987), p. 358.<<

[218] Herbert Seehofes, «Das erwachte Berlin marschiert», Völkischer Beobachter, n° 31, 31 de enero de 1933; Elisabeth Gebensleben-von-Alten a Irmgard Gebensleben, 3 de febrero de 1933; en Ralshoven, ed. Ich denke so viel an Euch, p. 161.<<

[219] «Farmer, Politician», de 34 años, citado en Walter Rempowski, Did You Ever See Hitler? (Nueva York, 1975), p. 33.<<

[220] François-Poncet, The Fateful Years, p. 49.<<

[221] Aparentemente, Maikowski podría haber sido asesinado por un exintegrante de las SA que simpatizaba con los comunistas, un giro de los acontecimientos que no altera el hecho de que los comunistas locales se enfrentaron con la patrulla de Maikowski y estuvieron dispuestos a luchar. Véase Jay W. Baird, To Die for Germany: Heroes in the Nazis Pantheon (Bloomington, 1990), pp. 94, 97-98.<<

[222] Ralf Georg Reuth, Goebbels, trad. Krishna Winston (Nueva York, 1933), p. 164.<<

[223] Dietrich Orlow, The History of the Nazi Party: 1919-1933 (Pittsburgh, [1969] p, 239nl.<<

[224] Francforter Zeitung, n” 83, 31 de enero de 1933.<<

[225] William Sheridan Allen, The nazi Seizure of Power: The Experience of a Single German Town, 1922-1945, edición revisada (Nueva York, 1984) pp. 153-154.<<

[226] Hsi-Huey Liang, The Berlin Police Force and, the Rise in the Weimar Republic (Berkeley, 1970), pp. 71, 84-85.<<

[227] Richard Besel, Political Violence and the Rise of Nazism: The Storm Troopers in Eastern Germany, 1925-1934 (New Haven, 1984), p. 100.<<

[228] Baird, To Die for Germany, pp. 95-96.<<

[229] Der Angriff n° 35, 10 de febrero 1933.<<

[230] Citado en Johannes Steinhoff, Peter Pechelrn y Dennis Showalter, Voices from the Third Reich: An Oral History (Washington, 1989), p. xxxvii.<<

[231] J. P. Stern, Hitler: The Führer and the People (Berkeley, 1975), p. 168.<<

[232] Sebastian Haffner, Annmerkungen zu Hitler (Munich, 1978), p. 46, citado con cierto escepticismo por Ian Kershaw en The «Hitler Myth»: Image and Reality in the Third Reich (Oxford, 1987), p. 1, quien presenta una síntesis magistral del tema.<<

[233] Berliner Tageblatt, 16 de septiembre de 1930, citado en Martin Broszat, Hitler and the Collapse of Weimar Germany, trad. V. R. Berghahn (Nueva York, 1987), p. 16.<<

[234] Knowlton L. Ames Jr., Berlin after the Armistice (n.p., 1919), p. 77. Véase también Friedrich Meinecke, Nach der Revolution: Geschichtliche Betrachtungen über unsere Lage (Múnich, 1919), pp. 2, 11.<<

[235] H. R. Knickerbocker, The German Crisis (Nueva York, 1932), pp. 42-43, 76, 94, 97, 206-207, 209.<<

[236] Véase p. ej., Allen, Nazi Seizure of Power, p. 322.<<

[237] Erich Matthias, «The Influence of the Versailles Treaty on the Internal Development of the Weimar Republic», en Anthony Nicholls y Erich Matthias, eds., German Democracy and the Triumph of Hitler (Londres, 1970), pp. 13-28; Otmar Jung, «Plebiszitärer Durchbruch 1929? Zur Bedeutung von Volksbegehren und Volksenschied gegend den Young Plan für die NSDAP», Geschichte und Gessllschaft 15 (1989), pp. 506-507.<<

[238] Citado en Heinrich August Winkler, Der Weg in die Katastrophe: Arbeiter und Arbeiterbewegung in der Weimarar Republik 1930 bis 1933 (Berlin, 1987), p. 45.<<

[239] Hans Fallada, KleinerMann-was nun? (Berlin, 1932).<<

[240] Knickerbocker, German Crisis, p. 50. Véase también Graf Alexander Stenbock-Fermor, Deutschland von unten: Reise durch die proletarische Provinz (Stuttgart, 1931).<<

[241] Theodor Geiger, Die sozialer Schichtung des deutschen Volkes: Soziographischer Versuch auf statistischer Graundlage (Stuttgart, 1932), p. 86; Winkler, Weg in die Katastrophe, p. 39.<<

[242] Winkler, Weg in die Katastrophe, p. 43; Knickerbocker, German Crisis, pp. 51-52.<<

[243] Broszat, Hitler, p. 50.<<

[244] Allen, Nazi Seizure of Power, pp. 72-73; Theodor Geiger, «Panik im Mittelstand», Die Arbeit 7 (1930), pp. 637-659).<<

[245] Frankfurter Zeitung, n° 86, 10 de febrero de 1933; Allen, Nazi Seizure of Power, p. 84. Véase Geoffrey Pridham, Hitler’s Rise to Power: The Nazi Movement in Bavaria, 1923-1933 (NuevaYork, 1973), p. 237.<<

[246] Klaus Fischer, Nazi Germany: A New History (Nueva York, 1995), pp. 234, 256.<<

[247] Jürgen Falter, «The Two Hindenburg Elections of 1925 and 1932: A Total Reversal of Voter Coalitions», Central European History 23 (1990), pp. 225-241; idem, Hitlers Wälhler (Munich, 1991), pp. 123-125.<<

[248] Helmut Heiber, Die Republik von Weimar (Múnich, 1966), p. 172.<<

[249] Broszat, Hitler, p. 67.<<

[250] Bessel, Political Violence and the Rise of Nazism, p. 25.<<

[251] Volksfreund (Braunschweig), n° 85, 11 de abril de 1925.<<

[252] Peter Fritzsche, «Presidential Victory and Popular Festivity in Weimar Germany: Hindenburg’s 1925 Election», Central European History 23 (1990), pp. 212-216; Ernst Glaeser, Thelast Civilian, trad. GwendaDavidy Erich Mosbacher (Nueva York, 1935).<<

[253] Peter Fritzsche, «Presidential Victory and Popular Festivity», pp. 214215. Para Sajonia, véase Benjamin Lapp, Revolution from the Right: Politics, Class and the Rise of Nazism in Saxony, 1919-1933 (Atlantic Highlands, N.J., 1997), pp. 142-143.<<

[254] Peter Fritzsche, «Presidential Victory and Popular Festivity», pp. 217-218.<<

[255] Weser Zeitung (Bremen), n° 247, 7 de mayo de 1927.<<

[256] Deutsche Allgemeine Zeitung, n° 461, 2 de octubre de 1927.<<

[257] Braunschwegische Neuste Nachrichten n° 200, 27 de agosto de 1926; Pirnaer Anzeiger, 25 de septiembre de 1926, citado en Lapp, Revolution from the Right, p. 148.<<

[258] Gerhard Stollenberg, Politische Strömungen im schleswig-holsteinnischen Landvolk 1918-1933 (Düsseldorf, 1962), p. 111; Erwin Topf, Die Grüne Front: Der Kampf um den deutschen Acker (Berlin, 1933), p. 5.<<

[259] Lapp, Revolution from the Right, p. 168.<<

[260] Nachrichten für Stadt und Land (Oldenburg), n° 5, 6 de enero de 1928.<<

[261] Stoltenberg, Politische Strömungen; Fritzsche, Rehearsals for Fascism, pp. 114-118; Rudolf Heberle, From Democracy (Baton Rouge, 1945); Jürgen Bergmann y Klaus Megerle, «Protest und Aufruhr der Landwirtschaft in der Weimarer Republik (1924-1933). Formen und Typen der politischen Agrarbewegung im regionalen Vergleich», en Bergmann et al., eds., Regionen im historischen Vergleich: Sudien zu Deutschland im 19. Und 20. Jahrhundert (Opladen, 1898), pp. 200-287; Lapp, Revolution from, the Right, p. 168.<<

[262] Anzeiger für Harlingerland (Aurich), n° 5, 6 de enero de 1928; Täglicher Anzeiger (Holzminden), n° 65, 16 de marzo de 1928.<<

[263] Citado en Jeremy Noakes, The. Nazi Party in Lower Saxony, 1921-1933 (Oxford, 1971), p. 119.<<

[264] Emder Zeitung, n° 11, 13 de enero de 1928; Herbert Volck, Rebellen um Ehre (Berlin, 1932), p. 251.<<

[265] Todas las citas son del prefacio del libro de Walter Luetgebrune Neu-Preussens Bauernkrieg: Entstehung und Kampf der Landvolkbewegung (Hamburgo, 1931). La canción es citada en Topf, Grüne Front, p. 40. Véase también la novela de Hans Fallada, Bauern, Bonzen und Bomben (Berlin, 1931); Ernst von Salomon, Die Stadt (Berlin, 1932); y Bodo Uhse, Söldner und Soldat (Paris, 1935).<<

[266] Fritzsche, Rehearsals for Fascism, p. 199.<<

[267] Anzeiger für Harlingerland (Aurich), n° 5, 6 de enero de 1928.<<

[268] Fritzsche, Rehearsals for Fascism, pp. 191-193, 197, 200.<<

[269] Ibid., pp. 207-208; Lapp, Revolution from the Right, p. 205.<<

[270] Thomas Childers, «Interest and ideology: Anti-System Politics in the Era of Stabilization, 1924-1928», en Gerald D. Feldman, ed., Die Nachwirkungen der Inflation auf die deutsche Geshichte 1924-1933 (Munich, 1985), pp. 1-20.<<

[271] Orlow, History of the Nazi Party, pp. 47-48; Klaus Fischer, Nazi Germany: A New History Party, (Nueva York, 1995), pp. 126-131.<<

[272] Orlow, History of the Nazi Party, p. 90; Gerard Paul, Aufstand der Bilder: DieNs-Propaganda vor 1933 (Bonn, 1990), pp. 36-38; Karlheinz Sch-meer, Die Regie des öffentlichen Lebens im dritten Reich (Múnich, 1956), pp. 11-12.<<

[273] Fischer, Nazi Germany, p. 179.<<

[274] Geoffrey Pridham, Hitler’s Rise to Power: The Nazi Movement in Bavaria, 1923-1933 (Nueva York, 1973), p. 79.<<

[275] Orlow, History of the Nazi Party, p. 53; Joachim C. Fest, Hitler, trad. Richard y Clara Winston (Nueva York, 1975), p. 226.<<

[276] Fritzsche, Rehearsal for Fascism, p. 202; Deutsches Volkstum 12 (1927), p. 953.<<

[277] Sobre el papel de los periódicos, véase Richard F. Hamilton, Who Voted for Hitler? (Princeton, 1982); Falter, Hitlers Wähler, pp. 334-339; Klaus Wernecke, «Die Provinzpresse am Ende der Weimarer Republik. Zur politischen Rolle der Bürgerlichen Tagszeitungen am Beispiel der Region Ost-Hannover», Presse und Gesichte (Múnich, 1987); Adelheid von Saldern, «Sozialmilieus und der Aufstieg des Nationalsozialismus in Norddeutschland (1930-1933)», en Frank Bajohr, ed., Norddeuts-chalnd im Nationalsozialismus (Hamburgo, 1993), p. 37; Lapp, Revolution from the Right, pp. 202, 207-209.<<

[278] Karl Dietrich Bracherf, The German Dictatorship: The Origins, Srtucture, and Effects of National Socialism, trad. Jean Steinberg (Nueva York, 1970), pp. 133, 179; Conan Fischer, The Rise of the Nazis (Manchester, 1995), p. 172.<<

[279] Rudy Koshar, «Contentious Citadel: Bourgeois Crisis and Nazism in Marburg/Lahn, 1880-1933», en Childers, ed., Formation of the Nazi Constituency, pp. 23-24; Saldern, «Sozialismilieus und der Aufstieg des Nationasozialismus», pp. 33, 49n74; Zdenek Zofka, Die Ausbreitung des Nationalsozialismus auf dem Lande: Eine regionaler Fallstudie zur politische Einstellung der Landbevölkerung in der Zeit des Aufstieg und der machtergreifung der NSDAP, 1928-1933 (Múnich, 1979), p. 140nl; Roger Chicke-ring, «Political Mobilization and Associational Life: Some Thoughts on the National Socialist German Worker’s Club (e.V.)», en Larry Eugene Jones and James Retallack, eds., Elections, Mass, Politics, and Social Change in Modern Germany (Cambridge, 1992), p. 314.<<

[280] Zoflka, Die Ausbreitung des Nationalsozialismus auf dem Lande, pp. 81, 142-143; Noakes, Nazi Party in Loiuer Saxony, p. 146; Allen, Nazi Seizure of Power.<<

[281] Elisabeth Gebesnleben-Von Alten a Irmgard Gebensleben, 15 de septiembre de 1930, en Kalshoven, ed., Ich denke so viel an Euch, p. 99.<<

[282] Un entrevistado en Theodor Abel, The Nazi Movement: Why Hitler came to Power (Nueva York, 1966), p. 88.<<

[283] Allen, Nazi Seizure of Power, p. 30.<<

[284] Jung, «Plebiszitäter Durchbruch 1929?», pp. 504-506.<<

[285] Lapp, Revolution from the Right, p. 208. Klaus Wernecke cita un elogio similar en Lüneburg. Véase «Die konservative Faschisierung des protestantischen Povinz: Bürgerliche Offen tlihkeit und Natiaonalsozialismus», en Lüneburger Arbeitskreis, «Machtergreifung», Heimat, Heide, Hakenkreuz: Lüneberg Weg ins Dritte Reich (Hamburgo 1984), pp. 53-81.<<

[286] Bessel, Polititcal Violence and the Rise of Nazism, p. 153.<<

[287] Conan Fischer, Stormtroopers: A Social, Economic and Ideological Analysis, 1929-1935 (Londres, 1983), pp. 118-119, 122.<<

[288] Lapp, Revolution from the Right, p. 208; Noakes, Nazi Party in Loioer Saxony, p. 216.<<

[289] Lapp, Revolution from the Right, p. 198; Hamilton, Who Voted for Hitler, pp. 216.<<

[290] Noakes, Nazi Party in Lower Saxony, p. 216.<<

[291] Schmeer, Die Regie des öffentlichen Lebens, pp. 12-16.<<

[292] Allen, Nazi Seizure of Power, p. 32. Véase también Gerhard Paul, Aufstand der Bilder: Die NS-Propaganda vor 1933 (Bonn, 1990); Zofka, Die Ausbreitung des Nationalsozialismus auf dem Lande, pp. 80-81.<<

[293] Elisabeth Gebensleben-von Alten a Irmgart Gebelsleben, 18 de octubre de 1931, en Kalshoven, ed., Ich denke so viel an Euch, p. 123.<<

[294] Glaeser, The Last Civilian.<<

[295] Véase Broszat, Hitler, p. 92; Zofka, Die Ausbreitung des Nationalsozialismus auf dem Lande, p. 115; Noakes, Nazi Party in Lower Saxony, pp. 248249; von Saldern, «Sozialmilieus und der Aufstieg des Nationalsozialismus», p. 30.<<

[296] Ute Frevert, Women in German History: From Bourgeois Emancipation to Sexual Liberation, trad. Stuart Mckinnon-Evans (Nueva York, 1898); Claudia Koonz, Mothers in the Fatherland: Women, the Family, and Nazi Politics (Nueva York, 1987), pp. 21-123.<<

[297] Hamilton, Who Voted for Hitler, pp. 87-89; Winkler, Weg in die Katastrophe, pp. 109-111.<<

[298] Un collar bianco, en Abel, Nazi Movement, p. 128.<<

[299] Fritzsche, Rehearsals for Fascism, pp. 224.<<

[300] Falter, Hillers Wähler, pp. Ill, 199-228.<<

[301] Karl Rohe, Das Reichsbanner der Schwarz-Rot-Gold: Ein Beitrag zur Geschichte und Struktur der politischen Kampfverbände zur Zeit der Weimarer Republik (Düsseldorf, 1966), pp. 126-158, 245-266; Conan Fischer, «Workers, the Middle Classes, and the Rise of national Socialism», German History 9 (1991), pp. 357-373. Véase también Shlomo Avineri, «Marxism and Nationalism», en Jehuda Reinharz y George L. Mosse, eds., The Impact of Western Nationalism: Essays dedicated to Walter Z. Laqueur on the Occasion of her 70th Birthday (Londres, 1992), pp. 283-303.<<

[302] Udo Kissenkoetter, Gregor Strasser und die NSDAP (Stuttgart, 1978), pp. 83-122; Gregor Strasse, Arbeit und Brot (Múnich, 1932).<<

[303] Allen, Nazi Seizure of Power, p. 32; Broszat, Hitler, p. 91.<<

[304] Donna Harsch, German Social Democracy and the Rise of Nazism (Chapel Hill, 1993), pp. 190, 239; Wolfram Pyta, Gegen Hitler und für die Republik: Die Auseinandersetzung der deutschen Sozial demokratie mit der NSDAP in der Weimarer Republik (Düsseldorf, 1898), p. 236.<<

[305] Véase, p. ej., la conclusión de Heinrich August Winkler, Weimar 19181933: Die Geschichte der ersten deutschen Demokratie (Múnich, 1993).<<

[306] Pyta, Gegen Hitler und für die Republik, p. 366.<<

[307] Fischer, Rise of the Nazis, p. 54.<<

[308] Véanse resúmenes en Falter, Hitlers Wähler, y Saldern, «Sozialmilieus und der Aufstieg des Nationalsozialismus», pp. 20-52.<<

[309] Hamilton, Who Voted for Hitler?<<

[310] Véanse Thomas Childers, «The Limits of National Socialist Mobilization: The Elections of 6 November 1932 and the Fragmentation of the Nazi Constituency», en Childers, ed., Formation of the Nazi Constituency, pp. 232-259.<<

[311] El argumento en contra más sólido que llama la atención sobre los errores que allanaron el camino para la toma del poder por parte de Hilter es provisto por Henry Ashby en Hitler’s Thirty Days of Power (Reading, Mass., 1996).<<

[312] Ian Kershaw, «Hitler and the Germans», en Richard Bessel, ed., Life in the Third Reich (Nueva York, 1987), pp. 45-46.<<

[313] Kershaw, «Hitler Myth», p. 5.<<

[314] Sarah Gordon, Hitler, Germans, and the «Jewish Question» (Princeton, 1984).<<

[315] Elisabeth Gebensleben-Von Alten a Irmgard Brester-Gebensleben, 21 de enero de 1930, en Kalshoven, ed., Ich denke so viel an Euch p. 93, sobre haber asistido a La ópera de tres centavos; ibid., 6 de abril de 1933, pp. 1891991, sobre el boicot antijudío.<<

[316] Geoff Eley, «What Produces Fascism: Pre-Industrial Traditions or a Crisis of the Capital State», en idem, From Unification to Nazism: Reinterpreting the German Past (Boston, 1986), p. 270.<<

[317] Citado en Peter Gay, Weimar Culture (Nueva York, 1962), p. 70. Véase también la ilustración de cubierta de la edición de bolsillo norteamericana de Detlev J. K. Peukert, The Weimar Republic: The Crisis of Classical Modernity (Nueva York, 1993).<<

[318] Vorwärts n° 50, 30 de enero de 1933.<<

[319] Martin Broszat, «Die Struktur der NS-Massenbewegung», en Vierteljahrshefte für Zeitgeschichte 31 (1983), p. 72.<<

[320] Thomas Childers, The Nazi Voter: The Social Foundation of Fascism in Germany, 1919-1933 (Chapel Hill, 983), pp. 268-269.<<

[321] Berliner Tageblatt, n° 202, 2 de mayo de 1933.<<

[322] Citado en Wieland Elfferding, «Von der proletarischen Masse zum Kriegsvolk: Massenaufmarsch und Öffentlichkeit im deutschen Faschismus am Beispiel des Io Mai 1933», en Inszenierung der macht: ästhetische Faszination im Faschismus (Berlin, 1987), p, 24n2. Para incidentes similares, véase Williams Sheridan Allen, The Nazi Seizure of Power: The Experience of a Single German Town, 1922-1945, edición revisada (Nueva York, 1984), pp. 229, 232, 254-255: Barbara Dorn y Micahel Zimmermann, Bewährungsprobe: Herne und Wanne-Eickel 1933-1945. Alltag, Widerstand, Verfolgung unter dein Nationalsozialismus (Bochum, 1987), pp. 113, 118, 125; Hans-Josef Steinberg, «Die Haltung der Arbeiterschaft zum NS-Re-gimen», en Jürgen Schmädeke y Peter Steinbach, eds., Der Widerstand gegen den Nationalsozialismus; Die Deutsche Gesselschaft und der Widerstand gegen Hitler (Múnich, 1985), p. 870.<<

[323] Véase p. ej., DetlevPeukert, «Working-Class Resistance: Problems and Options», en David Clay Large, ed., Contending with Hiter: Varieties of German Resistance in the Third Reich (Cambridge, 1991), p. 45; Allen, Nazi Seizure of Power, pp. 254-255, 283; Ian Kershaw, Popular Opinion and Political Dissent in the Third Reich: Bavaria, 1933-1945 (Oxford, 1983), p. 314.<<

[324] Völkischer Beobachter, n° 121/122, 1, 2 de mayo. Véase también Berliner Morgenpost, n° 104, 2 de mayo de 1933, sobre Wedding’s Sperrplatz.<<

[325] Allen, Nazi Seizure of Power, p. 255.<<

[326] Informe de Sopade citado en Elfferding, «Von der proletarische Masse zum Kriegsvolk», p. 24 n2.<<

[327] Heinrich August Winkler, Der Weg in die Katastrophe: Arbeiter und Arbeiterbewegung in der Weimar Republik, 1930 bis 1933 (Berlin, 1987), pp. 921923. Véase también los comentarios de varios prominentes líderes sindicales, «Deutscher Arbeit zur Ehre: Stimmen zum 1 Mai», Berliner Tageblatt, n° 200, 30 de abril de 1933.<<

[328] La transmisión radial del Io de Mayo puede encontrarse en Elfferding, «Von der proletarischen Masse zum Kriegsvolk», p. 26. Sobre la aviación y el nacionalismo, Peter Fritzsche, A Nation of Fliers: German Aviation and the Popular Imagination (Cambridge, 1992), pp. 162-170.<<

[329] Berliner Morgenpost, n° 104, 2 de mayo de 1933.<<

[330] Véase, p. ej, Brigitte Bruns, «Neuzeitliche Fotografie mi Dienste der nationalsozialistischen Ideologie. Der Fotograf Heinrich Hoffmann und sein Unternehmen», en Diethart Krebs et al., eds., Die Gleichschaltung der Bilder: Zur Geschichte der Pressefotografie 1930-36 (Berlin, 1983); Klaus Kreimeier, The Ufa Story: A History of Germany’s Greatest Film Company, 1918-1945, trad. Robert y Rita Kimber (Nueva York, 1996<<

[331] Véase, p. ej., Richard Grunberger, The 12-Year Reich: A Social History of nazi. Germany, 1933-1945 (NuevaYork, 1971).<<

[332] Berliner Morgenpost, n° 103, 30 de abril de 1933.<<

[333] Stanley G. Payne, A History of fascism, 1914-1945 (Madison, 1996), pp. 194-195.<<

[334] Rüdiger Hachtmann, «Thesen zur “Modernisierung” der Industriearbeit in Deutschland 1924 bis 1944»; en Frank Bajohr, ed., Nor-deutschland im Nationalsozialismus (Hamburgo, 1993), pp. 414-451; John Gillingham, «The “Deproletarianization” of German Society: Vocational Training in the Third Reich», Journal of Social History 19 (,1986), pp. 423-432. La popularidad del régimen ente los trabajadores aparece tratada en Gunther Mai, «Arbeiterschaft zwischen Sozialismus, Nationalismus und Nationalsozialismus», en Uwe Backes, Eckhard Jesse y Rainer Zitelmann, eds., Die Schatten der Vergangenheit: Impulse zur Historisierung des Nationalsozialismus (Francfort, 1990), pp. 195-217; Ulrich Herbert, «Arbeiterschaft mi “Dritten Reich”. Zwischenbilanz und offene Fragen», Geschichte und Gesselschaft 15 (julio-septiembre de 1989), pp. 320-360; y Alf Lüdtke, «“Ehre der Arbeit”: Industriearbeiter und Macht der Symbole. Zur Reichweite symbolischer Orientirungen im Nationalsozialismus», en Klaus Tenfelde, ed., Arbeiter im 20. Jahrhundert (Stuttgart, 1991), pp. 343-392. Véase también Arno Klönne, Jugend im Dritten Reich (Düssseldorf, 1982), Herwart Vorländer, Die NSV: Darstellung und Dokumentation einer nationalsozialistischen Organisation (Boppard, 1988); Claudia Koonz, Mothers in the Fatherland: Women, the Family, and Nazi Politics (Nueva York, 1987); Peter Fritzsche, «Where Did All the Nazis Go? Reflections on Collaboration and Resistance», Tel Aviver Jahrbuch für deutscher Geschichte 23 (1994), pp. 191-214.<<

[335] Jens Alber, «Nationalsozialismus und Modernisierung», Kölner Zeitschrift für Soziologie und Sozialpsychologie 41, (junio de 1989), p. 348, elabora este punto, planteado por primera vez en David Schoenbaum, Hitler’s Social Revolution: Class and. Status in Nazi Germany, 1933-1939 (Nueva York, 1966), pp. 283-288.<<

[336] Ronald Smelser, Robert Ley: Hitlers Labor Front Leader (Nueva York, 1988), pp. 191-216; Vorländer, Die NSV.<<

[337] Omer Bartov, Hitler’s Army: Soldiers, Nazis, and War in the Third Reich (Nueva York: Oxford University Press, 1991).<<

[338] Smelser, Robert Ley, pp. 302-303; Ian Kershaw, «The Hitler Myth»: Image anf Reality in the Third Reich (Oxford, 1987); Detlev Peukert, Inside Nazi Germany: Conformity, Opposition and Racism in Everyday Life, trad. Richard Deveson (New Haven, 1987), pp. 125-155; Bartov, Hitler’s Army, esp. pp. 144-178. <<